Etimología de las palabras: un laberinto de luces

Alejandro Carreño T.

Contenido de la edición 13.05.2022

 

La palabra "etimología", del latín etymologia, y este del gr. etymología, significa "origen de las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su forma" (RAE).

La palabra "palabra", por su parte, deriva del latín "parabola". El diccionario Etimologías esenciales de la lengua española, de María Moliner (Gredos, Madrid, 2013), nos entrega mayores luces respecto del término "palabra". Nos dice que es "comparación o símil", que deriva del griego parabolé, que significa "comparación, alegoría", relacionado con parabállein, "poner al lado, comparar", de para y bállein, con el significado de "echar".

Y "laberinto" sorprende al más pintado en lenguaje etimológico: es un verdadero sendero de luces. Deriva del latín labyrinthus, y este del griego labýrinthos (RAE), y sus tres primeros significados son: "Lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida"; "Cosa confusa y enredada" y "Composición poética hecha de manera que los versos puedan leerse al derecho y al revés y de otras maneras sin que dejen de formar cadencia y sentido". Con todo, seguir la huella del concepto es entrar en una historia per se laberíntica. Digamos, solamente, que el término, uno de los símbolos representativos de la ficción borgiana, como La Biblioteca de Babel o El jardín de senderos que se bifurcan, tiene un origen prehelénico, pero se ignora su aparición en el universo de las palabras. Lo más probable es que haya nacido del lidio (hipótesis del filólogo alemán Wilhelm Meyer), lengua anatólica epigráficamente testimoniada entre los años 700 a.C. y 200 a.C., que se hablaba en la región del mar Egeo, específicamente de labrys, que significa "hacha de doble filo", sigur de dos hojas, símbolo en Creta del poder real.

Sobre el concepto "laberinto", así como otros que revisaremos en esta columna, sugiero la lectura de un libro fascinante que ha guiado este escrito, sin ninguna otra ambición que la de difundir Etimologías para sobrevivir al caos. Viaje al origen de 99 palabras, de la académica y helenista Andrea Marcolongo, (Taurus, Madrid, 2021), como una manera de acercarnos al lenguaje vivo que le da sentido a nuestra vida de hablantes de español.

Razón tenía el escritor francés Pierre Mac Orlan (1882-1970), cuando afirmaba que "Les mots sont plus mystérieux que les faits". Sí, un misterio a veces insondable hay detrás de las palabras que hablamos y que adquirimos mecánicamente desde niños. Y sin ellas, como dice Marcolongo, "quedamos elididos de la realidad". Conocemos el mundo mediante las palabras que utilizamos, y en cuanto mejor nos acerquemos a ellas, mejor será la comprensión del mundo que nos rodea. En esto consiste la etimología.

Etimología, señalan Joan Corominas y José A. Pascual, en su Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, Gredos, Madrid, 1984 (Libro 2, CE-F), es el "sentido verdadero de una palabra" (el adjetivo griego étyimos significa "verdadero, real, auténtico"). Cuando hablamos entonces de "étimo", nos referimos a la relación precisa que tiene la palabra con la cosa mentada, a la relación saussureana significante-significado; a la manera cómo le conferimos sentido verdadero al mundo con las palabras.

