“El árbol que habla”, cuento de la escritora Lilián Hirigoyen

Lilián Hirigoyen

Contenido de la edición 03.06.2025

 

Se cuenta que los viejos señores que viven más allá de las verdes colinas que circundan el pueblo, descendientes de los primeros habitantes de esta tierra fértil y hermosa, poseen tesoros y secretos que nosotros, pobres aldeanos de las tierras bajas, seríamos incapaces de imaginar.

Me dijo mi padre que hace unos cuantos años, cuando yo no había nacido aún, llegó a la aldea un mendigo desharrapado y hambriento, al que cuidó y alimentó hasta hacer de él un hombre saludable.

En pago a ese cuidado y agradecido en extremo, le reveló a mi padre un secreto antes de desaparecer sin dejar rastro.

Le contó que después de las montañas rocosas existía en el territorio de un viejo señor poderoso, un jardín encantado. Crecía en ese maravilloso vergel junto a flores de deliciosa fragancia y exóticos colores, un árbol al que casi nadie tenía acceso y que él conocía porque lo había visto en persona una única vez.

Era ese árbol una especie de manzano y cualquiera que lo viera sin la debida atención daría cuenta de eso.

Sin embargo, las rojas manzanas que daba como frutos tenían una cualidad extraordinaria. Podían hablar.

Según reveló, era sabido por unos pocos elegidos, que estos frutos poseían la sabiduría en su cáscara y en la pulpa condensada en cada minúscula gota de jugo, el conocimiento de todas las cosas.

Cuando alguien se paraba de forma tal que el fabuloso tronco quedara hacia el norte del visitante y éste, ávido, le hacía una pregunta, las manzanas, como si fueran doncellas de arrebolados rostros, hacían escuchar sus voces melodiosas contestando lo que se preguntaba. Pero eran tantas las respuestas como manzanas había, y todas eran ciertas. Estaba, entonces, en la habilidad del consultante ordenar de manera tal la información obtenida, que la respuesta ansiada, infinitamente ramificada por las sabias bocas, le satisficiera en lo más profundo. Así, rebosante de conocimiento sobre lo que tanto ignorara hasta ese instante, podía alejarse del lugar, pletórico de felicidad.

Mi padre, hombre melindroso y enemigo de las aventuras, nunca intentó ver lo que el mundo tenía para mostrarle más allá de los límites de este pequeño pueblo perdido entre las montañas. Tampoco probó nada que no le fuera signado por sus antepasados. Como su padre y el padre de su padre y el padre de este a su vez, que se habían dedicado a la herrería y uno había enseñado su conocimiento al otro, dejó que su vida continuara con lo que ya había aprendido y no se molestó en nada diferente. Así dejó correr los días asignados por su hado con la parsimonia de una tortuga, viendo siempre los mismos árboles y las mismas caras. De todos los azules posibles, solo dejó que el del cielo de su aldea lo cobijara.

Hoy, y desde hace unos pocos meses, los huesos de su pobre cuerpo descansan, a pesar que el único cansancio en el que tuvo parte fue el del yunque y el martillo, el penoso golpeteo de la forja y el calor abrasador de la fragua. De otra cosa, nada supo, y solo engendró hijos con la única mujer que lo aceptó, para que continuaran con la pesada labor de sus ancestros.

Ocultando mis intenciones a mis hermanos, más de una vez le insinué la necesidad de que partiéramos él y yo en busca de ese árbol fabuloso, pensando que además del manzano, existirían muchas maravillas de las que podríamos hacer buen uso. Caballos no nos faltaban, provisiones tampoco. La tierra era fértil y podíamos llevar alimento en las alforjas para muchos días.

El mendigo le había indicado, agradecido, la ubicación del jardín. Con los datos precisos dados por el hombre, lo encontraríamos perfectamente y hallaríamos el árbol de las manzanas parlantes. ¡Quién sabe cuántos secretos podrían revelarnos! ¡Quién sabe de cuántos tesoros fabulosos nos contarían esos labios de cáscara roja! Pero mi padre nunca quiso oírme, jamás intentó siquiera sacar un pie del límite de la aldea. Se conformó con lo que tenía: su mujer, sus hijos, su herrería, la herencia de fuego y metal que llevaba en la sangre.

Mis hermanos han seguido sus pasos. Los tres, jóvenes fuertes y hoscos, han llevado adelante lo que mi padre solo abandonó por mandato de la muerte. Mi madre, una mujer gastada y simple, cuida de la huerta y de los animales. Comida no nos falta. Quedo yo, el mayor de cuatro varones y una hembra a la que se tiene prometida desde la tierna infancia, con el hijo del que posee los mejores caballos sementales de los alrededores. Buen negocio ha hecho mi padre.

Todavía no tengo claro por qué me confió su secreto. No sé qué fue que lo impulsó a revelarme lo que él no estaba dispuesto a probar. Tal vez intuyera mi naturaleza y entendiera con la pobre sabiduría del hombre vulgar que fue, que yo, el mayor y más inteligente, no aceptaría lo que se imponía como norma en la familia, ni estaría dispuesto a echar raíces en este terruño.

Tengo en mi poder el mapa, el dibujo tosco hecho con una espada de filo incierto sobre una tela blanca. Estoy dispuesto a probar suerte, a conocer lo que mi padre nunca pudo. Estoy dispuesto a correr en pos de esas manzanas fabulosas que todo lo saben, oír de esos labios rojos y cáscara sabrosa la verdad de lo que pregunte. Tal vez ellas, llenas de ese jugo sabio y esa pulpa capaz de saciar el hambre que me devora, guíen mis pasos hacia el destino que me espera.

El portón está abierto y el cielo repleto de estrellas parece señalar la ruta. Mi caballo, ágil e inquieto, intrépido como su jinete, está pronto a correr hacia la búsqueda. Hasta parece que escucho sus voces, dulces vocecitas multiplicadas que me nombran. Voces maravillosas que me llaman a su encuentro y que no puedo rechazar...

 

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay 

 

(*) Publicado originalmente en "El árbol que habla y otros cuentos", Ediciones Dixi, 2015.

Imagen de portada: CONTRATAPA/Daniel Feldman


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