El pelo como reflejo del ser interior
Alfonsina Bessonart
Contenido de la edición 14.09.2025
En marzo se presentó el libro "Historias descabelladas", un trabajo compuesto por cuarenta relatos, donde "mujeres pertenecientes a diferentes generaciones nos traen recuerdos, nos asombran, nos emocionan", al decir de la compiladora Cristina Lampariello.
En CONTRATAPA venimos presentando regularmente todos los textos. A continuación, el texto de Alfonsina Bessonart (y la foto que lo acompaña).
El pelo como reflejo del ser interior
Alfonsina (1966)
¡Qué contar de mi pelo! Primero voy a contar algunas anécdotas, principalmente referidas a mi mamá, que era peluquera de personas adultas. Era peluquera de las de antes, peluquera de pasión.
De niña supe de tintas, secadores, ruleros y pelucas, porque mi madre atendía a sus clientas en casa. No había horario fijo; algunas veces ella se levantaba a las 6 de la mañana y no paraba hasta la noche, si la ocasión lo justificaba. Su clientela era fiel y mi madre era una experta en dar con el color preciso para cada una de ellas.
Mi madre decía que el pelo era el reflejo de la persona y que dejaba ver su interior. Cuando la persona estaba feliz, el pelo estaba arreglado y cuando estaba triste, este quedaba todo desaliñado, sin cuidado. Decía que la persona se sentía bien anímicamente cuando se veía bien al espejo. Por eso, antes de la cita acordada, ella ya pensaba en el preparado que iba a realizar: un poquito del color número 8 combinado con un 7 ceniza, por ejemplo. Pensaba en el color que favorecería a la piel de la interesada y también a su estado de ánimo. Lograr que el pelo estuviese brillante, cuidado, contribuía de alguna manera al estado de felicidad de la persona.
Cuando tenía que salir de mi casa, a propósito, elegía pasar por el salón de la peluquería, donde muchas señoras pasaban horas, entre las esperas, los secados y los peinados. Los días de tinta, pasaba corriendo, sin saludar a nadie, porque no aguantaba el olor fuerte que impregnaba el ambiente y me hacía estornudar. Lo que sí me gustaba era verlas salir radiantes, contentas, mirándose al espejo y observando la transformación del antes y el después.
Los días en que había batidos me gustaban especialmente, porque veía crecer y crecer el volumen de las cabelleras. Subía el cabello con una mano y con la peinilla en la otra mano lo iba bajando hasta llegar al cuero cabelludo. También los días de preparado de las pelucas para quienes tenían muy poco cabello y querían experimentar verse bien diferentes. Mi madre colocaba la peluca en una cabeza de espumaplast y allí, cual si fuese una cabeza de verdad, le ponía ruleros, pinzas o la dejaba bien lacia.
En mi caso, pasé de tener un pelo lacio a tener muchos rulitos pegados a la cabeza, luego de un corte drástico que me hizo mi madre antes de comenzar las clases. Estaba en tercer año de escuela. Mi color era un rubio muy claro, casi una albina.
Fui creciendo y con los cambios de la moda y una madre peluquera fui probando cambios en mi cabellera. A fuerza de torniquetes volvía al pelo lacio, hasta que la humedad me devolvía mis rulos. Hasta llegué a plancharme el pelo, pero a la antigua: con la plancha sobre una tabla. Y así hasta que volvió la moda de los rulos, pero siempre estuve orgullosa de mi pelo.
Pasó el tiempo, tuve a mis dos hijas y las canas comenzaron a aparecer de repente. Comencé a convivir con ellas, a veces camuflándolas o mezclándolas con algún otro color. Ya no tengo a mi madre para que pueda hacer sus mezclas infalibles y dar con el tono exacto. Pero sí conservo todos esos lindos recuerdos de esa época, en que la peluquera y la peluquería ocupaban un espacio muy importante en nuestras vidas.
Imagen de portada: Cristina Lampariello