Kindle o no Kindle
Tomás Abraham
Contenido de la edición 19.07.2022
1) Antes
Yo leo, luego existo.
Yo soy del libro, lo que quiere decir muchas cosas. Que el libro es mi tercer brazo, mi tercer ojo, mi compañero, mi prótesis, una de las tres cosas que para Sarmiento justificaban una vida: el árbol, el hijo y el libro. Del árbol se ocupa mi esposa que es paisajista y de los hijos nos ocupamos los dos, ella de los propios y de los míos y yo de los míos y de los de ella. De los nietos lo mismo. Y de los libros yo solo.
Conozco a un amigo que decapita libros. Tiene una guillotina. Vive en Israel, fue profesor de filosofía. Archiva en su computadora medio millón de libros. Tiene un scanner que copia cien páginas en segundos. Y una guillotina. Pide un libro por correo o lo compra en librerías. Lo pone en la guillotina y le extirpa los lomos, tapa y contratapa, luego coloca las hojas del libro baja el filo de la hoja de acero y secciona los márgenes para reducirlo a la superficie del scanner. Lo registra y va a la memoria de su computadora. Así los puede leer en las pantallas de los dispositivos que están conectados en red. Los lee en la computadora de escritorio, en una notebook y en una tableta, cómo más le convenga.
Decapitó a toda su biblioteca.
Conozco a otro amigo, un escritor que vive en las afueras de Madrid, que hace años se deshizo de su biblioteca porque viajaba mucho, era nómade, y ya no quería cargar con el peso de sus libros. Lee en formato digital y los libros en papel lo repelen. No entiende cómo se puede leer libros materiales en lugar de los virtuales; me imagino que se pueden llamar así, virtuales.
El de Israel, Haifa, me asegura que las ventajas son muchas, por ejemplo, la letra, lee con el tamaño de caracteres que más le gusta, los varía a voluntad, y le evita someterse a la tipografía que le imponen los editores. Me lo presenta como una lectura antisistema, de resistencia.
El de Madrid me dice que una editorial le ha enviado un libro escrito por un amigo y le ha pedido a la casa matriz que por favor no lo haga más porque no puede leer en papel. Me aconseja que debo abandonar la costumbre de leer libros carnales porque no sirven para nada, por el contrario, hay que abrir el libro, cerrarlo, acordarse de la página en que lo dejamos y, lo que me sorprendió es que me dijera que los libros, además, tienen olor, se ensucian y se deterioran.
Ahora el argumento antilibro ya es higienista.
Platón en el "Fedro" descalifica al hecho de escribir porque la escritura es una prostituta. Pensaba que a sus diálogos escritos los podía leer cualquiera, no respondían a las preguntas, circulaban de mano en mano, bastaba un dinero para poseerlos, como una puta o una cortesana barata. Lo que no imaginó Platón es que la acusación de corruptible no la tuviera la escritura sino su envase, no el mensaje sino el medio por el que circula.
Viajo seguido a Colonia del Sacramento, en donde tengo mi residencia secundaria, la granja de bambúes y seis burros, además de dos pavos reales, gansos, patos, gallinas, ovejas, cabras, diez vacas holando y dos jersey, una yegua, dos faisanes, dos pavos plebeyos, cuatro gatos, un conejo, tres perros, en medio de colibríes, cotorras, búhos, chicharras, zorzales, teros, ranas, culebras, mariposas, vaquitas de San Antonio, gatas peludas, arañas, y una mesa en donde apoyar mi computadora, más los estantes en donde alineo todos los libros.
Para una estadía prolongada llevo por lo general unos treinta o cuarenta libros en mi auto, metidos en una valija y sueltos en el baúl y los asientos. Eso cuando estudio, es decir, desde siempre, en los últimos treinta y seis años desde que voy a Colonia del Sacramento, patrimonio cultural, o sea también libresco, de la humanidad.
Hablaré de mi rutina. Estudiar es lo que hago todas las tardes, lo que significa leer, subrayar, pasar lo subrayado a hojas A4 separadas por título de libro, luego comprimo las resmas con las citas manuscritas a menos páginas en las que sintetizo en ese tipo de fichas - para llamarlo de un modo tradicional -, una labor, una tarea, un trabajo, concomitante con anotaciones aleatorias en carnets o agendas que por lo general llevo conmigo, incluso en mis caminatas, por si se me ocurre alguna idea.
También escribo, lo hago por las mañanas, la escritura nace por lo general una vez que tengo todo miniaturizado e impreso en mi masa cerebral que actúa como una esponja que absorbe una vida compartida con un tema durante meses, hasta más o menos dos años promedio, con un único objetivo del que no me aparto.
Es mi trabajo filosófico. Cada libro que escribo tiene su bibliografía y sus estantes correspondientes en mi biblioteca, que es grande, fue creciendo, no sé cuántos libros tiene, y están en mi oficina, adosadas a la pared en tres ambientes. Una biblioteca iluminada por luz natural porque no soy rata de biblioteca sino ave que necesita aire, brisa, grandes ventanas.
Tengo un afiche enmarcado y ahora guardado de una publicidad de American Express en el que se ve un acantilado en una playa frente al océano sobre el que está clavada en la roca una enorme y larguísima biblioteca con un silloncito delante. Miles de libros detrás, el mar delante, el cielo. El paraíso del lector. En realidad, un paraíso mal pensado, puede ser soñado pero inútil, al menos para mí, cuando estoy frente al mar miro el mar y dejo el libro. Son momentos preciosos en donde un lector empedernido como yo, puede usar los ojos para otra cosa que para recorrer el alfabeto.
