Desafíos intelectuales del siglo XXI

Pablo Romero García

Voy a discurrir en función de mi tarea como educador y desde mi acercamiento a espacios públicos, desde estas instancias de debates que desde hace un tiempo venimos gestando con este grupo aquí presente -y con otros colegas-, y que es en donde nos definimos en esa tarea de posicionarnos como intelectuales.

Contenido de la edición 10.12.2020

(Imagen: Detalle de "La muerte de Sócrates", de Jacques-Louis David)

Inicialmente, todos reconocemos la figura del intelectual asociada a la del filósofo, en el nacimiento de la democracia en Grecia, que coincide, y no por casualidad, con el nacimiento de la filosofía.

Filosofía y democracia van de la mano, en un contexto que permite que una gestione la otra, que posibilita las condiciones de desarrollo de la otra. Ese vínculo no por casualidad es algo que se pone en riesgo cuando hay una desvalorización del procedimiento democrático, de la vida en democracia, momento, entonces, cuando el campo de las Humanidades y la Filosofía deben retomar con fuerza su papel clave, jugar un rol fundamental, como lo juega el campo educativo, que es por donde voy a comenzar mi abordaje.

Si el intelectual es definido como aquel capaz de reflexionar críticamente sobre los problemas de su tiempo y como el poseedor de un potencial de transformación de la sociedad en el marco histórico que le toca vivir, mi primer vínculo en cuanto a pensarme con esa capacidad de transformar en algo la realidad se ha dado en primera instancia desde la tarea de docente.

El hecho de la formación docente, de poder formarme en el IPA, de la necesidad de "bajar a tierra" problemáticas filosóficas y establecer un diálogo con circunstancias habituales e inmediatas de la vida de nuestros adolescentes, me llevó directamente a entrar en contacto con esa realidad de lo cotidiano. Y luego llegó el paso de acercarme a los medios de comunicación, para poder charlar desde allí con mayores ámbitos de la sociedad. Desde ese lugar docente, de comunicador de ideas y de generador de debates, comencé a definirme en una tarea más propia de un intelectual. Y el primer cuestionamiento importante que al respecto sentí es el que refiere al papel que cumplía en relación a la reproducción o no de la desigualdad social.

Trabajando sobre todo en liceos considerados de contexto crítico, me encontré con que tenemos un gran problema en cuanto a la construcción del capital cultural de nuestros adolescentes. Estamos muy comprometidos como sociedad en ese sentido. Por ejemplo, en números muy recientes que indican que solo cuatro de cada diez jóvenes en edad de haber terminado el bachillerato lo están completando, por lo cual -y hablando de la importancia de la Filosofía- la mayoría de nuestros jóvenes, de las nuevas generaciones, ni siquiera están accediendo a un primer curso de Filosofía en el campo de la educación media formal. O sea, tenemos un problema grave en la formación de ciudadanos críticos, que entiendo que es lo que la Filosofía particularmente aporta.

Y en tal sentido, vengo trabajando con algunos autores que señalan la necesidad de una educación pensada en el entorno de la formación del ciudadano reflexivo como tarea clave del intelectual, sobre todo en los espacios institucionales de educación.

Los docentes deben ubicarse como intelectuales formando ciudadanía crítica y los espacios escolares concebirse como ámbitos que permitan el mejor desarrollo de la tarea.

En este punto venimos fallando, al posicionarnos en una perspectiva que tiene que ver con una educación pensada en términos del mercado laboral, desde la idea de que no todos pueden ser intelectuales o alcanzar espacios universitarios, que era como antes se concebía a la educación secundaria, como una etapa formativa preuniversitaria. Justamente, la historia de la educación nos va mostrando que, por suerte, hemos tenido una inclusión educativa, aunque, a mi entender, no resuelta del mejor modo o todavía no resulta en términos cualitativos. Hemos tenido, al menos desde la década del 30 del siglo pasado, una masificación en el acceso a la educación que no hemos podido resolver adecuadamente.

Nuestras instituciones siguen estando concebidas de tal modo que terminan generando índices altos de repetición, de deserción, que terminan convirtiéndose en espacios expulsivos. Entonces, la idea de que la educación debe ser un espacio de movilidad social que contribuya a poder tener formas de equidad, y no a generar nuevos procesos de desigualdad social, resulta que en la realidad no funciona.

Nuestras instituciones están excluyendo más que incluyendo. Y los modos de supuestamente incluir pasan en muchas ocasiones por arrojar alumnos en el aula y que vean ahí los docentes cómo pueden revolverse, cumpliendo roles que no nos competen y que no se realizan del modo adecuado. Y estas situaciones son las que debemos afrontar en lo inmediato al pensarnos en la perspectiva del profesor como intelectual, como un profesional capaz de transformar la realidad inmediata.

