En Madrid no existe amor a primera vista

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 01.04.2024

 

Una mujer de cabello negrísimo pasea con su perro marrón. Una vieja camina aprisa. No sé cómo viste. Solo veo su cubretodo que sobresale de la protección de un paraguas rojo que la cobija de la lluvia. Es invierno. Tal vez cuatro grados centígrados de temperatura. Un hombre casi es arrastrado por su perro afgano que lo jalonea con la correa atada al cuello del animal. Lo fotografío. El ángulo de mirada y el lente angular de la cámara hacen ver como inclinado el poste del alumbrado de la cominería. No circulan coches. No está nevando. Una lluvia delgadita como aguja fría, se estrella contra el pavimento. Comienza el día. Desde el balcón del piso de mi familia en Hortaleza Madrid, observo pasar la vida. El clima es distinto al de la ciudad donde vivo. Distinta la atmosfera que emana de los edificios bajitos de ladrillos. La saudade que transpira la ropa colgada en los tendederos de los balcones. Todo esto, me precisa que ahora Maracaibo es imaginación. Esto es Madrid. Dos niños corretean detrás de una pelota colorida. No se ve una madre exasperada que intenta protegerlo. Ellos circulan por la caminera debajo del balcón desde donde hago funcionar el cinematógrafo de la memoria. Mi ojo de fotógrafo, desafilado transitoriamente, bosteza.

 Desde el balcón activo un flashback de un fragmento de vida. Camino por las rúas de la zona vieja de Santiago de Compostela en 1999, curso un master en La Universidad de Santiago de Compostela. Es año del Jacobeo. Cientos de espectáculos. Desde Plácido Domingo, Oscar de León o un colectivo teatral de Finlandia. Es de madrugada. Regreso de un concierto de un grupo musical de Normandía. La rúa de adoquines de piedra por donde circulo se hace angostísima. Pienso en Samuel, Vania e Ivett, que están en Venezuela. De la euforia del concierto musical paso a la oscuridad anímica por la ausencia de ellos. Más al saber que pudieron estar conmigo. Pudieron, pero no están.

Esta mañana me deslicé al dormitorio de mi hija. Nos abrazamos intensamente. Nos cubrimos con una manta gruesa. Viví su calidez filial en silencio después de muchos años. Ayer abracé a Samuel y le besé la cabeza que en ese momento estaba llena de 01010101. Es ingeniero electrónico. Estaba trabajando. Quizás sonrió. Quizás. Estoy en Madrid nuevamente. Salgo con Vania a renovar su documento de residente. Abordamos el metro. Somos unos más de la marejada de gente que sube al tren. Ya han bajado otros tantos. En el abordaje del metro los cuerpos de la gente que se baja es como una ola que golpea y se extiende hasta el exterior. Luego viene la resaca de la esa misma ola al regresar al mar (el tren) las personas que subimos. Nadie se saluda. Ausencia de palabras, aunque no existe silencio. El sonido metálico del tren que se detiene. El silbido del otro tren que circula en el carril contrario al romper el vacío. Las pisadas acompasadas de los pasajeros. Desde los posters de la estación de espera, mujeres que sonríen, Cantantes que se expresan eufóricamente desde una tarima de concierto, comidas seductoras, impecables. Desde los posters siempre alguien te mira. Siempre la publicidad no ve para seducirnos.

En Madrid y seguramente en otras metrópolis, no existe el amor a primera vista. Nadie te ve a los ojos. Nadie viaja con la mirada sobre nadie. Es imprudencia. Esto sucede tal vez por la prisa como se lleva la vida o el aprecio a la privacidad del otro. Con todo, observo. Escudriño. Camino con la mirada cautelosa sobre cualquier persona. Soy turista. No soy madrileño. Soy fotógrafo. Aprendí cómo extender la mirada silenciosa. Leve como el vuelo de una mariposa en otoño.

Una mujer negra de mediana edad, rasgos africanos, biblia en mano, camina a lo largo del pasillo del tren y repite armoniosamente, ´el señor es mi pastor. Es mi única salvación. Necesito buscarlo. Él no me necesita a mi´ y cita el versículo correspondiente. Vuelve a recitar su letanía una y otra vez. Incansable, pero es como una sombra. Para los viajantes, no existe. Un muchacho desde un asiento increpa a la predicadora ´oye ¿por qué intentas imponer tus creencias´? La mujer no lo escucha. Ella únicamente oye la orden mística de su mente de salvar a la humanidad. Librarla de pecadores. Viajo de pie. Soy un viejo. Una mujer joven me ofrece su asiento. Sonrío. Agradezco. Imagino el aroma a sándalo bajo su cabello largo que cuelga desordenadamente.

