Excepto ella

Roberto Cyjon

Hace décadas, probablemente por raíces genéticas identitarias, estudio y profundizo en el tema Shoá. Lo considero un fenómeno no resuelto, no prescriptible y lamentablemente desconocido, olvidado o indiferente para muchos.

Contenido de la edición 12.11.2020

En la foto: entrada al campo de exterminio Auschwitz, con la frase "el trabajo libera"

Utilizo su término de origen bíblico: Shoá, porque es el acertado.

Para el Holocausto provocado por los nazis contra el pueblo judío, aunque no excluyente de otros colectivos víctimas de tal delirio destructivo, no había una expresión apropiada. No existía en ningún idioma una palabra que lo categorizara. Esta palabra hebrea, que podría traducirse como "cataclismo destructivo", se laicizó en los años de 1980 cuando los primeros sobrevivientes comenzaron, en forma lenta y progresiva, a contarle a sus nietos, qué fue lo que debieron vivir en ese aciago período.

A partir de entonces, sumado a la muy popular serie estadounidense Holocaust y al monumental documental Shoá del francés Claude Lanzmann, la población mundial, que ya había escuchado los primeros horrores durante el juicio a Eichmann en Jerusalem en 1962, comenzó a tomar conciencia de lo que significaba un campo de concentración nazi y a familiarizarse con el nombre Auschwitz, emblema de "campo de exterminio".

Antes, en 1944, un abogado judío polaco llamado Raphael Lempkin, propuso un vocablo específico: genocidio. La RAE, equiparó Shoá a Holocausto: "gran matanza de seres humanos", y la propia Naciones Unidas adoptó este último término y el compromiso internacional de conmemorar todos los 27 de enero la liberación de Auschwitz y enseñar la Shoá -incorporarla a los planes de estudio-.

Acá en Uruguay la conmemoramos, pero aún no se integró el tema a los programas educativos. Gran asignatura pendiente.

Comparto con ustedes este periplo etimológico, para aclarar que utilizo el término Shoá por dos motivos principales. El primero es que nada más similar a un holocausto en el sentido de ofrendar un animal a ciertos dioses -por lo general acompañado de un ritual con fuego-, que los cuerpos que los nazis echaron como leña humana a los hornos crematorios, expulsados en humo y cenizas por las chimeneas. El segundo, es que sostengo el lamentable privilegio de la "unicidad" de la Shoá. Esta fue una tragedia judía; el único caso que se conoce de un politicidio concebido y concretado con el objetivo de "exterminar a todo un pueblo", lograr una solución final. La diferencia del nazismo con otros totalitarismos de época, ya sea el fascismo, el franquismo o el stalinismo, fue el "determinismo biológico del nazismo", que fue más contundente que el propósito de exterminar al pueblo gitano, otro espeluznante ítem en la agenda nazi. Me propongo profundizar estas reflexiones y dimensionarlas en una perspectiva humanista más amplia.

La Shoá fue la mayor, pero no la única tragedia de la humanidad. Especifico: "de toda la humanidad", porque encapsularla en un problema judío o "de los judíos", sería una simplificación reduccionista insostenible. Se considera el concepto posmodernidad a partir de Auschwitz.

Tampoco es el objetivo de esta nota analizar el papel de los Aliados en su permisividad de que los nazis llevaran adelante su plan y hayan asesinado a seis millones de personas, entre ellos un millón y medio de niños; cifras "abstractas" difíciles incluso de escribir. Poca justificación podría adjudicársele al ejército alemán y sus "voluntarios asociados" en los países ocupados, por asesinar ancianos, mujeres y niños judíos como mérito militar. La historiografía actual, en buena parte, coincide en que los Aliados estuvieron más interesados en ganar la guerra que en salvar a los judíos. Podrían haber bombardeado, aunque sea, las vías de tren que conducían vagones de ganado hacinados con gente hacia los campos de la muerte. Esto abriría un extenso análisis histórico adicional acerca del rol de los indiferentes, que desbordaría este artículo. Por el contrario, dada la austera aseveración previa, en clave de interpelación y no de acusación directa ni contrafáctica, es que debemos mirarnos al espejo y rever nuestra posición personal respecto a otras desgracias que transcurren frente a nosotros, y cómo deberíamos posicionarnos ante ellas.

Aimé Césaire, poeta y político de la Isla Martinica, ideólogo de la negritud, sostenía en el año 2000 que la Shoá tuvo la excepcionalidad de ser una matanza provocada por los nazis, de "blancos sobre blancos, no más que una pequeña reproducción de las violencias coloniales perpetradas durante siglos por los europeos." Discrepo, virtualmente, con Césaire porque eludió el antisemitismo de su postulado. El antisemitismo es una discriminación milenaria previa a las colonizaciones, basada en mitologías religiosas ridículas. Como bien lo analiza Umberto Eco en su conferencia: "El poder de lo falso", o Hanna Arendt al catalogarlo como el mayor de los sinsentidos, dada la acusación que pesa sobre un colectivo pequeño de número infinitesimal en el global de la humanidad, por el gran absurdo de causar todos los males que la aquejan.

