El actor de los helados
Alejandro Vásquez Escalona
Contenido de la edición 06.07.2025
Cae un sol entusiasta sobre la ciudad. Los autos hacen una especie de ocho coloridos sobre la superficie de asfalto del distribuidor vial frente a la Universidad. Estuvo en clases de periodismo al inicio del día. No es tan alto, se ve tranquilo. Su cabello negro desordenado, es indicio de informalidad. De su cuello cuelga una medalla de plata con el almanaque Azteca. Viste camisa de blue jean mangas largas. Lleva un libro y un cuaderno en su mano. Espera el transporte público. Hay unos cinco personas más que aguardan, parecen estudiantes también. Algunos conversan entre ellos. Es media mañana.
Un autobús se detiene frente al grupo que espera. Es blanco con una raya verde alrededor. Por la salida trasera bajan varios jóvenes. El ayudante del chofer desciende ágilmente por la puerta delantera y presiona con un dale, dale, para que quienes esperan puedan subir. El conductor es un hombre grueso, de aspecto tosco. La barba de varios días sin afeitar agrega semblante a su deslucimiento. Viaja como abstraído, atiende solamente la vía por donde se desplaza y la música punzante y perturbadora que sale del equipo de sonido. El bus adentro está casi vacío. En uno de los últimos asientos, viaja sola una joven con un vestido hindú. El muchacho de la camisa azul jean camina hacia el fondo del vehículo agarrado de los pasamanos adheridos al techo. Ve a la muchacha encantado. El anaranjado del traje Krishna, pareciera acentuar el bronceado natural de la mujer y la negrura encrespada del cabello extendido al frente sobre los hombros. Él se acomoda en el asiento del lado contrario del pasillo para disimular la seducción por la chica. Huele a sándalo.
El transporte comienza a llenarse de pasajeros. Inicia su marcha abrupta. La mira discretamente. No sabe cómo iniciar una conversación. Duda. Espera. Desenfunda la palabra con coraje. Hola. ¿Dónde tienen su sede ustedes los Hare Krishna? De un bolso plano de fique pequeño que lleva al costado, la Krishna, extrae un folleto, se lo extiende, contesta el saludo y le explica la ubicación del templo. Se inicia una conversación animada. Puede que ella desee seducirlo para el culto hindú. Él se muestra encantado. El viaje continúa. Pasan frente a una receptoría de helados Tío Rico. Dentro del depósito de helados destaca un patio techado donde estacionan cuatro carritos de helados con campanitas en los posa manos. Destacan unas barquillas de cremas coloreadas chorreantes de frío pintadas a los costados. En la tarde/noche llegan a unos cincuenta carritos similares.
En una oficina frente a la entrada se encuentra un italiano de sesenta y varios años. Piel rosada, cabello escaso marrón, estridente y entusiasta, es el dueño de la heladería. Conversa con un hombre de unos treinta y pocos años, franela y pantalones gruesos de jean casi adheridos a su cuerpo. Es fuerte, no tan bajito, emana una sensación de confianza. Su conversación es amplia. Explica que es emigrante, recién llegado a estas tierras, actor de teatro, desplazado por la violencia de un poblado en un país cercano. Que está dispuesto a realizar cualquier faena.
El autobús se detiene, el hombre que conversaba con la muchacha baja a la calle. Está decidido a visitar un domingo a los Krishna, para volver a verla. Para que vuelva a encandilarlo el destello anaranjado de su vestido y la conversación cálida. Llega a la casa de un amigo, le cuenta lo sucedido en el viaje desde la Universidad. A ambos les entusiasma ir donde los religiosos hinduistas.
Es mayo. Al borde de alguna carretera venezolana, árboles cubiertos de flores amarillas emiten un resplandor de primavera. En el remolino de verdores selváticos, seguramente las flores de orquídea revientan en las cortezas arbóreas como suspiros morados. En un barrio de la ciudad las calles arenosas, desvestidas de asfalto, delinean las viviendas de chapas de metal. Es posible que un perro entecado, desde la puerta de alguna casa, muestre sus costillares al ladrarle al tilintilin de la campanilla del heladero. El animal no reconoce a quién la hace sonar. No sabe que es el extranjero que actúa. No olfatea que, en el pequeño vehículo entre el humo del hielo seco, puede convivir la algarabía de los niños con la sudorosa y áspera existencia de su conductor. En algunas ocasiones, pueden cohabitar conspiraciones. Proyectos de estafas. Desvencijamiento cruel de lealtades. Desflecamiento de la mano que te da de comer. Venta de helado calculados. Helado cálculo.
La noche comienza su esplendor. Las bombillas públicas inician su floreado lumínico sobre la ciudad. Se siente la agonía de la jornada laboral. Es sábado. Inicia camino el entretenimiento. En un teatro, varios actores se mueven con sus personajes a cuesta. Sombrean su verdadera personalidad para que emerjan con mayor expresividad. Para que asuma aliento largo el relato del dramaturgo, que casi llega al clímax. La sala está llena. Muchos silencios respetuosos cohabitan con tenues respiraciones y con los diálogos de los actuantes. La voz de una actriz se eleva. Ella cae al piso del escenario, varios personajes retroceden con los brazos levantados. Un estruendo de aplausos, unas luces que se encienden. Un público que se levanta. Grita ¡bravo! ¡bravo! ¿En qué autobús viajará ahora la muchacha vestida de anaranjado? ¿Si es que viaja? ¿Cómo sonará su conversa vegetariana? ¿Vestirá de naranja o amarillo? ¿Recordará al muchacho con camisa azul?
