Cervezas en viernes

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 08.05.2025

 

Extrañamente, en esta ciudad súper cálida, se vive un día gris, pegajoso y plano. La humedad cuelga en el ambiente. Emboba el entusiasmo. Cuartea el deseo de estar alegre. El hombre camina por la acera como en cámara lenta. Viste una franela negra y pantalones jeans. Se ve un tanto desanimado, posiblemente por el sopor del inicio de la tarde. Se detiene y mira a los edificios del conjunto residencial. La calle está sola. Es una vía poco transitada. Uno que otro vehículo circula sin prisa. Su ojeada  escruta los ventanales desde el piso tres al cinco. Lo mueve el anhelo de repetir. Ha leído a Milan Kundera. Sabe que no es posible.  Pero, desea poder ver la vida dentro de esos apartamentos desde la calle.  Insoportable levedad. Continúa su andar. Aligera su paso. Voltea su rostro una, dos veces, para mirar nuevamente. Y nada.

El autobús anaranjado, rayas negras horizontales y el rótulo de La Universidad del Zulia, se detiene en la parada. Uno de los tres estudiantes que bajan del transporte se encamina por la calle a la derecha. Lleva un morral pequeño en su espalda, una camisa a cuadros, un pantalón verde militar. Su cabello es largo, descuidado. Se aprecia su ánimo entusiasta, con manchitas  tenues de desencanto. Camina y se detiene al oír algún vehículo para hacerle la señal de solicitud de un aventón hasta los edificios hacia donde se dirige, a unos tres kilómetros de distancia. Sabe que  existen pocas posibilidades de un aventón. Es de noche y su desaliño no es un encanto, precisamente.  Y sigue caminando. Puede que pase un auto verde pequeño, otro azul mediano, una camioneta marrón, seis pares de faros similares, tres volteadas, tres señales de solicitud de cola. Nada.  Otros dos rayos de luz de la tarde se plasman sobre el pavimento. Un coche blanco, Chevrolet Malibú o Nova. La señal de costumbre.  Las luces se detienen. Dentro del vehículo blanco, su conductor estira el cuerpo hasta la puerta del acompañante, baja el vidrio, asoma la cabeza y exclama ¿A dónde va poeta?, suba que lo llevo. El cansancio de un día entero en la universidad vence al temor.

En el interior del auto Malibú o Nova se disfruta hospitalidad, es un modelo del año.  Desde el reproductor, suena una salsa de Las Estrellas de Fania. El conductor arriesgado, trajeado de oficina, dice su nombre y extiende una tarjeta de presentación. Es gerente de crédito de un banco importante de la ciudad. Mirada apacible, tras unos lentes de montura negra. Se inicia la conversación. Huele a solidaridad, aunque poco común, extraña en una ciudad violenta, habitada por gente  temerosa. Herida de miedo delincuencial. Con todo, la suspicacia acecha. Afuera, terrenos vacíos a ambos lados de la calle. Silencio oscuro. Un árbol seco caído a la orilla de la vía. Una casa solitaria. Una curva en el camino. De frente, las luces de los apartamentos que se agrandan. Casi llegamos. Poeta, ¿qué le parece si nos tomamos una cerveza en la licorería que está en el barrio al fondo de los edificios? Después lo llevo hasta su hogar. Yo también vivo en este urbanismo con mi esposa que es hermosa y se mantiene siempre sola y aburrida en nuestro apartamento.

El empleado bancario describe a su mujer. Destaca su sensualidad.  El recelo vuelve a asomar. Llegamos a la licorería. Nos sirven dos cervezas de lata por entre las rejas de protección del establecimiento. Acompañamos a varios bebedores. Cuatro autos estacionados. Uno tiene el maletero abierto; en su interior un equipo de sonido vocifera un reggaetón emparejado con algún vallenato o cumbia que suena desde el barrio.  Consumen la bebida en tres tragos. Se produce un intento de solicitar dos cervezas más Se repiensa. Surge otra propuesta del jefe de créditos bancarios Hagamos algo mejor, compremos una docena y nos vamos a casa, así conoces a mi mujer. Ella no consume licor, pero no le molesta que otros lo hagan. Practica yoga, no tenemos niños.

Es viernes, al estudiante del morral no le desagrada la invitación. No sucede con frecuencia, sus ingresos se reducen a una modesta beca estudiantil. Acepta con agrado simulado. Dentro de auto, el temor acelera las pulsaciones. La sospecha ojea nuevamente, pero  la condiciona en su pensamiento Lo acompañaré, pero si su mujer no abre la puerta del apartamento cuando lleguemos, no entro, salgo corriendo. Me marcho.

Enfilan hacia la vivienda del jefe de préstamos bancarios. Ya no suena la música en el reproductor. Miradas de reojo. Quizás mutua observancia. Tensión ambigua, puede que arbitraria, porque hasta ahora todo ha fluido amistosamente. Aparentemente, nada desencaja entre dos hombres que comparten tragos un viernes. Pero, la amenaza imprecisable es como un polvillo casi etéreo. Acecha. Ya voy, responde alguien desde el interior de la vivienda ante el sonido del timbre.

