Hunter

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 05.06.2025

 

Camino desde mi casa hasta la avenida ubicada a una cuadra. Un gato blanco cruza la vía. Corre. Parece asustado. Por contraposición, pienso irónicamente en su significado, suerte, buen día. Desearía sonreír. Atravieso el portón metálico  que cierra la calle donde habito. Comienzo una nueva jornada de carrera. Unos cincuenta minutos de trote suave. De aspiración por quebrar  el desánimo. De intento por succionar la alegría difusa.  Amanecí podrido de tristeza. Salgo a trotar, pretendo reventar la melancolía contra el asfalto. Tragarme el viento salitroso del lago como antidepresivo. Desflecar la tragedia. Gruñirle a los malos augurios. Inundar mi cuerpo de sudor y mi cerebro de dopamina.

 Miro al frente la pequeña cuesta que termina en el segundo puente de Isla Dorada. Un auto azul me adelanta. Con sensación de cámara subjetiva, lo veo desplazarse. Sube el empinado del camino. Llega al puente e inicia un descenso. Veo su luces rojas como dos ojos a ras de la carretera entre el tinte ambarino de la mañana. Al fondo los edificios a contraluz, parecen recortados por una tijera. Bordeo el centro comercial de la zona. Detallo contra una pared gris el entretejido que la luz mañanera hace de un pastizalito reseco.  Miro sobre la raya blanca de la carretera un envoltorio de chocolate Savoy, una cajetilla vacía de cigarrillos, un pedazo de envase de harina Pan. Fotografío. Fotografío. Imaginariamente. Que más. Sucesivamente trago gruesas bocanadas de aire. Pienso en De que hablo cuando hablo de correr, de Murakami. Comienzo a sudar, resistencia y paciencia, resistencia y paciencia, me digo voz en off. En silencio.

Cruzo una esquina. Comienzan a circular los vehículos que conducen a la gente de la zona  a sus trabajos. Aroma a café. Unos primeros dibujos de sombra en las paredes. Veo un hombre guajiro con sus ¿hijos?, un varón de unos nueve años y una niña, posiblemente de once. Ambos niños están descalzos. Llevan vestimentas sencillas. Ella un vestidito que pudo ser amarillo, con el ruedo desflecado. En un basurero al lado de la calle, las palomas revuelven los desechos en busca de migajas. En mi carrera, me cruzo con dos vigilantes que terminan guardia nocturna en alguna de las villas residenciales de la zona. Se acompañan de regreso casa, Hugo, desgarbado y alto. Alguna vez me solicitó antibióticos para una salmonela que tenía en su pie derecho, y Nacho, indígena, chaparrito como diría un mexicano. Contesta mi saludo con un ´buenos días, patrón´. Me suena como: ´por decir patroncito es que existe el patrón´. Dos señoras  sesentonas de ojos traslúcidamente verdosos y piel blanca,  caminan como es habitual al otro lado de la isla vial. Sostienen una conversación entusiasta e interminable. Una de ellas, levanta una mano amable para saludarme. Esto no sucede siempre. A pesar de la tristeza que siento, promete ser un buen día.

Paciencia y resistencia, paciencia y resistencia, voz en off silente. Ya lo dije,  es lo que se me vuelve a ocurrir como diría Palahniuk. Limpio el sudor de mi frente con la mano. Como sucedió el lunes, una mujer desde un vehículo verde, me saluda. No preciso quién es. Hoy es martes. Me cruzo con una camioneta doble cabina de Petróleos de Venezuela, estacionada al lado de la calle, frente a una villa residencial. El conductor espera, seguramente a un gerente. Ayer sucedió también. Más adelante, Marcos, obrero encuellador, jubilado de esta empresa estatal camina a paso rápido, mueve sus brazos de arriba abajo como aspas de molino de viento. Lo veo de espalda. Su camiseta blanca se adhiere a su cuerpo por el sudor. Cada mañana hasta el viernes, hace lo mismo. Del lado contrario del terreno entre calles, un hombre sube a un camión ambulancia, médico seguramente. El día anterior, ocurrió algo similar. Ayer trote, también. Olí la humedad imprecisable de la mañana. Posiblemente, tuve deseos de tararear una canción. Ayer no sentía este aliento grisáceo revolviendo mi ánimo. O puede que sí. Pareciera que cuando tenemos el corazón ajado, olvidamos que hubo amaneceres con resplandores de telenovela.

 Inicio otra vuelta a mi circuito de trote. Me vuelvo a encontrar con el hombre guajiro, tiene un cordel en sus manos. Rostro ovalado. Unos cuarenta y largos años. Lleva una camisa color tierra. Emana respeto, no temor. El niño  me pide que trate de no espantantarle las palomas.  La niña está sentada en la acera. Dos perros juguetean cerca. Enfilo hacia la cuesta del puente. Ya no existen los ojos rojos a ras de la carretera. El coloreo amarillento de la mañana, se ausentó. Los edificios grises son eso, edificios grises.

Completo la tercera vuelta al circuito. Casi una hora de carrera vuelta sudor, miradas, intercambios de saludos. Siento que con la carrera matinal, amello lo filoso y áspero de la vida. Detengo el trote a la entrada en el portón metálico, lo recuerdan, no han pasado tantas cuartillas. Solamente han trascurrido cincuenta minutos. Camino hasta mi casa. Me siento en el sofá de la sala. Ivett cuela el café. Me lo ofrece en una taza de losa blanca con una caricatura de un gato. Se sienta  a mi lado. Le digo algo olvidado. Ella agrega un no sé qué a la conversa. Le cuento que cuando hice la primera vuelta vi a un indígena con sus hijos: un varón y una niña. Relato que estaba en cunclillas. Desmoronaba un pedazo de pan sobre el suelo. Que lo miré como una acción llena de ternura en medio de esta tragedia que ahora nos marca, ruina económica, miseria, violencia. En ésta cruel realidad, hombre en apariencia pobrísimo, daba de comer a las palomas. Le narro a mi esposa que en la segunda vuelta del circuito,  miré más acuciosamente al guajiro que daba de comer a las palomas y supe que las migas de pan, eran un cebo para amarrar las aves con una cuerda de nylon.  

Termino el café. Miro el fondo blanco del pocillo, manchado de marrón. Mi mujer sigue pendiente del relato. Le agrego que, en la última vuelta, saludé al guajiro que daba migas de pan a las palomas. Le interrogué respetuosamente ¿Haz agarrado alguna?. No, me dijo, se reventó el cordel.

Huelo el aliento casero. Me olvido de mi  hombría. Hago evidente el dolor delante de mi mujer. Dejo que vea mi desgarro. No lo hago por la familia que cazaba palomas en el basural para comer. Desvisto mi ánimo ajado por  fantasmas, deshabitado de alegría. Ivett me ve en silencio. Intuyo que sabe que no padezco por los guajiros. No soy tan humano para eso. O quizás, como sostiene un personaje en la novela Al sur de la frontera, al oeste del sol de Haruki Murakami: ´Era demasiado egoísta para llorar por los demás, demasiado viejo para llorar por mí ´. Y me agazapo detrás del muro de silencio.

Un gato negro subido a una pared puede que observe a los caza-palomas. Puede que no.

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

acuantola@gmail.com

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García


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2025-06-05T13:24:00