“El bebé”, un cuento breve de la escritora Lilián Hirigoyen

Lilián Hirigoyen

Contenido de la edición 24.09.2024

 

El niño lloraba, otra vez. Sin parar. Como todas las noches, exactamente a medianoche. El llanto coincidía con las campanadas del reloj de pared del comedor. Doce campanadas mezcladas, enredadas, articuladas con el llanto agudo de un bebé. Después, silencio.

Desde hacía dos meses, invariablemente, las noches se volvían una especie de tortura.

Muchas veces intentó taparse con la almohada, pero el llanto era tan intenso, feroz podría decirse, que atravesaba cualquier obstáculo que se interpusiera en el camino hacia sus oídos.

Había averiguado con el portero y preguntado a las vecinas, las más viejas, siempre al tanto de todo. Pero nadie conocía ni sabía de niños en el edificio. Tampoco nadie escuchaba sonido alguno. Sin embargo, él lo oía todas las noches al sonar las doce.

El apartamento de arriba estaba desocupado hacía un par de meses y eso lo tenía intrigado. Seguramente -solía pensar- algún intruso con un crío a cuestas se cuela bien entrada la noche -no sabía quién, pero descartaba al portero a quien había interrogado exhaustivamente- y cualquiera de las vecinas le abre la puerta del edificio para que se acomode con la criatura en ese apartamento.

Hacía dos meses que soportaba las doce campanadas del calvario. Despertarse de un salto por los gritos destemplados lo dejaban en tal estado de desasosiego que después le resultaba imposible conciliar el sueño.

Hubo noches en las que tuvo la tentación de levantarse y echar un vistazo. Una vez lo hizo, hacía un par de semanas ya. Fue un fiasco. Desde que se levantó, vistió y acomodó un poco hasta que llegó arriba, pasaron diez minutos. El reloj hacía rato que había enmudecido junto al llanto del bebé. Cuando estuvo frente a la puerta de arriba, el silencio era absoluto. Golpeó, primero quedamente, luego con fuerza. No hubo respuesta. Quietud total. Permaneció ahí, en alerta, esperando sentir el llanto de improviso, como el salto de un animal salvaje. No pasó nada. Ni un movimiento. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Acercó la oreja a la madera. No percibió movimiento alguno. Aun así, se quedó parado, inmóvil, como el mástil de un barco anclado en el puerto. Después de media hora de haberse mimetizado con el silencio que lo rodeaba, con la nocturna claridad de la bombita de 25 vatios del pasillo, tomó conciencia que nada sucedería. Entonces, regresó a su apartamento. No pegó un ojo hasta bien entrada la mañana. A la noche siguiente, el llanto estridente volvió a sonar acompañando a las doce campanadas de medianoche.

Estaba seguro que nunca le daría el tiempo de vestirse, abrir la puerta, subir las escaleras y llegar hasta el apartamento, todo eso dentro del pequeño margen de tiempo. Se resistió cuanto pudo. Tenía la vaga ilusión de que la situación no volvería a repetirse y la realidad de cada noche daba por tierra a su esperanza.

No se animaba a esperar desde las once y media parado delante del apartamento vacío, para pescar in fraganti a los intrusos. Sus vecinas, demasiado viejas y curiosas para su gusto, pegadas a las rendijas de las puertas entreabiertas como abejas a la miel, para espiar vida y obra de los otros propietarios, empezarían a mirarlo de forma extraña. De alguna manera, ya había notado que desde aquellas preguntas sobre un bebé, lo escudriñaban en cuanto él pasaba.

No iba a arriesgarse a quedar como un tonto.

Pero un día se animó. Vistiendo pantalón, pantuflas y una camisa a cuadros, aguardó parado desde quince minutos antes, detrás de su puerta sin llave, a oscuras, tratando que la pesadez de sus párpados no lo tentara a mandar todo al diablo para ir a acostarse.

La primera campanada sonó como el ruido seco de una nuez al quebrarse y las paredes del comedor, al igual que una cueva profunda, repitieron en eco el sonido. Enseguida el llanto, terrible, desgarrador, de un niño pequeño.

Volviendo casi inconscientemente a su niñez para gritar un ¡pica detrás de la puerta!, fue subiendo las escaleras todo lo rápido que pudo, sin hacer el menor ruido. Segunda... Cuarta...

El llanto venía de ahí. Sexta campanada...

Tanteó el picaporte y empujó la puerta del apartamento supuestamente vacío. Cedió sin esfuerzo. Entró. Octava...

Le pareció que todo estaba a oscuras. Le costó adaptarse. Décima. Hasta que se acostumbró.

Entonces distinguió entre las tinieblas de las cuatro paredes, a las tres vecinas. En cuclillas, encorvadas, arrugadas, viejísimas, mientras una de ellas con la boca desdentada y abierta, al igual que un bebé al que se le acerca la papilla, fue silenciando ese llanto angustioso y terrible.

La puerta se cerró violentamente impidiéndole salir. Onceava. La mirada de los tres pares de ojos, febriles, hambrientos, lo paralizó y el rumor de unos cuerpos ligeros y de olor penetrante, lo fue cercando

Cuando sonó la duodécima campanada, por primera vez en dos largos meses, el silencio era absoluto.

 

 

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay 

 

(*) Publicado originalmente en el libro "El árbol que habla y otros cuentos", 2015

Imagen de portada: CONTRATAPA/Daniel Feldman


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2024-09-24T12:17:00