El mar, siempre el mar

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 05.03.2024

 

Ella camina sobre el cauce de un riachuelo de unos cuatro metros de ancho que serpentea el vientre de una sabana extendida.

Es pelirroja, cabello ondulado, humedecido por una lluvia cálida y delgadita. Tiene unos dieciséis años. Va desnuda. Chapotea el agua transparente sobre fondo pétreo grisáceo. Es delgada, se desplaza empinada, pero serena, como atrapando el aliento de la mañana con su boca. En ocasiones, dobla su cuerpo rítmicamente y rastrea con las manos el líquido traslúcido que anega su sendero. A lo lejos, en la raya del horizonte, los verdores de una selva extrema simulan aletear bajo un cielo blanco hueso. La luz de una que otra estrella, aún guinda del firmamento. El amarillo del sol comienza a hilar entre una especie de bruma neblinosa sobre los pastizales. Algún sonido de pájaro, de grillo o de chicharra suena desde lugares imprecisables. Todo bien.

La chica del cabello ensortijado bosteza largamente. Un extraño hastío pareciera intentar perturbar su paseo acuoso. Siente que algo en su interior se desarraiga y salta al vacío. Levanta su mano para represar su boca, pero no impide que sus dientes caigan en cadena sobre el río. Los ve sobre el cauce. Desesperada se coloca en cuclillas. Con ambas manos, recoge algunas piezas dentales entre un puñado de agua. Intenta ensamblarlos en sus encías. Vuelven a caérseles. Siente una angustia húmeda.  Casi todo bien.

Un pataplam metálico casi despierta a la muchacha que aún duerme plácidamente en la habitación de una casa azul hollinado cercana a la calle. Afuera, un muchacho se desplaza en una motocicleta Yamaha enduro 125 cc amarilla. Ayer llovió. La ciudad carece de desagües. La arena acumulada recubre el asfalto. Una camioneta Ford Bronco verdinegra adelanta con pique de cauchos y todo. Deja un manchón terroso sobre la vía. Un auto de transporte público adelanta también, entre el arenal suspendido, frena abruptamente delante del motorizado. La motocicleta se estrella. La rueda delantera sube a la parte trasera del vehículo. El muchacho que cabalga la motocicleta siente el impacto mayor en su boca. Tiene sangre en los labios. Se dobla hacia la derecha y cae sobre el pavimento aún sobre su caballo metálico. Sabe que no le sucedió nada grave. Que pudieran cobrarle los daños ocasionados al auto, pues colisionó por detrás. Se queda tirado sobre el pavimento con los ojos cerrados, hasta que siente chirriar de neumáticos y polvareda sobre su cuerpo.  Casi todo más o menos. Más o menos

El chico de la motocicleta amarilla ahora tiene sesenta y pocos años. Está sentado en el cobertizo de la parte trasera de una casa. Semiacostado sobre una silla playera observa el canal de navegación por donde acceden las embarcaciones acuáticas al mar cercano. Acaricia con la punta de la lengua su dentadura frontal superior. Se detiene en un incisivo. Imagina a Pedro Emilio Coll, el escritor venezolano, zurciendo su relato El Diente roto. Disfruta de unas vacaciones navideñas con las comodidades de una casa en préstamo, cercana a la playa. Hace de turista. Intenta olvidar hasta donde sea posible la vida verdadera: habita en un país arruinado por una hiperinflación. Es paisaje común ver personas, familias, escarbando en los desechos. Comiendo basura. Viene de una ciudad donde su salario palidece ante las demandas alimentarias del mes. Con todo, el agujero negro de su dentadura frontal ahora lo cubre una prótesis impecable. Un yate blanco se espejea en manchones de colores movedizos sobre el agua. Del otro lado, las sombras de la tarde trazan un caleidoscopio de siluetas. Se oyen las carcajadas de unos vecinos que juegan al dominó. Un halcón persigue a unas guacamayas amarillo verdosas que vuelan sobre las viviendas.