En la estación de Atocha se embarca un hombre oriental, japonés, de Tailandia, tal vez, Lleva un bebé en una mochila adherido a su pecho. Un español adulto, increpa a un muchacho que viaja sentado para que ceda su lugar a unpadre que se ve en apuros con las frenadas y arrancadas del subte. El chico toquetea su móvil sonámbula e implacablemente. Siento que los españoles no diseccionan la vida de otros con su mirada. No violentan su autonomía como ser humano, pero conocen de espíritu ciudadano. De compasión y empatía por el otro. Más entre las nuevas generaciones.

El domingo estuvimos en el parque El Retiro. Inmensidad de árboles, lagos y monumentos. Espacio de convergencia para buena parte de la humanidad con los pobladores de estas tierras. Puede que necesites dos o más días para caminarlo en calma. Para compartir la atmosfera de encantamiento de la inmensa cantidad de turistas ingenuos que gozan la ciudad, pero llevan en sus mochilas el deseo subrepticio de volver a su país. Uno que otro vagamundo los observará compasivamente porque él no tiene ni añora regresar a ningún lugar.

Escaneo con mis ojos a los viajantes, pero como si apreciara el techo del vagón, a los posters publicitarios adheridos a sus paredes. O los nombres de las estaciones sobre las puertas del tren. Afilada precaución. Una muchacha piel ceniza oscuro de facciones indias. O boliviana, latinoamericana, lleva unos audífonos blancos. Apostaría que disfruta de alguna música suavecita. Densa. Sus ojos son como pozos oscuros donde sobrevuelan los pájaros de la melancolía.  Conozco ese sentimiento. Lo viví en los ómnibus de Montevideo. Fui migrante. Otra mujer blanquirosáceo con todos los luceros de la vida sobre un cabello castaño ensortijado y como peinado con los dedos delicados de sus manos, larguísimo, me confirma que cuando veo en esta ciudad a una chica de pelo planchado pudiera apostar a ganador que es venezolana. Amplia vida. Espacio para todas.

Mañana pasearemos por Matadero Madrid. Un espacio donde antes fiesteaba la violencia de las hachas sobre las cabezas de los animales para comer su carne. Un frigorífico entintado de sangre. Y sangre fría del matarife. Del come carnes. Fliparé con las tantísimas exposiciones de arte contemporáneo y conceptual. Con alguna proyección de un film en la única sala cinematográfica de Madrid dedicada casi exclusivamente al cine documental. Miraré con gozo estético una genial exposición de diseño. Desde un libro, hasta una bicicleta o una silla de comedor. Genialísimo todo.

El metro donde viajo con Vania llega a la estación Moratala. Me adelanto a la llegada. Camino a la salida. Me detengo frente una poesía de Rafael Cadenas adherida a la pared del subte al lado de la puerta. Leo un fragmento antes que el transporte se detenga y me expulse la ola de viajantes:  ´...Me levantaste a un nuevo rango limpiándome con una esponja, lanzándome a mi verdadero campo de batalla/ cediéndome las armas que el triunfo abandona/ Me has conducido a la única agua que me refleja/Por ti yo no conozco la angustia de representar un papel, mantenerme a la fuerza en un escalón/ trepar con esfuerzos propios, reñir por jerarquías, inflarme hasta reventar/ Me has hecho humilde, silencioso y rebelde/ yo no te canto por lo que eres, sino por lo que no me has dejado ser. Por darme otra vida. Por haberme ceñido.../Gracias por la riqueza a la que me has obligado/Gracias por construir con barro mi morada...

Fotografío el texto de la serie Libros viajeros del Ayuntamiento de la ciudad para leerlo con calma en casa. Subo con mi hija las escaleras mecánicas de la estación. De la calle llega la luz como en la caverna de Platón. Afuera están las oficinas donde renovarán el documento de estadía de Vania en España. En esa luz viaja el sueño de esa duenda vuelta mujer de convertirse en española. De ser ciudadana de otro país más para amarlo como a la tierra de donde la desarraigaron sin lograr marchitar las margaritas blancas que iluminan la negrura de sus inmensos ojos negros. Siempre expresivos. Madrid es similar a una matrioshka rusa, símbolo del viaje al interior de las personas.

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

acuantola@gmail.com

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García


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2024-04-01T13:44:00