No cambio de posición en mi discordancia con Césaire, pero eso no me exime de mi obligación de entender su dolor. Él llora, con absoluta razón, la esclavitud de sus ancestros y de todos los nativos colonizados. Mataron a sus brujos y chamanes, mancillaron a sus dioses: Sol, Luna, Lluvia, Rana, Serpiente, Jaguar, entre otros...garantes de sus cosechas, fertilidad, supervivencia, fortaleza, felicidad. Fueron cientos de miles, millones de personas asesinadas, vendidas y compradas, "cosificadas", subhumanizadas, explotadas por la avaricia infinita del saqueo en todas las latitudes. Hasta hoy día, literalmente, o amedrentadas por un insano racismo capaz de matar físicamente o cercenar sentimientos e ilusiones mediante actitudes intolerantes e infames, impertérritas frente al reclamo de clemencia por "no poder respirar". Debo sufrir e internalizar en mi piel "su genocidio", para que él pueda padecer en la suya "mi Shoá". Hemos de hermanarnos como sujetos discriminados. Se trata de un deber colectivo y activo, no pasivo. No caben los "espectadores" en estas circunstancias.

El repertorio de genocidios acaecidos es extenso. El genocidio armenio de un millón y medio de personas asesinados por los turcos, la ejecución de gran parte de la población civil por los khmer rojos camboyanos, la masacre humana provocada por los hutus contra los tutsis a golpe de machete, sin olvidar las violaciones y asesinatos de chinos a manos de japoneses en Nankin, las hambrunas causantes de millones de muertes ucranianas por el stalinismo, las bombas atómicas estadounidenses lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, que "pulverizaron ciegamente" desde las alturas a todo ser vivo, como maldad divina inspirada por demonios enardecidos; y hay más y más.

A todas estas atrocidades les calza el término "genocidio" en una sombría perfección. Sin olvidar la tragedia de la pobreza, que azota mundialmente en forma despiadada un horizonte al alcance de nuestras propias manos. Seres humanos transformados en "bultos callejeros" que nos cuidamos de no tropezar, o rostros adustos de grandes y chicos con una humillación resignada y paciente en silenciosas filas ante ollas populares, a la espera de un plato de comida que alivie la angustia de sus estómagos vacíos y esperanzas vencidas.

Estas reflexiones fungen de introducción al párrafo final de este artículo. Daniel Feldman estrenó el 14 de agosto pasado su obra de teatro "Excepto Raúl", en honor a su hermano, joven militante comunista acribillado a balazos por la(s) dictadura(s) en Buenos Aires, el 24 de diciembre de 1974. Feldman verbaliza un profundo monólogo interior exhalado cuarenta y seis años posterior al luctuoso acontecimiento. El tiempo "clásico" de todo sobreviviente.

Expone su culpa por seguir con vida y "justifica" en conversaciones imaginarias con las cenizas "vivas" de su hermano, amigo y confidente, tanto sus penurias, como las alegrías que lo inspiran a seguir adelante, formar familia y ser padre. Vivencias extraordinarias que lo potencian como ser humano y, no obstante, lo atormentan al no poder compartirlas con él. Su ausencia lo ahoga.

Se pregunta "si acaso valió la pena" su muerte y le sobrevuela, aturdido, una reflexión desesperante: si fuese su hija la que no estuviese, tampoco incidiría la compañía de millones de personas, "excepto ella". Pensamiento que le permite comprender el dolor de su padre, solidificado como la lava desde la pérdida de su hijo.

Su obra es valiente y conmovedora. Nos pone frente a frente su ser, sus fantasmas, y nos obliga a pensar seriamente "qué sentiríamos en su lugar". Ninguna muerte vale la pena, y toda "causa" por uno mismo que incluya al otro es trascendente. Se trata de una encrucijada compleja, un fango tan cruel como romántico, difícil de sortear. Las luchas sociales siempre se han enfrentado a las injusticias y pagado sus precios. Así avanza la humanidad en aras de un mundo mejor. El arte, quizás, pueda responder y perdurar, en una pintura, una escultura o en el papel. Lo ineludible, es nuestro compromiso de que no haya "excluidos" debido a nuestra indiferencia. No habremos de solucionar todos los problemas ni mitigaremos todas las miserias propias o ajenas, pero siempre se puede y se debe aportar ese "algo" personal relevante, o aun por poco que fuese, imprescindible para encarnar, entender, y aliviar el sentir ajeno.

ROBERTO CYJON

Ingeniero, magister en Historia Política

Expresidente del Comité Central Israelita del Uruguay.


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2020-11-12T00:00:00