Así es que me he vinculado con la obra de Giroux, que justamente plantea la idea de que debemos trabajar en el campo educativo pensándonos como trabajadores culturales, remarcando que esencialmente nuestra tarea tiene que ver con la formación de ciudadanía. Y justamente tenemos en estos momentos una discusión que se está dando en todas nuestras instituciones educativas que tiene que ver con una separación entre atender particularmente lo socio-emocional o trabajar específicamente con contenidos disciplinares. Y cada vez se dan más espacios educativos donde lo que prima es la atención de situaciones vinculados con niveles económicos bajos y un alto déficit cultural, sumado a problemáticas emocionales, afectivas, las cuales no son atendidas debidamente, trabajando en muchos casos sin equipos multidisciplinarios que puedan colaborar en paliar esta realidad que nos supera abiertamente. Esto conlleva a que espacios en donde más se debería atender y fortalecer la matriz cultural finalmente no cumplen con la tarea que más le corresponde.

Por lo tanto, aquellas instituciones que atienden sobre todo el trabajo respecto de los contenidos disciplinares avanzan mucho más en su formación cultural. Se generan así formas de la desigualdad social que el mismo sistema educativo está procesando, donde se coloca al docente en un rol cada vez más alejado de su tarea intelectual y de transmisión de valores culturales, convirtiéndolo en una especie de "contenedor" emocional del alumnado, tarea que sobre todo le corresponde a otros actores educativos y sociales, a aquellos que deben garantizar las mejores condiciones posibles para que cuando el alumno ingrese al aula pueda dedicarse a trabajar fuertemente respecto de los contenidos disciplinares.

En lugares donde el registro lingüístico de nuestros alumnos es bajísimo, donde tenemos problemas para que puedan hallar núcleos argumentativos elementales en un texto -y esto me ha pasado incluso a nivel universitario, en mi experiencia como profesor de Argumentación- urge la necesidad de que el intelectual se involucre decididamente en la transformación  de esa realidad emergente.

Necesitamos formar ciudadanos que puedan participar en la discusión pública. Y si nos seguimos alejando cada vez más del fortalecimiento de la construcción cultural, en donde la educación juega un rol central, nuestros niveles de debates serán cada vez más bajos, con lo cual nuestro nivel de maduración y calidad democrática irá disminuyendo.

En esa necesidad de inclusión crítica, de tener debates de calidad, de poder tener nuevas generaciones que piensen los problemas de su época, la Filosofía juega un papel central. En una conferencia dictada recientemente por Fernando Savater, titulada "¿Para qué aún la Filosofía?", señala que "El momento trágico de la Filosofía es cuando el filósofo encuentra a alguien que no quiere discutir". Esa cuestión es parte de los riesgos que estamos corriendo.

Cuando pensaba en la temática que hoy nos reúne, cuando reflexionaba sobre cuál es el rol del intelectual en el siglo XXI, lo hacía en que los problemas son los mismos que se ubicaban en el nacimiento de la democracia ateniense, con el matiz de que nosotros cada vez nos vamos acercando a una democracia que se organiza en relación a lo digital, en espacios de redes sociales, en espacios virtuales. Este es un fenómeno nuevo, que define nuestra época.

Todos hemos visto recientemente lo que sucedió en las elecciones en Brasil [elecciones de 2018], el peso que tuvieron las redes sociales, sustituyendo antiguos espacios del debate cara a cara. Tenemos, entonces, nuevos espacios de democracia participativa, pero también tenemos ciertos riesgos que se están corriendo, y ahí la tarea del intelectual, la tarea del educador, el papel de la  Filosofía y de las Humanidades resulta vital para procesar debates de calidad argumentativa que redunden en un aporte cualitativo a nuestras democracias.

Parte del rol del intelectual es trabajar desde el espacio educativo para poder surtir a la sociedad de individuos pensantes, con capacidad de  discutir con sutileza, con una buena base argumentativa, y para esto hay que trabajar fuertemente con el ámbito digital, ese ágora del siglo XXI, donde se están dando algunas situaciones no muy saludables para la democracia. Por ejemplo, me pregunto si las redes sociales -que utilizo mucho, por cierto, y que bien utilizadas son una herramienta fantástica- están habilitando o no un sano ejercicio de democracia directa.

Poco antes de morir, en una de sus últimas entrevistas, Umberto Eco definió a la redes sociales como "un espacio para tontos", señalando que habían permitido "la invasión de los necios" y agregando que "si la televisión había promovido al tonto del pueblo ante el cual el espectador se sentía superior, el drama de internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad". Creo que todos tenemos experiencias en nuestros muros de las redes sociales en donde nos encontramos con este "portador de la verdad", que ni siquiera es, como decía Savater, aquel que no quiere discutir, si no que "discute" desde un lugar cuasi evangelizador, en donde hay un simulacro de discusión, porque ciertamente no hay intención de debatir, sino de llevar su "verdad" a otros.

