“El globo”, un cuento de la escritora Lilián Hirigoyen
Lilián Hirigoyen
Contenido de la edición 14.09.2025
Madre le abrió la puerta sonriente, como siempre, mostrando la hilera de sus dientes perfectos, inmaculados. Yo me contuve. ¿Por qué mostrar el metal de mis brackets, la asimetría de la forma de mis caninos aún incrustados en la encía y sin miras de salir?
Madre la hizo pasar ceremoniosamente, como corresponde hacer pasar a su futura nuera. Horacio entró detrás, orgulloso, tocando ligeramente la diminuta cintura de su prometida.
Eché un vistazo disimulado mientras me acomodaba los lentes. Tenía hambre y cuando tengo hambre no me gusta pensar. Menos, sacar conclusiones o estudiar los detalles de la que considero una invasora. La barriga me hacía ruido y no sabía cómo ocultarlo.
Horacito, con su clásico mal gusto, me palmeó el hombro e hizo un estúpido chiste en relación a mi apetito, seguido de una carcajada como si hubiera dicho la broma del siglo.
Madre también sonrió. ¿Qué otra cosa podía hacer Madre sino seguirle el juego a su adorado Horacito?
Me hice la desentendida. Tenía hambre y no podía desperdiciar mi energía en bromas intrascendentes que lo único que hacían era molestar mi sensibilidad.
Para cortar en seco cualquier otro comentario sobre mí, me colgué del brazo de Madre y le pregunté si podía sentarme a la mesa.
Horacito, con un afectado movimiento de enamorado, tomó a la intrusa de la mano para acompañarla hacia el comedor.
Yo me quedé parada sin atinar a nada más que a mirar de atrás las caderas redondas y bien formadas de la muchacha yendo hacia la silla. Las costuras del jean y de los bolsillos y el movimiento daban a su trasero el aspecto de una cara haciendo morisquetas. Me reí para mis adentros. No estaba dispuesta a mostrar mis brackets a una extraña sin que mediara una razón valedera.
Horacito, con su cara de luna llena y sus modales de bobalicón -mis doce observadores años recién cumplidos me han llevado a la conclusión de que enamorarse significa perder alguna neurona, aunque supongo que mi hermano perdió en este asunto una docena- le corrió la silla para que la intrusa acomodara plácidamente su cara con morisquetas.
Madre, entrañable hasta el hartazgo, abrazó a Horacito y le dijo algo al oído que escapó a mi entendimiento. No hay nada que deteste más que hablen a escondidas y que yo, como una reverenda tonta, me quede fuera de sus cuchicheos.
Mi panza seguía haciendo ruido como si una orquesta de jugos gástricos tocara el himno. Me apuré a tomar mi lugar.
Padre hoy no vendría, como siempre. Nada diferente a lo que sucedía casi todas las noches. Se había vuelto una costumbre. Después de medianoche, con la excusa del trabajo, Padre llega cansado de la oficina con el maletín a rastras y ese olor en la camisa a perfume barato que tanto se parece a la esencia que usa su secretaria. Madre se dio cuenta, estoy segura, pero se hace la que no sabe. Yo haría lo mismo. Vivimos cómodos, dinero no falta, mientras el sueldo de Padre dé para alimentar otra boca sin que se nos quite nada a nosotros, todo bien.
Horacito y la "nueva" son todo mimos. Te quiero ver en unos años, cuando mi hermano muestre la hilacha y la muchacha vea que no es oro todo lo que reluce. Claro, el nene tiene un buen pasar, una preciosa casa de dos plantas donde vive con su familia, un autito regalo de los "papis" cuando cumplió los dieciocho. También tiene los bolsillos llenos de plata y ¡quién sabe de cuántas cosas más! Por lo menos, preservativos lleva, eso seguro. Un día le revolví los bolsillos mientras él estaba en el baño. Tenía, entre otras cosas, un sobrecito. Al principio creí que era un nuevo tipo de chicle, pero cuando lo abrí me pareció un globo. Yo, inocente, creyendo que era un regalo para mí, empecé a inflarlo. Cuándo salió del baño se quedó mirándome fijo. El ruido de la cadena tapó el del sopapo que me propinó. Todavía me duele. Fue hace unos años, cuando yo no entendía mucho de nada, pero todavía me duele. Aún me suena en la cara al igual que un globo al pincharse, con ese sonido seco y explosivo.