Dios le dio sentido a su creación mediante la palabra, pues el mundo creado era solo tinieblas. "La tierra no tenía forma, las tinieblas cubrían el abismo [...]. Que exista la luz", dijo Dios. "Y la luz existió" (Génesis 1: 1 a 3). Y en Génesis 2: 19 y 20: "Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las fieras salvajes y todos los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía [...]. Así, el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las fieras salvajes". Las cosas existen para nosotros cuando nos apoderamos de ellas a través del nombre con que las llamamos. Pero, ¿qué significa, en realidad, "sentido", palabra que a menudo usamos en nuestra cotidiana convivencia social? ¿Qué significado le damos a "sentido"? Esa es la cuestión. El citado diccionario de Corominas y Pascual nos dice que la palabra deriva de latín sentire, "percibir por los sentidos", "darse cuenta", "pensar", "opinar". Para ser más específicos, "sentido" es el participio pasado de sensus del verbo sentire. Del sensus latino deriva "seso" en nuestro idioma, "cerebro". Y Marcolongo en su citado texto nos entrega más luces respecto de sentido y significado: "El sustantivo latino signum quería decir "letrero" o "señal". De ahí salió el verbo significare, compuesto de signum y de facere, "hacer una señal", "indicar", y, por ende, el "significar" español". Dieciséis siglos antes de Cristo los étimos indoeuropeos "habían intuido que para darle "sentido" a las cosas se necesita "sensatez", nos dice Marcolongo. "Sentir", y solo después decir". Al abismo bíblico había que darle sentido. Fue lo que Dios hizo: primero sintió y luego lo dijo: "La tierra no tenía forma, las tinieblas cubrían el abismo". Y dijo entonces que se hiciera la luz y "la luz se hizo".

La confusión nos persigue toda vez que no conseguimos darle forma a nuestro discurso, cuando las palabras adecuadas no vienen hasta nosotros y nos enredamos con cualquier explicación ininteligible para nuestro interlocutor. Nos suele pasar a los profesores y comunicadores. El discurso se vuelve insensato. Hay una necesidad primaria de rescatar las cosas a través del nombre, como Dios le pidió a Adán que lo hiciera y como él mismo lo hizo cuando vio que la tierra era solo tinieblas: "Desde siempre, desde el Génesis, quien posee las palabras para decir las cosas, posee el poder necesario para hacerlas", señala Marcolongo (p. 313). Para los semiólogos "Las palabras son los substitutos de las cosas [...] Las palabras constituyen legisignos" (Claude y Robert Marty, La semiótica: 99 respuestas, Editorial Ediclal, Buenos Aires, 1992, p. 175). Y citan a Peirce: "Un legisigno es una ley que es un signo. Esta ley comúnmente la establecen los hombres. Todo signo convencional es un legisigno". Convencionalidad que, en principio, ordena el caos y permite la comunicación entre los hombres mediante un código lingüístico común que tanto emisor como receptor pueden decodificar. Y Humbolt, refiriéndose al lenguaje, señala: "O homem vive com seus objetos fundamental e até exclusivamente, tal como a linguagem lhos apresenta, pois nêle o sentir e atuar dependem de suas representações. Pelo mesmo ato mediante o qual extrai de si a trama da linguagem, também vai se entretecendo nela e cada linguagem traça um círculo mágico ao redor do povo a que pertence, círculo do qual näo existe escapatória possível, a não ser que se pule para o outro" (citado por Ernst Cassirer, Linguagem e mito, Editôra Perspectiva, São Paulo, 1972, p. 23).

De modo que las palabras son signos que "indican", "señalan". Así nos lo recuerda Gabriel García Márquez en el comienzo de su clásica novela Cien años de soledad: "El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". Exactamente lo que hacemos nosotros en nuestro mundo, que no es tan reciente, cuando las palabras se nos esfuman, y aunque las tenemos "en la punta de la lengua", señalamos con nuestro dedo índice el objeto cuyo nombre se nos ha evanescido. O torpemente intentamos dibujarlo con otras palabras que más confunden que iluminan. De suerte que los seres humanos no solo estamos hechos de carne y huesos, sino también de palabras que le dan sentido al alma y su propio lenguaje.

