Historias olímpicas – Capítulo I: Berlín 1936, la gran puesta en escena

Matías Mateus

El 1 de agosto de 1936 una multitud inundó las calles de Berlín para celebrar el paso de Adolf Hitler y la comitiva que lo secundaba en su camino al Estadio Olímpico, abarrotado por los más de 100.000 espectadores que se congregaron a presenciar la inauguración de los Juegos de la XI Olimpiada.

 

Contenido de la edición 18.03.2021

 

CAPÍTULO I: BERLÍN 1936, LA GRAN PUESTA EN ESCENA

El Zeppelín Hindenburg sobrevoló el estadio minutos antes de la irrupción del Führer, que fue recibido por una orquesta de treinta trompetas y un coro de tres mil voces dirigidas por Richard Strauss, compositor del himno de los juegos.

La opulenta escenografía y la meticulosa puesta en escena estaban prontas. Los ojos del mundo podían ver el despertar de la nueva Alemania, que pretendía mostrarse pacífica y tolerante, al recibir de brazos abiertos a todos los pueblos, sin distinción de raza o religión.

Antes de encender el fuego sagrado debemos remitirnos a los meses de abril y mayo de 1931, cuando el Comité Olímpico Internacional (COI) debía sesionar en la ciudad de Barcelona para definir, entre otras cosas, qué sede albergaría los Juegos. Dos semanas antes de la reunión, se había proclamado la II República Española y la tensión que por entonces se vivía en la Península Ibérica generó que a la sesión programada por el COI solo asistieran diecinueve de los sesenta y nueve miembros. Ante la falta de quórum, la elección terminó realizándose de forma epistolar, y el escrutinio tuvo lugar el 13 de mayo en la ciudad suiza de Lausana. El resultado arrojó cuarenta y seis votos a favor de Berlín, dieciséis de Barcelona y ocho abstenciones. 

El presidente del COI, el barón belga Henri de Baillet -Latour (que recibiera la propuesta de Berlín como sede por parte de su amigo Carl Diem, exatleta y secretario del Comité Olímpico Alemán), influyó en esta decisión. Berlín había sido escogida como sede para los juegos de 1916, suspendidos a causa de la Primera Guerra Mundial; este factor, más el discurso adoptado por el organismo olímpico, en el que se abogaba por la paz mundial vehiculizada a través del deporte, sirvieron de argumentos para que la realización de los juegos se llevara a cabo en Alemania; de esa forma, el movimiento olímpico estaría contribuyendo a la fraternidad entre las naciones que anteriormente se vieron enfrentadas.  

El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler es nombrado canciller; de inmediato se otorga plenos poderes, implementa un régimen autoritario y encierra en Dachau, el primer campo de concentración nazi, a sus opositores políticos. El país estaba sumido en una crisis y la organización de los juegos no entraba entre las prioridades del gobierno. Sin embargo, Carl Diem y Theodor Lewald, presidente del Comité Olímpico Alemán y encargado de la organización de los juegos, se reúnen con Hitler el 28 de marzo de 1933 y lo convencen de la gran posibilidad que tiene para mostrar ante el mundo la grandeza del Tercer Reich.

Joseph Goebbels, ministro de Ilustración y Propaganda, encuentra en la competición olímpica una oportunidad única para los propósitos del nazismo, y transforma la organización de los juegos que guardan en su espíritu la paz y la fraternidad entre los pueblos, en una enorme maquinaria propagandística que simbolizará la conquista y el resurgimiento alemán.

Afiche promocional de los Juegos Olímpicos/Fuente: AS

 

Las competiciones deportivas en sí mismo también significan una oportunidad para promover el mito de la superioridad de la raza aria. Los deportistas alemanes pasan a trabajar bajo la órbita del propio Estado, que financia los entrenamientos, la asistencia médica y los traslados. Además, comienzan a percibir un salario, por lo que perderían la condición de deportistas amateurs, algo que no iba en consonancia con el tan mentado espíritu olímpico.

En tal sentido y con la exposición que tendría el Tercer Reich durante el verano del 36, comienzan las obras. El Estadio Olímpico debía ser el más grande construido hasta el momento, y sobre todo, superar ampliamente al estadio de Los Ángeles, sede de los juegos de 1932. La villa olímpica fue financiada por el Ministerio de Guerra que, una vez clausurados los juegos, utilizaría dicho predio para el desarrollo de su ejército. Se nombró al capitán del ejército Wolfgang Furstner como encargado del lugar, quien mandó a decorar los salones de la villa con imágenes de guerra. El sitio que recibiría a los atletas por más de quince días era una obra de más de 140 edificios, en los que no escatimaron en comodidades. Todos los huéspedes fueron testigos del lujo de las habitaciones, del gran salón comedor, y de las diferentes pistas y gimnasios de entrenamiento.