El viejo desde su asiento aspira el olor a salitre. A plumaje de bandadas de golondrinas que tal vez hagan verano. A viento vagabundo que cabalgó sobre el mar. Quizás piense cuando cabalgaba sobre su caballo de hierro amarillo de 125 cc. Su barba es blanca como el reverbero de las olas en el océano donde nada todas las mañanas. Piensa en el momento cuando le insertaron la prótesis de su diente frontal. Hicieron un molde con una materia chiclosa. Tardaron unos quince días para que el mecánico dental lo fabricara y la doctora Patricia, en una clínica de Maracaibo, se lo implantara.  En esa ocasión explicó a la odontóloga que intentaba abrir una bolsa plástica de pan con los dientes. Que un fragmento de hueso saltó desde su boca y le quedó en la mano. Lo miró, era el diente frontal, casi opaco. Que sintió un vacío de vida. Una angustia húmeda. Ahora siente su incisivo suavecito, menos filoso que los otros, pero está contento. Mira el agua marina del canal de navegación. Boceta una sonrisa. Se queda dormido. Sueña con una muchacha vestida de blanco casi traslúcido que se mueve similar a un flashazo. Su cabello deja una estela rojiza entre los automóviles en una inmensa ciudad.

Él habitaba en la calle el Desvío del barrio La Bandera en Caracas. Era estudiante de la Escuela Técnica de Coche. Sucedían las inmensas manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Olor a Mayo Francés. Rumbas con Rolling Stone. Rabia alegre de juventudes en movilizaciones callejeras por una vida donde florecieran utopías. O sonrisas Pepsodent. ¿Se acuerdan? Ese día no asistió a clases. Fue a consulta dental. Amaneció con un abceso en la encía superior. No se acordó del frenazo. De la moto. Del tierrero. No había sucedido. Menos de la chica que dormía en la habitación de una casa azul hollinado. Nunca la conoció. El recuerdo es un film en cámara lenta. Es volver a pasar lo vivido por el corazón.

Haré un tratamiento de conducto al diente frontal afectado, dijo la doctora después de evaluar la molestia. Si no cede la infección habrá que intervenir quirúrgicamente, pero hay que salvar el diente, expresó convencida. Y taladró. Sopló. Cubrió provisionalmente. Taladró. Sopló. Taponeó circunstancialmente. Taladró. Sopló. Obstruyó tentativamente. Taladró. Sopló durante varias semanas. Y aunque un poco opaco, el diente sanó.

El hombre de sesenta y pocos años, cuando visitó a Patricia en una clínica de Maracaibo y ella le implantó esa pieza dental blanquita, más blanca que sus vecinos, no contó nada de esto. No quiso alargar la consulta. Seguramente, no le creería que la dentista caraqueña de los años setenta, quien hizo el tratamiento de conducto al incisivo partido, también se llamaba Patricia. Que era bajita, nariz aguileña, seca, italiana e imperturbable, no rellena, alta y una calidez de humor tamizado. Que estaba muerta. Que no cobraba su trabajo por adelantado en dólares. No le creería. No le creería.

En la mañana corrió pausado por la avenida que llega al mar. El smog se licuaba con el ruido de los automóviles. Una señora de unos setenta años se cruzó en sentido contrario. Ya la había visto caminar en varias ocasiones. Le hizo una referencia budista. Ella encantada.

Aún no salía el sol. Una hilera de árboles bajitos cubiertos de polvillo y cenizas callejeras a lo largo de la vía, evidencian la resistencia de la naturaleza a las vicisitudes: casi todos tienen flores anaranjadas como para animar a los deportistas mañaneros. Después que corrió unos cinco kilómetros, llegó al mar azulverdoso. Su inmensidad inconclusa le recordó el sentimiento de profunda tristeza y, al mismo tiempo, el sosiego con dulzura que evoca uno de los personajes de Murakami en El Pájaro Que da Cuerda al mundo. Continuó su trote suave con natación estilo pecho. Siguió la escollera de piedra que funciona como rompeolas. En armonía, braceó, pateó. Levantaba el rostro, tomaba aire. Aceleraba. Sentía la respiración bajo el agua, el plas, plas, plas de su corazón. Acariciaba su diente nuevo con la lengua. Nadar es sentir una especie de vuelo acuático en el líquido osmótico materno. El alma cierra las gavetas donde se agazapan los pedazos oscuros de la vida. Así es. Cuando llegaba al final del rompeolas, levantó el rostro para tomar aire, sintió que algo desaparecía de su boca. Lo invadió una angustia húmeda. Tanteó con su lengua la parte frontal de su cavidad bucal. Sintió el agujero en la encía superior. Otra vez el vacío de vida, la angustia húmeda, La sensación de ausencia suspendida, ¿se acuerdan?

Cuando termine el día, quizás, una mujer pelirroja baje del autobús de regreso a su casa y los lenguazos de sol a ras del pavimento destaquen las marcas de pintura amarilla sobre el asfalto de la vía dejadas por la carrocería de una motocicleta 125 cc. Y todo bien.

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

acuantola@gmail.com

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García

 

El relato integra la obra inédita Postales del hastío


Archivo
2024-03-05T20:09:00