Instantáneas fagéticas
Pablo Silva Olazábal
Rolando Faget (1941-2009) fue un uruguayo múltiple: poeta, gestor cultural, locutor, editor, hombre de radio y tarotista, entre muchas otras cosas. En plena noche de la dictadura, nada menos que en 1975, dijo a Laura Oreggioni "es un buen momento para fundar una editorial de poesía". Así crearon La Balanza, un sello donde publicaron, entre otros, poetas como Tatiana Oroño, Rafael Courtoisie, Hugo Giovanetti o Juan Capagorry.
Contenido de la edición 24.06.2021
Conocí a Rolando Faget en condiciones muy particulares. En 2005 organizamos junto a Malí Guzmán, Melba Guariglia y Sabela de Tezanos un ciclo de ferias del libro en el Interior que se llamó Un Solo País y que abarcó las ciudades de Maldonado, Melo, Bella Unión y Salto. El proyecto consistía en ferias con múltiples actividades artísticas (teatro para niños, danza, lecturas, música, exposiciones de pintura y hasta, en algunos casos, murgas) que se desplegaban tanto en la feria como en centros de enseñanza. Decenas de poetas y narradores leyeron y conversaron con estudiantes de aquellas ciudades. La última se realizó en Salto entre el 27 y 29 de mayo de 2005.
Cuando los escritores visitaban los centros lo hacían siempre de a dos. En el liceo de Salto me tocó ir con Rolando Faget. Había oído hablar de él pero no lo conocía. En realidad, no lo conocí hasta que lo vi actuar frente a los estudiantes: ahí me di cuenta de que era alguien especial.
En el Liceo Nº 4, acompañados por una profesora de literatura, entramos a un aula e interrumpimos una clase de computación de segundo año. Tras las disculpas del caso nos presentamos y les explicamos a los chiquilines qué era el proyecto Un Solo País. Frente a la clase, Rolando, un poeta de aire profético, gran tímido, con las manos llenas de papeles, titubeó. Le costaba arrancar. Me susurró: "es que mi poesía es muy complicada". Luego revolvió un sobre grande de manila, de donde alternativamente sacó y metió hojas dobladas y arrugadas, hasta que por fin se decidió por una. La leyó. Era un poema dedicado a Marosa.
Tras los monitores blancos de las computadoras -cada estudiante tenía una en su mesa- pude ver los ojos atentos y sentir cómo crecía el silencio. Cuando Rolando terminó, pregunté: "¿Quieren que les lea otro?". El siií fue unánime y contundente.
El poeta sonrió, carraspeó varias veces y volvió a revolver los papeles. Leyó Silencio:
Silencio
No, nunca te lo dije.
Yo quise un hijo tuyo
un niño de tu risa
con tu pelo amarillo
mi piel americana.
Un niño austral, un hijo tibio
como tú casi siempre.
Un hijo con tus manos
colibrí sin tristeza
un niño con tus manos.
Quise un hijo sin sombra
quise el mar, quise el viento
un hijo de agualluvia
duro como mi sangre.
Claro, no te lo dije.
Luego de leerlo Rolando miró a los estudiantes, gurises de 13 años, y señalándolos uno por uno dijo con voz fuerte y grave: "Ustedes nunca hagan esto. Nunca callen las cosas del amor y del desamor".
Se hizo un largo silencio. Todos los ojos continuaban fijos en él. La tensión, o mejor dicho la expectación, se estiró tanto que el momento parecía que no iba acabar nunca. Incómodo, dije: "¿Alguien quiere preguntarle algo?"
La interrogante aleteó sin fuerzas por aquel silencio compacto de la clase. De pronto ocurrió algo que nos desubicó por completo (y cuando digo desubicó me refiero a un asombro real: llegué a pensar en la idea de algo preparado, algo impostado, como esas situaciones creadas artificialmente para las bromas de la cámara oculta). ¿Qué pasó? Uno a uno todos los niños fueron levantando la mano.
Era raro de ver, nadie decía nada, todos con la mano levantada. Nos miramos con Rolando -recuerdo los ojos brillantes, la sonrisa pícara en la barba- y largamos la risa.
En la siguiente clase se repitieron los aplausos, las manos levantadas y también las carcajadas. Rolando ya no titubeaba y creo que fue por eso que varios chiquilines se animaron a pedirle si podía dejar una fotocopia de lo que había leído.