Después vendría un brindis en la antesala del teatro. Cada uno con su vaso de licor. Con sus visiones de la obra. Varios sueltan comentarios impunes sobre dramaturgia. El inmigrante se encuentra entre los asistente que ahora celebran. Se acerca al grupo donde está el estudiante de periodismo e inicia su presentación: Extiende su mano. Dice su nombre, sostiene que es actor. Emite criterios acertados sobre las actuaciones y la puesta en escena. La conversación se prolongaría hasta un bar cercano donde coincidirían con algunos actores más y parte de los espectadores. En otras ocasiones, sucederían varios encuentros similares: teatro, salas de cine, viernes de tragos. El extranjero comenta que lleva varios meses en la ciudad. Que sus inicios fueron rudos. Vendió helados en la calle. No habla de futuros apuñalamientos a buenas voluntades. De escupitajo al rostro del cobijo solidario. Me gané la voluntad del dueño de la receptoría de helados, un italiano buena gente. Le agradó mi dinamismo. Ahora administro el negocio. Entrego los carritos en la mañana a los vendedores y los guardo en la tarde con el dinero del día.
Es domingo en la mañana. Suelta en el ambiente habita una sensación de sosiego. De caminar la ciudad sin apresuramientos. Pocos autos en la vía. La casa de los Hare Krishna es amplia. La cerca de la calle es de tela metálica. Tiene un jardín frontal con diversidad de plantas florales. El estudiante de periodismo y su amigo, traspasan el portón de la vivienda. Recorren un pasillo techado donde está una mesa larga. Dejan sus zapatos afuera y entran a un saloncito donde casi se inicia el ritual. Hay silencio oloroso a incienso. Un devoto vestido de túnica blanca les recibe. Se sientan en postura loto de yoga, un poco por imitación del grupo que son unos doce hombres. Eso sorprende desagradablemente. Después se enterarían que existe segregación sexual. Las mujeres habitan otro espacio como manera de evitar distracciones en el proceso de adoración a Krishna. Un monje preside la ceremonia. Explica el Bhagavad-guita, algo así como su Biblia, si lo traducimos al cristiano. Se canta varias veces su mantra: Hare Krishna Hare Krishna Krishna Krishna Hare Hare Hare Rama Hare Rama Rama Rama Hare Hare. Tras eso, casi todos acaban eufóricos en la última media hora, en la que cantan y bailan el mantra sin cesar, de pie, frente al altar.
Después del ritual religioso salen al pasillo techado. El mesón ahora está repleto con diversidad de platos vegetarianos. Desparrame de colores. De sabores. Los olores de la comida no se sienten mucho. Se come entre el blanco de las paredes y el techo. Bajo una bruma budista intangible. La chica del autobús no se dejó ver. No hubo resplandores de nada. La comida alivió su ausencia. Otro día intentará verla en la antesala de la ceremonia hinduista. No renunciará a la ilusión.
Desde la ventanilla del autobús, fotografía la ciudad mentalmente. Aún lleva la medalla de plata del calendario Azteca. Es sábado en la mañana. Hace el recorrido desde la Universidad. Va a su hogar. Viene impregnado de discursos comunicacionales. De especulaciones semióticas. De talleres de escritura domesticados por la convencionalidad. De periodistas que no escriben. No journalistean. Pasa frente al depósito de helado que ustedes conocen. Ve dos patrullas blanco y negro. Puertas abiertas. Faros encendidos. Sirenas que ululan. Policías con libreta en mano que entran y salen del establecimiento. Adentro el italiano entusiasta, declara que le dio trabajo a un emigrante de un país vecino. Que le agradó su buena voluntad y después de varios meses lo colocó como administrador. Que hoy no llegó a entregar los carritos de helados a los vendedores. El dinero del mes desapareció. Una caja fuerte bosteza vacía desde una de las paredes de la oficina. El equipo de futbol del Milán posa con balón y todo desde un afiche.
Es noviembre. Varias hojas. La imagen de las patrullas en la heladería casi se ha difuminado en un fuera de foco. Los pespunteos de cómo sucedería el embobamiento del italiano de cabello marrón escaso, son hastío de la memoria. Una hilera de zapatos diversos antecede la entrada. Se supone que ningún Karma callejero tiene derecho de admisión. No es tiempo aún para que el mesón del pasillo reverbere de guisos, manjares, comida con la iluminación del Krishna. En el jardín, un colibrí adelanta su almuerzo, aguijonea una flor amarilla y cresposa.
En el saloncito de veneración mística, alguien hace la presentación del monje Krishna que presidirá la ceremonia de este domingo. Comenta que viene de un retiro en la India donde ha permanecido cinco meses. Estuvo en el templo Thiruvambadi Sri Krishna en el festival de Navaratri que es uno de los más importantes que se celebran en este santuario. El presentador baja del escenario. Se sienta con los otros participantes. Las cortinas del pequeño escenario se abren. El oficiante invitado camina desde el fondo en contraluz. Aparece vestido de blanco. Desde lo alto como iluminado, ve a los ojos a casi todos los asistentes, sin hacer pausa en ninguno. El muchacho del calendario Azteca al cuello está en primera fila entre unos quince hombres sentados. Al ver al oficiante de sermón, siente como si flotase sobre un vapor frío. Ahora solamente percibe de manera neblinosa el final de una obra de teatro. Brindis entusiastas. Conversación de inmigrante. Heladería estafada. El monje budista inicia el ritual. Se muestra inconmovible. Mirada ausente como los actores de teatro. Es fuerte, no tan bajito, emana una sensación de confianza. Su conversación es amplia. Se ve como desdoblado. Quizás también vive una especie de trance para dar vida al personaje que debe encarnar en ese momento.
ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA
(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la
Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).
Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)