Son tantos los sentidos que la RAE señala para "alma", que nos maravillamos de su generosa polisemia que nos abre tantos senderos comunicativos desde su raíz latina anima, que significa "aire", "aliento", "alma" (Corominas y Pascual). "Principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la vida", señala la RAE en su primera definición; y la tercera nos dice: "Vida humana". Por su parte la séptima la define como "Viveza, espíritu, energía". Y la decimosegunda: "ánima", cuya primera definición es "alma" (el principio de la vida). Pero, además, encontramos "alma de caballo" (Persona que sin escrúpulo alguno comete maldades); "alma de Caín" (Persona aviesa o cruel); "arrancársele el alma a alguien" (Sentir gran dolor o conmiseración por algún suceso lastimoso); "echar, o echarse, el alma atrás, o a las espaldas" (Proceder sin atenerse a los dictados de la conciencia o prescindiendo de todo respeto). En fin, ya ve usted cuánto le debemos a anima.

Corominas y Pascual nos recuerdan que la "forma culta ánima convivió con la popular alma, y todavía sigue empleándose en el habla vulgar y rústica, sobre todo hablando de las "almas del purgatorio". Pero dejemos que estas ánimas del purgatorio continúen su proceso de purificación antes de entrar al cielo, y fijemos nuestra atención en "Aquello que da espíritu, aliento y fuerza a algo" (octava definición de "alma" de la RAE), como el alma del ¿rapsoda? o ¿rapsodia? que llevaba consigo el relato, no solo el que componía, sino también el que escuchaba, mucho antes de que la escritura hiciera su aparición en la historia. La RAE nos dice que "rapsoda", deriva del francés rhapsode, y este del griego rapsoidós, de ráptein "coser" y "canto", y lo define de tres maneras: "Recitador que en la Grecia antigua cantaba poemas homéricos u otras poesías épicas"; "poeta" y "Recitador de versos". En cuanto que "rapsodia", siguiendo con la RAE, señala que deriva del latín rhapsodia, y este del griego rapsoidía, y lo define en su primera acepción como "Pasaje amplio de un poema épico, especialmente de alguno de los de Homero, compuesto de varios cantos". Pero Corominas y Pascual difieren radicalmente de la RAE en ambos conceptos. Para ellos "rapsodia" es "el que junta o ajusta poemas" (rapsodein: zurcir, juntar). "De dicho sustantivo griego procede rapsoda (por conducto del francés, lo que explica la adaptación incorrecta de la terminación)". Al final, el cantor de un poema épico ¿es rapsoda o rapsodia? Dejemos la disputa etimológica para las autoridades. Nosotros nos quedamos con el uso rapsoda.

Los columnistas no somos rapsodas ni conozco ninguno que tenga "complejo rapsódico", pero la angustia nos invade cuando sentimos que la columna o el artículo insiste en no avanzar, que nos deja varados en una línea o en un punto; que se nos acaba el aliento y las fuerzas nos abandonan; que el espíritu de lucha decae y el alma se amilana porque las palabras no llegan o llegan tumultuosas y sin sentido. Entonces nos "quedamos con el alma en un hilo" o nos quedamos "con el alma entre los dientes", pues el tiempo es un soberbio verdugo y no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague.  

Cada columna, cada artículo es una aventura por la biblioteca, por los archivos, por internet, por los amigos, por uno mismo y sus escritos, como este que escribo ahora, por ejemplo. Curiosa la palabra "aventura". Moliner nos dice que deriva del latín "adventura, forma femenina del participio de futuro activo de advenire", que significa "llegar". La RAE es menos categórica en el significado de advenire: "lo que va a venir", que tiene el sentido de lo misterioso, de lo que solo sospechamos que pueda ser. Los columnistas sabemos que finalmente llegaremos a algún lugar, pero no sabemos cómo llegaremos ni tampoco sabemos con exactitud qué lugar es ese.

He ahí nuestra aventura. Nos embarcamos en una aventura. Nos aventuramos. Y todo aventurarse conlleva su riesgosa carga de adrenalina que no es otra cosa que una intensa carga emocional. Marcolongo nos dice que aventura es "lo que tenía que ocurrir" (p. 305). No hay, por lo tanto, "casualidad o contingencia", que es como la segunda definición de la RAE describe el concepto.