Rolando leía estupendamente bien, con una voz grave y en cierto modo épica que se transfiguraba, y lo transfiguraba, cuando leía.
Aquel día estaba contentísimo y por eso leía cada vez más alto. Cuando llegó a un verso suyo que dice "porque los ángeles siempre tienen razón", dejó de leer, alzó la vista y volvió a señalar a aquellos alumnos:
-"Y ustedes, gurises, siempre tienen razón".
Son muchos los momentos memorables con Rolando. Elijo uno al azar, porque me parece potente: ocurrió en una entrevista que le hicimos en Radio Uruguay, dentro de una semana dedicada a su poesía. Rolando llegó con una camisa roja. Estaba feliz. Con voz clara y enérgica contestó una pregunta y agregó "porque la muerte no existe". No recuerdo la pregunta, seguramente hablaba de alguien que le importaba, pero sí me quedó grabado lo que dijo: "porque la muerte no existe". Me llamó la atención ver a un escritor uruguayo -somos tan discretos, tan laicos, tan racionales- afirmar aquello con tanta convicción.
En otra ocasión salíamos de una situación inversa (yo era el entrevistado), dentro del espacio que él tenía en radio Oriental. Íbamos conversando por la Ciudad Vieja, en una esquina doblamos y nos encontramos con un gorrión muerto. Casi lo pisamos. Nos quedamos mirándolo impresionados. Recién había caído: solo así se explicaba que estuviera en ese estado y en ese lugar, en la mitad de aquella vereda tan angosta. Rolando me miró y dijo: "a él también Dios lo cuida".
No respondí nada. Seguimos sin hablar el resto del camino.
Una de las frases, creo que injustas, que Rolando repetía de sí mismo era que no tenía sentido crítico. Esa era y es una afirmación muy fuerte para un poeta, periodista y gestor cultural. "Para la crítica soy un desastre" decía, "porque me entusiasmo enseguida". Lo repetía como si eso, el entusiasmo, fuera un delito de lesa humanidad. A lo largo de los años he oído muchas veces que el éxito literario de Ediciones de la Balanza se debió sobre todo al criterio selectivo conque Laura Oreggioni y Mercedes Ramírez eligieron los libros publicados. Sin menoscabo de esta verdad me gustaría contar algo que puede sonar muy egocéntrico y que tal vez sea muy menor. En octubre del 2005 fui a visitarlo porque quería publicar mi primer libro de cuentos, La revolución postergada, bajo el sello de La Balanza. El poeta me citó en su apartamento de la calle Garibaldi, aquella vivienda increíblemente austera -recuerdo las paredes desnudas, interrumpidas por algunos de sus collages- para darme su parecer sobre mis manuscritos. Luego de repetirme por enésima vez que no tenía sentido crítico, me dijo que los cuentos le habían gustado mucho.
- "Sobre todo -dijo- El retrato del abuelo. Para mí es..."
Tiró la cabeza hacia atrás y luego abrió los brazos, sin decir nada más. "Te gustó" dije. "Para mí es un cuento notable" respondió. Quise aprovechar de algún modo práctico aquella charla, y le dije si no tenía algún libro para recomendarme y prestarme. Me llevó a un placar, lo abrió, en mi recuerdo estaba casi vacío, y sacó un libro editado por el Poder Legislativo. Era uno de los tomos de la poesía completa de Juan Cunha. Cuando entendí que me lo quería prestar, dije "no, no". Me había dado cuenta de que era su único libro, lo había conservado porque realmente le interesaba. "Vuelvo a esta poesía cada vez", me dijo hojeándolo. Quería prestarme su único libro.
Esta historia minúscula continúa diez años después, en los primeros meses del 2015: en Argentina se publicó otro libro de cuentos, Lo más lindo que hay donde incluí dos o tres cuentos viejos que me parecían potables. La editora Leticia Martin me indicó uno en especial; le parecía tan bueno que sugirió que debía encabezar el libro.
Era El retrato del abuelo, el cuento que Rolando había señalado.
En 2015 se editó una antología de su poesía realizada por Héctor Rosales, Nadie dude el lucero (Ático ediciones). En la web hay un blog dedicado a su obra.
Poemas de Rolando Faget
La segunda oportunidad
Quién te diera el ayer
nuevo sin uso
quién te dijera es tuyo ahora
todo el tiempo que usaste
irreflexivamente
para no arrepentirte de haberlo malgastado
para construir de veras
para no ir deshaciendo.