Los edificios ubicados en las principales avenidas de Berlín fueron restaurados y pintados para la ocasión. Algunas banderas olímpicas colgadas de balcones y las columnas del alumbrado público apenas se destacaban entre las innumerables banderas de la Alemania nazi. En los afiches y logos que promocionaban los juegos, en la publicidad que aparecía en los diarios, como en las numerosas esculturas inspiradas en la antigua Grecia, exaltaban los atributos físicos de los antiguos atletas. Hombres esbeltos, musculosos, rubios y de ojos azules, el prototipo con el que se pretendía afirmar que el pueblo germano era el heredero de la cultura aria de la antigüedad clásica.

Leni Riefenstahl durante la filmación de la inauguración/Fuente: BZ Berlín


Detrás de la fachada que el gobierno alemán pretendía mostrar, empezaron a despuntar de forma institucionalizada algunas aristas de la ideología nazi. El 15 de setiembre de 1935, a poco menos de un año del inicio de los juegos, se aprobaron las Leyes de Núremberg. De carácter racista y antisemita, se les quitó la ciudadanía alemana a los judíos, se les clausuraron sus negocios, se les impidió ocupar cargos públicos, y en caso de los deportistas, fueron expulsados de sus respectivos clubes y federaciones. Theodor Lewald, que había trabajado en la organización de los juegos desde sus instancias primarias, incluso al convencer a Hitler y a Goebbels de la importancia propagandística del evento, fue despedido de su puesto por ser nieto de judíos, a pesar que él se había convertido al cristianismo. El capitán Wolfgang Furstner, encargado de la Villa Olímpica, también tenía ascendencia judía y fue apartado de su cargo, cosa que lo llevó a suicidarse de un disparo a orillas de uno de los lagos artificiales que decoraban el predio, dos días después de culminado los juegos.

Esta avanzada antisemita llamó la atención al otro lado del Atlántico, y empezaron a manifestar en contra de la realización de los juegos. Ernest Lee Jahncke, miembro estadounidense del COI, le escribe a Henri de Baillet-Latour advirtiéndole que asistir a los juegos significaría ser cómplices de un régimen que promulga leyes que chocan directamente con los principios de la Carta Olímpica y afirma que ningún país debería asistir. Este intento de boicot, que era apoyado por otras naciones, fue desestimado por el presidente del COI, y se encargó de manifestar que la institución deportiva es apolítica y no debe entrometerse en las cuestiones internas de cada nación.

Baillet-Latour, además de respaldar la realización de los juegos y no mudarlo a otra sede, excluye a Lee Jahncke del COI y nombra en su lugar a Avery Brundage, quien no demoró en pronunciarse a favor de la participación de los deportistas estadounidenses en los juegos de Berlín. Brundage, además de destacar las virtudes de la organización alemana, afirmó que el intento de boicot era una conspiración judío-comunista.

En Francia la polémica sobre la conveniencia o no de participar en Berlín llega al Parlamento y divide las aguas entre los diputados. En España se manifiestan en contra de asistir a los juegos organizados por los nazis y organizan las Olimpiadas Populares, programadas entre el 19 y el 26 de julio en la ciudad de Barcelona. Esta competición alternativa sedujo a más de 3.000 atletas de 22 naciones que ya estaban en Barcelona cuando en la madrugada del 17 de julio la sublevación del ejército alineado tras la figura de Francisco Franco dio inicio a la Guerra Civil Española. 

Aunque tuviesen el apoyo del conde Baillet-Latour, perder la sede de los juegos echaría por tierra la oportunidad de poner en funcionamiento la maquinaria propagandística que tenían preparada. En tal sentido realizan un giro brusco en su estrategia. La propaganda antisemita que tapizaba la capital del Tercer Reich empieza a desaparecer y los medios de prensa suprimen el hostigamiento a los judíos. Una veintena de deportistas judíos son invitados a realizar las pruebas de preselección. Excepto por la experimentada esgrimista Helene Mayer, quien se colgaría la medalla de plata en la especialidad de florete, el resto de los atletas son descartados por rendimientos insatisfactorios. Entre los deportistas judíos desplazados del equipo olímpico se encontraba la especialista en salto alto Gretel Bergman. (De Gretel Bergaman como de Heinrich Ratjen o "Dora" Ratjen, quien tomara su lugar en el equipo, profundizaremos en el próximo capítulo). 