Sin embargo, no todo es confusión y caos en el universo de las palabras. Cuando buscamos las que iluminen el texto que escribimos, encontramos otras que no buscábamos, pero que formarían parte de otro escrito que pudo haber quedado interrumpido o que simplemente se publicó sin ellas. Aparecen "de chiripa". Una serendipia con todas sus letras. Qué palabra más extraña es "serendipia" y con qué frecuencia aparece su fondo semántico en la ciencia y en la literatura. La palabra es una adaptación del inglés serendipity que, a su vez deriva de Serendip, hoy Sri Lanka, cuna de la fábula oriental Los tres príncipes. Este "hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual", como define la RAE el concepto, es el argumento del cuento: los príncipes solucionaban sus problemas mediante casuales hallazgos. Dudo que haya algún hablante que no haya vivido esta suerte de chiripazo que es la serendipia. Por cierto, que no es el pan nuestro de cada día ni mucho menos. Lo normal es que vivamos las palabras como las aprendimos desde niños y perfeccionado con el aprendizaje y la propia vivencia comunicativa, sin pensar tampoco, ni mucho ni poco, en su etimología. "Los antiguos sabían que la vida es una obligación moral que se debe cumplir con plenitud y dignidad. Ante todo, mediante las palabras empleadas para nombrarla" (Marcolongo, p. 19). Nosotros, tal vez, no comprendamos la importancia de las palabras para nombrar la vida y hacerla plena y digna, pero sí comprendemos la necesidad de nombrar a las cosas con el nombre que culturalmente es afín a emisor y receptor. Los antiguos, continúa Marcolongo en la misma página 19, "creían firmemente que había una coincidencia perfecta entre significante y significado, entre el nombre y la realidad, gracias a la facultad de expresar esa realidad. Y de hacerla real gracias al poder creador del lenguaje".

Esta necesaria convención entre el mentar y la cosa mentada, nos obliga a usar el lenguaje con alguna destreza que nos aleje del mensaje anfibológico o mal dicho. Mark Twain, que sabía cómo usar las palabras, nos enseñó que "La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga". Necesitamos, como los antiguos, hacer real la realidad "gracias al poder creador del lenguaje", y para que ello ocurra es necesario decir la palabra adecuada, puesto que no decirla o maldecirla no significa que la cosa mentada no exista, sino que su existencia no nos pertenece, es una realidad desvanecida. "No decir" (o "maldecir", o sea, nombrar una cosa de manera descuidada) no significa que esa cosa no sea real o que no haya ocurrido nunca de verdad, sino que, sin nombre y sin palabras, no está aquí, hic et nunc, entre nosotros. Existe, sí, pero de manera ausente" (Marcolongo, p. 19).

Llama la atención el sentido con que Andrea Marcolongo usa el término "maldecir", que no tiene ninguna relación con los dos significados que la RAE presenta: "Echar maldiciones contra alguien o algo" y "Hablar con mordacidad en perjuicio de alguien, denigrándolo", pero Corominas y Pascual (Libro 2, CE-F), nos aclaran el impasse. "Maldecir", del latín maledicere, no solo significa "maldito" y "maldecido", también significa "mal dicho". Aunque no lo registre la RAE, está en su etimología.

Son misteriosas las palabras. Y son tantas. Clasificadas en ese cementerio semántico y etimológico que es el diccionario, por estricto orden alfabético, las rescatamos adrede o espontáneamente para vivirlas y pintar la realidad. Es cierto que nos confunden muchas veces, pero nos entregan luces para ordenar esa confusión y aprehender la realidad que suele, también, confundirnos muchas veces. Sí, sendero de luces es la etimología.

Un oxímoron semántico (laberinto y luces), para comprender la entropía que subyace en la etimología de cada palabra.

 

ALEJANDRO CARREÑO T.

Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,

doctor en Comunicación. Columnista y ensayista (Chile) 

 

Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay


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2022-05-13T14:41:00