Madre los mira arrobada, ¡Horacito con novia!, estará pensando. Ya era hora, con veintidós añitos, ¿qué esperaba?, pienso yo. Siempre fue el mimoso de ella. Pendiente de él, de sus caprichos... y de su salud. Nunca voy a olvidar aquel día. Los mariscos. Su alergia. La ambulancia. El rostro rojo, hinchado, la dificultad para respirar. El aparato que le conectaron. Madre llorando desesperada y Padre gritando a los enfermeros. Y la prohibición de por vida de probar ese alimento, ni siquiera una ínfima cantidad. Nada.
Ayer vi en la tele una película que trataba ese tema y de un asesinato encubierto.
Horacito sigue bromeando y haciéndose el ingenioso a mi costa. Se ríe mientras mi mejilla arde. Desde aquel día del globo la siento latir y me parece sentir sus cinco dedos furiosos en mi cara. Madre se ríe con él y la intrusa no se queda atrás. Él es muy simpático cuando quiere.
Los ravioles están ricos. Casi tanto como los mariscos que almorcé hoy en la casa de Julia. Ella es mi mejor amiga. Volvemos juntas del colegio y a veces almuerzo en su casa. Su madre es muy linda y muy cariñosa. Cocina bien y siempre me agasaja con mi postre favorito, flan con dulce de leche.
Madre servirá al final panqueques de dulce de membrillo, los preferidos de Horacito. A mí no me gustan, me quedaré sin postre seguramente.
Hace frío. Nunca se prende la calefacción. A Horacito el calor lo pone nervioso y a Madre no le gusta verlo inquieto. Mientras subo a buscar mi saco los siento divertirse, reír, seguro que de mí. Su conversación me llega como un murmullo, como el mar cuando estoy en la playa y no hay olas, sólo ese sonido parejo, inamovible, inquietante que nunca deja descansar los oídos.
Sin que la madre de Julia lo advirtiera, me traje en una bolsita un poco de mariscos. Pienso dárselos a Ormuz, mi gatito siamés. Los gatos son los únicos animalitos que le gustan a Horacito. Por eso me compraron uno como mascota. Me guardo la bolsita en el bolsillo.
Cuando bajo, están todos comiendo. Ormuz anda en su rincón con el platito vacío. Los gatos me desagradan. Madre habla con la intrusa como si la conociera de toda la vida. Seguramente, subirá con ella en un rato para mostrarle su colección de estampillas. ¡Pobre muchacha! Si quiere quedar bien con la suegra tendrá que soportar estoicamente la explicación de cómo y cuándo consiguió cada una de las quinientas veinte de su colección.
Ormuz ronronea, seguramente se acercará a Horacito después de arañarme, para comer de su plato. Madre sube con la futura nuera. Mi hermano se acerca al gato para mimarlo. El plato tiene unos cuantos ravioles todavía, los dos compartirán la comida. La bolsita que traía en el bolsillo ya ha quedado vacía, el contenido lo mezclé con los ravioles de Horacito mientras ellos jugaban y mi hermano no miraba. No tiene sentido que deje los mariscos en el platillo de mi mascota si ambos comerán en el mismo plato.
Los dos devoran los ravioles que quedan. Parecen moscas revoloteando sobre un animal muerto. De repente, Ormuz se aleja a su rincón y se echa.
Horacito está rojo, inflado, los ojos desorbitados. Lo miro con atención. Parece que su rostro contuviera el aire sin largarlo, como si inflara un globo imaginario o, mejor aún, que el globo fuera él y su cara se fuese llenando de aire, redonda, enorme, y el aire se le estuviera metiendo en los ojos, en las mejillas, en la garganta, en la frente, en los vasos sanguíneos y la sangre se escapase a la piel dejándolo morado, cárdeno como el color del horizonte cuando hay tormenta.
Madre y Novia están arriba, hablando de las estampillas. Tienen para un buen rato. Horacito no habla, intenta. El aire se le atraganta como una piedra. Sólo pronuncia unos gorgoteos mientras el globo de su cara se infla. Se lleva las manos a la garganta con ademán desesperado. Unos quejidos le salen como únicos sonidos de su rostro morado. Él no tiene los cinco dedos marcados, yo sí. Todavía. No me gusta ese ronquido.
Entonces, me paro y voy al baño a tirar de la cadena.
LILIÁN HIRIGOYEN
Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,
expresidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay,
secretaria de Redacción de CONTRATAPA
(*) Publicado originalmente en "El árbol que habla y otros cuentos", Ediciones Dixi, 2015
Imagen de portada: adhocFOTOS/Pablo Vignali