A su vez, por medio de Carl Diem "reclutan" a Pierre de Coubertin, fundador y primer presidente del COI, y propulsor de los primeros juegos olímpicos modernos celebrados en Atenas en 1896. Grabaron en la respetada voz de Coubertin un mensaje que se reprodujo en todo el mundo, en el que no escatimaba en alabanzas a la organización de los juegos, a las instalaciones que habían construido y a la hospitalidad del pueblo alemán, desde su líder hasta el más humilde ciudadano. Esta puesta en escena, dentro de la aún mayor que suponía la realización de los juegos, bastó para mitigar los intentos de boicot de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. Los únicos países que no participaron fueron la Unión Soviética y España.

Después que la comitiva liderada por Adolf Hitler se ubicara en el palco, se izaron de forma coreográfica las banderas de todas las naciones. El tañer de la campana de bronce ubicada en una de las columnas del estadio precedió el saludo nazi que realizó la totalidad del público, dándole paso al desfile de las delegaciones.

Como es tradicional, los atletas griegos fueron los primeros en ingresar a la pista. Algunas delegaciones fueron exageradamente vitoreadas, como la austríaca o la italiana, que no dudaron en realizar el saludo nazi al pasar frente al führer. Los británicos y estadounidenses optaron por un paso sobrio, sin mayores aspavientos; sin embargo cuando irrumpieron los franceses se vivió un momento confuso. De manera ingenua los deportistas realizaron el saludo olímpico, alzando el brazo derecho, cosa que el púbico celebró al interpretarlo como un homenaje al líder nazi y al Tercer Reich. La delegación anfitriona es la última en desfilar previo al escueto discurso protocolar ofrecido por Hitler en el que declaró inaugurados, en nombre del deporte y de la paz, los Juegos de la XI Olimpiada. Una nueva ovación, la suelta de mil palomas como símbolo de paz y el Aleluya de El Mesías de Haendel sonó en el estadio antes de la aparición de la antorcha olímpica.

Era la primera vez que se trasladaba la antorcha desde la mítica Olimpia hasta la ciudad organizadora. En la carrera de relevos participaron más de tres mil atletas que atravesaron ocho países. Pero no fue la única innovación durante estos juegos: en Berlín 1936 se implementó el medallero olímpico para establecer un ranking de naciones, y se transmitieron las competencias por televisión.

La persona a cargo de una de las patas principales de la operación propagandística fue Leni Riefenstahl, cineasta que anteriormente había filmado los congresos del Partido Nazi en Núremberg. Riefenstahl se encargó de cubrir cada detalle que tuviese que ver con los juegos. Registró la construcción de la infraestructura, la efervescencia que se vivía en las calles de Berlín, la ceremonia inaugural y cada una de las competencias. Las películas rodadas se revelaban de forma inmediata y se reproducían por las pantallas de cine de toda la ciudad "en (un relativo) vivo y en directo". Para captar cada momento, la cineasta, ya con las tribunas vacías, les solicitó a algunos atletas que repitieran sus ejecuciones para poder tomar, desde diferentes ángulos y en cámara lenta, el despliegue de los lanzamientos o los saltos ornamentales. Todo el material documentado, posteriormente, en 1938, Leni Reinfentahl lo sintetizaría en su película: Olimpia, los Dioses del estadio.

   

Leni Riefenstahl dirigiendo el rodaje de "Olympia, los Dioses del estadio"


Joseph Goebbels durante el evento no se salió del guion al interpretar su papel, en el que ofreció cenas y fiestas a las personalidades y periodistas que habían llegado desde el extranjero, para que no existiese duda de la cálida hospitalidad de los alemanes.

La gran puesta en escena sirvió para mostrar una reluciente Berlín que volvía a brillar después de la Primera Guerra Mundial. Los nazis se abrían al mundo presuntamente tolerantes y pacíficos, exhibieron sus faraónicas obras y desabastecieron otras ciudades para ostentar abundancia en la capital del Reich. Lejos de las llamas sagradas del fuego olímpico, las férreas leyes raciales y antisemitas volverían a arreciar sobre la población judía, mientras que el ejército seguía preparándose para la expansión que Hitler no demoraría en poner en marcha.

Alemania ocupó el primer lugar en el medallero que fue estrenado en esos juegos. Para el Reich significó una contundente victoria y una confirmación de superioridad frente a los Estados Unidos, que solía llevarse la mayoría de las medallas a repartir en juegos anteriores. Sin embargo la pretensión de confirmar el mito de la superioridad aria se encargó de opacarla el atleta afroamericano Jesse Owens, que se destacó sobre el resto al obtener cuatro medallas de oro y ganarse el cariño del público. Pero nos concentraremos en el fenómeno Owens, como Gretel Bergman y en su reemplazo, Heinrich "Dora" Ratjen, en la próxima entrega.  

 

MATÍAS MATEUS

Escritor

 

Imagen de portada: Hitler y su comitiva durante la inauguración/RTVE

 

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2021-03-18T00:01:00