El muchacho de cabello descuidado colocado detrás de su acompañante frente a la puerta del apartamento, experimenta un desestiro. Un ablandamiento de tensión. Casi desiste de su imaginaria fuga  escaleras abajo, sin más, aunque no la desecha del todo. Ahora espera. Se abre la puerta, se asoma una mujer de piel limpia, rosada con lunares expresivos de la estética del goce, casi pelirroja, cabello ensortijado, como la describiría el gerente de créditos. Saluda imperturbable, besa a su esposo. Es estudiante universitario, acabo de conocerlo, lo encontré en la calle de la entrada a la urbanización. Estábamos en la licorería compartiendo unas cervezas. Parece rockero sesentoso, ¿cierto? Te lo presento.

Entramos al apartamento, queda inmovilizado en la puerta, un hola solitario, sin mano extendida. Sin beso en la mejilla, pero sin desaire, ni sorpresa. Simplemente un hola transparentemente. Desenfadado. Queda un pasillo lustroso, amarillento por las lámparas de tungsteno, una escalera desvestida de salvación.

Tres paredes blancas y una ocre arcilla, demarcan el espacio de unos cuarenta metros cuadrados donde se están ahora. Muebles y decorados minimalista. Un mesón de una especie de mármol negro sirve de límite entre la sala y cocina Allí se sientan los tres. El ambiente se asoma a un ventanal hacia la fachada del edificio. Pueden verse las copas de los árboles y la grama del jardín. El hombre del banco crediticio  destapa dos cervezas y las sirve en vasos. Brinda por el encuentro como si fuera habitual. Ella participa abstraídamente, sin molestia evidente, sin entusiasmo ni contrariedad impertinente. Intrincada atmósfera, indecodificable sensación, posiblemente cercana a la escena de un film de Quentin Tarantino. Tragos largos. Descanso de las latas de las bebidas sobre la mesa. Mirada amorosa, manos que se estiran sobre el mesón para cubrir cálidamente las manos de la mujer. Cruce de miradas de esposos que se aman. Amor, podrías preparar algo para cenar. Hay hambre, ¿cierto amigo? No respuesta. Sensación quebradiza. Latencia de un no me jodas loco de mierda. No sucede. Lluvia de acertijos, de suposiciones para el visitante.

La mujer se levanta se dirige a la nevera por los componentes de la comida. Anda como en el grado cero de los sentimientos, casi levita en traslúcido. No sombras de servilismo. La amabilidad un poco subrepticia. Pero la calidez de su presencia es suficiente. Ella prepara chuleta de ternera con arroz y ensalada. Sirve la comida junto a dos cervezas. En adelante, tragos, conversa entusiasta, que si arriesgué mi libertad tal día al hacer un préstamo por un dineral a un amigo sin mayor soporte de respaldo. O no, estudio de noche porque me parece más interesante. Varias rondas más de cervezas. Deambular de la mujer entre la cocina, la sala y el baño.  A veces suena un jazz, otras ocasiones se oye un rock o un bolero latinoamericano. No hay gatos, ni perros que merodeen debajo de la mesa en busca de afecto, solamente dos posibles actores y una espectadora despliegan una dinámica a veces solapadamente puntillosa. A veces absurda, pero con velo de hedonismo encubierto. Extraño. Se acaba la cerveza. Es temprano. Todo en calma.  El conductor del carro blanco, estruja una lata de bebida. La lanza a un cesto cercano. Sin violencia. Encesta muchacho, resolvamos esto. Saldré a buscar más bebida, así aprovechas para conversar con mi mujer, para que se conozcan mejor. Ya regreso. Toma las llaves del auto y sale a la calle.

La pelirroja queda sentada del otro lado de la mesa. Se levanta y entra a una de las habitaciones. Regresa y comienza a lavar los trastes de la cena en el fregadero. Lleva un vestido de seda floreado que cubre su cuerpo casi al ras de la piel. Está de espaldas. El espacio se llena de incertidumbre y deseo. Sin embargo, ahora que está solo con ella no existen posibles palabras de encanto para seducirla. Los pensamientos de la mujer son imprecisables. Se pierden en su mutismo y el ruido de los platos bajo el agua.

El estudiante de periodismo se debate entre el reverberar de sus hormonas masculinas de adolescente y el temor al regreso de un voyerista, un celopata empistolado. El sonido de  un disparo imaginario. De unos manchones de sangre. Un muñequito de tiza en el piso. Todo es posible. Todo es posible. Me marcho, señora. Ya es tarde. Ella voltea su rostro, lo mira como si le estuviera diciendo es noche de viernes.

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

acuantola@gmail.com

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García


 

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2025-05-08T11:25:00