El politólogo británico Bernard Crick publicó en el año 1962 "En defensa de la política", donde argumentaba que "el arte del debate político lejos de ser mezquino deja que personas de distintas creencias convivan en una sociedad pacífica y en progreso", añadiendo que "no obstante, sin información decente, civilidad y conciliación, las sociedades resuelven sus diferencias recurriendo a la coerción". Nosotros, en nuestra tarea intelectual, desde diferentes espacios, deberíamos promover el adecuado arte del debate político. En tal sentido, y relacionado con lo que veníamos hablando, una de las primeras preguntas que debemos hacernos es respecto de quiénes y cómo manejan las redes sociales. Por ejemplo, sabemos que cuando utilizamos Facebook se recolectan todos los datos que nosotros colocamos ahí y que hay algoritmos que en buena parte desconocemos cómo es que funcionan, pero que captan nuestra mirada, que revisan nuestros "me gusta", la cantidad de clics que hacemos por acá o por allá, a quiénes les compartimos, etc.

Todos tenemos la experiencia de publicidades que se nos aparecen en nuestros dispositivos y que están relacionadas con búsquedas que hemos realizado en los navegadores, que nos dejan en claro que hay un manejo de los datos, en donde el conocimiento de ese manejo no es simplemente un tema económico, sino que hay cuestiones más complicadas: cuando le damos "me gusta" a una publicación política y cuando compartimos determinada opinión o acercamiento a un partido político, lo que nos va a devolver Facebook es que cuando ingresemos a su red nos va a mostrar publicaciones pagas y  personas con las cuales tenemos mayor afinidad e interacción a partir de ese algoritmo que evalúa nuestras "opiniones" y "preferencias".  O sea, comienza a darse una práctica de pensamiento sesgado inducido por las redes sociales.  

Si nos está costando debatir, pensemos qué pasa cuando además nos ubicamos en la comodidad de siempre visualizar aquello que, de algún modo, se acerca a nuestro "bando", a la par que fortalece la perspectiva del "enemigo", del "otro". Uno termina alimentando únicamente la empatía con quienes están adentro del filtro burbuja en el cual las redes sociales nos están arrojando. Y muchas veces alimenta incluso teorías de conspiración y el provincianismo.

Este es uno de los grandes desafíos que tenemos en el comienzo del siglo XXI, el afrontar estos fenómenos de aislamiento grupal que tenemos en la utilización de Internet, el problema del filtro burbuja en donde los individuos básicamente reciben el tipo de información que uno mismo ha seleccionado previamente. 

En un artículo publicado en El País de España titulado "Por qué las redes sociales podrían estar dañando la democracia", se señala que "Facebook no revela sus algoritmos. Sin embargo, los estudios que ha llevado a cabo Michael Kosinski, psicólogo y experto en datos que trabaja en la Universidad de Stanford, han demostrado que el análisis automatizado de los "me gusta" que las personas emiten en Facebook era capaz de determinar la información demográfica y las creencias políticas básicas de esas personas. Dicha segmentación puede ser también, en apariencia, extremadamente precisa. Hay indicios, por ejemplo, de que los anuncios contra Hillary Clinton emitidos desde Rusia consiguieron llegar específicamente a votantes individualizados de Míchigan."

Como ustedes saben, hay toda una discusión sobre la injerencia de Rusia en las elecciones de Estados Unidos. O sea que acá ya no hay un problema de publicidad de colchones que se nos pueda aparecer mágicamente en la red, sino que tenemos un problema que atenta directamente a la calidad democrática.

Esta cuestión de tener, de algún modo, intermediarios de los intereses generales, que son intermediarios básicamente con intereses económicos (Facebook, al igual que otras redes sociales, se sustenta por venta de publicidad), cuya tendencia es la de entregar compulsivamente  material que tiende a reforzar los sesgos de las personas, es un riesgo importante a nivel democrático.

Por ejemplo, comenzaron a generarse las llamadas noticias falsas o "fake news" -que recientemente en nuestro país comenzamos a discutir y que ya son parte de las instancias electorales-, que apuntan a fortalecer la mentira en desmedro de un sector o candidato político para poder sacar tajada de esa situación. Lo cierto es que muchos están dispuestos a recibir  una información que fortalece nuestro sesgo ideológico sin siquiera chequearla. Este es otro riesgo del uso indebido de las redes.