Quién te diera el ayer
un cielo entero
la luz de los domingos en verano
el agua, el aire, las mañanas
las noches del verano.
Quién te diera el ayer
y aquel minuto.
Como siempre
Llueve como llovía hace mil años
llueve como mañana
llueve de arriba a abajo como un mapa
como un mapa cortado
como una madre que cambió de cara
como un perro feroz, como mil dientes
como una tarde negra a borbotones
como estar solo a gritos
como siempre.
Porque tu sangre aterra
a Zelmar Michelini
Claro que no se me muere
tu nombre
noche olivo
estás en cada rabia
en todo padrenuestro.
Cierto, crecerá el pasto
irán, vendrán los ríos
tu semilla, tu mayo
cotidiano tu nombre
por siempre como el agua.
Llevarán nuestros hijos
mucho de tu manera
tu tiempo, madrugada,
profundísimo hermano.
(Buenos Aires se esconde
como una casa incierta).
Porque tu sangre quema todavía.
En nombre de tu sangre.
En nombre de tu sangre, las hogueras
el Salmo.
Porque tu sangre aterra
sigue amando
bautiza cada aurora
desnuda a los culpables.
Dolor, espanto,
océanos
y tu sangre,
próxima luz, la sangre.
Oh, tiempo de la ira
Ah, chacales cebados
hipócritas doctores
funebreros del buen amor y el canto.
No olvidadas colinas.
Un árbol solitario
como un bosque o un pájaro
un bosque amanecido
como un árbol
de cantos.
En nombre de tu sangre.
Porque hosanan las piedras.
Por tu cruz, por el alba.
En nombre de tu sangre
nosotros venceremos.
Ah, mientras tanto corazón arriba.
Torre de luz, hermano repartido.
Crecemos en trigal
y no hay olvido.
(1978)
La Palabra
como la pampa dura
esconde un manantial
un pozo, un hilo
reverbera la luz
alto cordero
afirma la palabra
su vocación de rito
emergió para siempre
no queda acá tristeza
conservamos dolor
la venidera ira
y el amor norte a sur
como el mar
la simiente
Hay rabias como alcohol
a Eduardo V. Haedo
Hay rabias como alcohol ante sensata muerte
junto al sol y los pinos
ratos que van quedando transcurridos y aumentan
que renacen, volviendo de golpe y de memoria.
Hay soledad sin vueltas, hueco en la tarde rota
sin historias previstas.
Si no es posible reconstruir lecciones, explicarlas
si es imposible reencontrar los gestos, lo imprevisto
superficial tan hondo, tan de magia y tinieblas
tan de honduras.
Ya no hay color siquiera por de pronto
poca luz va quedando en este rato.
Poca ciudad y noche, poco asombro.
O una calle imposible
O una calle imposible de plátanos coherente
una ciudad poblada de vasos con pitanga
presentidos tranvías corriendo suburbanos ntre
radios, malvones
cerca de costa y fábricas.
Reinventar la ciudad, casa recuperada
rabia, acento, reservas
la amplitud de los trigos
ilusión de concretas estaciones futuras.
Patria nueva encontrarla
deshacerse, combate, noches de hoguera y agua
sol repartido urgente, casa recuperada.
Pero esta es la ciudad
Pero esta es la ciudad
atado a esta ciudad
marcado por
uncido
una manera de decir escribiéndolo
que es mi ciudad.
Opacada tristeza, dolor inevitable
hoy lo sé ahora
abismo umbilical la ciudad mía.
Estuve lejos
aunque lejos ciudad siempre tu frío.
No obstante todo eso
te invento mi alegría
acerca de unas casas y ríos restallantes
pequeños pastos tiernos umbrosamente amargos
muebles sin bruma ningunísima
quise decir la niebla.
Esperando las noches
el mar que necesario.
La ciudad extenuada
mi ciudad
la de ustedes
manera irremplazable de crecer y pasar
de estarse y de dejarse.
Calles inevitables
las líneas de mi mano.
Estoy hecho de asfalto y lo celebro.
(este texto integra Poemas del río marrón
Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1971)
PABLO SILVA OLAZÁBAL
Escritor, comunicador, director y conductor del
programa radial "La máquina de pensar"