Quizás en otras generaciones tendíamos a acercarnos a determinados periódicos o publicaciones que por su característica y trayectoria nos daba una cierta confiabilidad, algo que hoy en día no suele darse habitualmente: la mayor cantidad de información que recibimos nos llega por publicaciones en redes sociales o directamente por redes de mensajería como WhatsApp y no suele chequearse. Este es un problema que también lo vivo a nivel educativo, en mis clases, donde los estudiantes en muchas ocasiones ni siquiera filtran mínimamente la información que les llega.

Entonces, aunque estamos muy sobre el punto creo que esta era, que estos años, podría denominarse como "la era del filtro de la información". Insisto, este es uno de nuestros principales desafíos que tenemos en el arranque del siglo como intelectuales, como docentes, como comunicadores, como padres: el ver cómo nos movemos respecto de ese filtro de la información, en el marco de una sociedad del conocimiento donde quien posee, maneja y filtra el conocimiento es quien posee el poder.

El ya citado artículo de El País de España remata señalando que "todo esto se combina para significar que el mundo de las redes sociales tiende a crear grupos pequeños y profundamente polarizados que tenderán a creer todo lo que oigan, por muy alejado que esté de la realidad. El filtro burbuja sin duda nos hará vulnerables a las falsas noticias polarizadas y nos aislará más."

Ciertamente, por el modo en que se reúnen nuestros datos, estamos cada vez más expuestos a la manipulación y la desinformación. Y estamos viendo cómo inciden en los procesos electorales las noticias falsas. Las futuras contiendas electorales van a ser definidas en buena medida por estrategias de empresas de comunicación que probablemente manejen de forma inescrupulosa la información a circular. Ahí es donde nosotros tenemos que posicionarnos fuertemente.

En Brasil, fue clave la utilización de WhatsApp en la campaña de Bolsonaro. La inversión realizada por quien finalmente resultó electo como presidente pasó en buena medida por la emisión de mensajes personalizados en las redes sociales, muchos de ellos fuertemente cuestionados en la veracidad de la información que transmitían.

Por supuesto, las redes son simplemente un medio desde el cual podemos potenciar la estupidez y la manipulación tanto como el debate vital. Sabemos que muchos de los movimientos sociales y políticos que están generando cambios democráticos positivos a lo largo y ancho del mundo parten de la utilización de redes sociales y que son espacios que nos permiten encontrarnos con el otro y discutir. El asunto es que si ese encontrarnos con el otro está cargado de prácticas argumentativas de falsas oposiciones, de argumentos ad hominem, de un mundo que se polariza desde el negro o blanco, sin manejo alguno de matices, en donde el otro es el enemigo, en una lógica del bueno y el malo, termina atentando contra nuestra calidad democrática.

Para ir cerrando, creo que la tarea del intelectual en el siglo XXI pasa en buena medida por discriminar y enriquecer el debate inteligente en nuestra sociedad, construir una democracia fundada en el debate y la ética argumentativa. Un desafío de siempre, con las particulares características de una época de comunicación masiva, global, digital, donde hemos caído fácilmente en prácticas donde la adjetivación aparece como sustituto del argumento. En revertir este panorama nos jugamos buena parte de nuestro futuro.

Vale decir que quien se propone desde un lugar en el cual su tarea tiene que ver con la discusión de ideas, asume una forma de riesgo y de valentía que muchas veces pasa por no caer en la comodidad de la corrección política ni en la comodidad del acercamiento a espacios de poder que de alguna manera puedan corregir su decir. No pienso en algo trágico como lo que le sucedió a Sócrates, sino, por ejemplo, en la reciente renuncia en el campo educativo del director de INEED, el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, por el señalamiento de problemáticas que tienen que ver con la realidad educativa de nuestro país que derivaron en presiones políticas ejercidas sobre su persona. Ciertamente, una de las tareas fundamentales del intelectual es mantenerse siempre en un lugar de independencia, de autonomía, respecto de las necesidades políticas del partido que ejerce el gobierno.

El intelectual tiene un rol de resistencia y es muy difícil pensarlo en tareas políticas que requieran figuras como las de la "disciplina partidaria". Es muy difícil pensar en alguien que quiere debatir desde una perspectiva de búsqueda del bien común y deba modificar su posicionamiento sobre lo justo por mandato de un sector o compromiso político partidario. La buena vida en común, el mejorar como sociedad, es un horizonte difícil de alcanzar, pero es la tarea, el desafío, que tiene por delante el intelectual, un rol que siempre es de exposición y que fundamentalmente es ético.

* Conferencia dictada en noviembre de 2018 en la Biblioteca Nacional de Montevideo, en el marco del Día Mundial de la Filosofía. Exclusivo para CONTRATAPA.

PABLO ROMERO GARCÍA

Profesor de Filosofía. Comunicador.

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2020-12-10T00:00:00