Cuando voy al baño lo hago con un libro. Cuando salgo a tomar un café lo hago con un libro. Cuando veo televisión lo hago con un libro. Uso el televisor como una radio y leo. En mi mesa de luz hay muchos libros. Amo los libros con pasión. No concibo mi vida sin libros. Toco los libros, los agarro, los leo, muchas veces al abrirlos sale una voz. La voz de Paul Veyne tiene cara de libro, la de Sartre, Foucault, Pessoa, Hannah Arendt, cientos de autores tienen cara de libros, por eso los miro. Yo miro los libros de mi biblioteca. Descubro libros olvidados, pierdo de vista libros reubicados, conozco de memoria en donde están los de mis mentores y maestros, son mis libros, debo saberlo, yo mismo los ordené.
Me he mudado muchas veces, los estantes con los libros son mi equipaje existencial. Los camiones de las mudadoras se llenaban de cajas con libros. Mi ropa la llevo en el auto. Los muebles no cuentan.
No presto libros, puedo prestar dinero, pero no libros; es como prestar un hijo o un árbol, para seguir con el manual del padre del aula. Soy mis libros. Estoy por llorar. Ya diré por qué.
Cuando me divorcié, antes de tomar una decisión tan importante y dolorosa, me di cuenta que lo primero que debía hacer era encontrar un lugar para mudar los libros. Una vez que lo hice, puse mi ropa en un bolso y me fui. Llamé a la mudadora para que desclavara los estantes y metiera los libros en cajas para transportarlos a su nuevo lugar, supe que no iba a la calle sino a mi nuevo hogar.
No concibo mi hogar sin mis libros, y mi oficina es la parte trasera de mi hogar, ya sea adosado como lo fue durante un cuarto de siglo o a unas pocas cuadras de mi nuevo domicilio.
Si no estudio, leo, como ahora, y leo al azar, a mis favoritos o a los que descubro, y comento lo aleatorio de mis lecturas en estas páginas, pero para eso debo recorrer los estantes de mi biblioteca y sacar el libro que quiero leer en el momento. Pero si viajo a Colonia del Sacramento sin plan de estudio y sin llevar todos mis libros no podré elegir algunos de ellos porque no sé qué querré leer en cualquier momento. No me puedo llevar una biblioteca. Mi esposa insiste en que tiene la solución: Kindle. Un hermoso regalo para mi cumpleaños.
Seguía con ganas de llorar. No lo siento como un cambio de tecnología sino como un exilio, un éxodo. Una despedida.
Por favor no me digan que hago demasiado espamento. No me humillen. Se lo digo a mi otro yo como superyó que los representa, es vuestro agente moral. Soy muy selectivo para elegir un libro. Leo poco en castellano. Por razones de trabajo mis idiomas son el francés y el inglés. No entro a una librería y elijo al azar una novela. Aunque no estudie soy un estudioso. Escribí un libro que se llama "Historia de una biblioteca", de la mía, es una historia de la filosofía guiada por mis libros. Recuerdo que al comienzo escribí que la biblioteca es el cuerpo del aficionado a la filosofía. ¿Qué es un caracol o una tortuga sin caparazón?
Ya sé que todo tiene solución salvo lo que no lo tiene y hasta que conserve el sentido de la vista podré leer, y mientras pueda comprarme una tableta también podré leer, no me la voy a comprar, me la regala mi esposa, que está entusiasmada con el cambio, para ella de formato, para mí, de vida. Ya sé, se talarán menos árboles. Argumento ecológico sumado al higiénico y al de la libertad entendida como control sobre el formato de lectura.
No sé qué reacción tendría, ella, arquitecta de paisajes, si le dijera que desde ahora se le prohibirá plantar árboles salvo que sean bonsái, miniatura que aborrece y le duele en el alma.
Para mí un e-book es un bonsái.
2) Después
Mi Kindle acaba de cumplir un año y medio. Es bueno como una mascota, atento como un mayordomo, contenedor como una maceta, no me causa los problemas que a Levrero lo volvían loco cuando se enfurruñaba con su computadora. El estuche electrónico que además es elegante como cigarrera de carbono, fue atento a mi deseo. A mi necesidad, a mi supervivencia como lector. Todo gracias a mi esposa.
Desde que tengo memoria leo con un lápiz en la mano. Subrayo. Adolescente, marcaba con un punto en el margen las palabras que no entendía en castellano para buscarlas en el diccionario. Mi familia hablaba en húngaro, mi lengua materna, que competía con el alfabeto escolar. Hablaba poco y mal. Al punteado le agregué llaves y corchetes para resaltar párrafos de importancia. Otras menudencias se le suman para comprender que no leo si no estoy armado con grafito.
¿Cómo hacerlo con el Kindle? Consulté a usuarios que me dijeron que hay una función que se llama "goodread" que almacena lo subrayado. Aprendí a subrayar, que hasta para mi torpeza es fácil. Se presiona el párrafo con el dedo y quedan las frases marcadas con una sombra.
¿Pero qué hacer con ese almacén de notas si no puedo archivarlo en carpetas de celulosa para más tarde trabajar sobre él y comprimirlo hasta hacerlo miniatura al tiempo que penetra mis neuronas de la memoria y se combina con otros circuitos de mi cerebro?
Escribir un libro de filosofía es un menester neurológico. Un día descubro que hay otra función por la que puedo enviar mis notas subrayadas a mi correo electrónico para después imprimirlas y volver a manipular papel. Eureka. Lo celebré como un milagro.
Puedo tener mis carpetas de lecturas archivadas sin la necesidad de pasar lo resaltado a mano. Me evita un trabajo descomunal. Es cierto que no todos los libros están en Kindle, pero es una sensación de algarabía, hasta de euforia, querer un libro y bajarlo en segundos, y a veces por un precio de pocos dólares. Es tentador. Puedo llegar a bajar libros al divino botón.
Los que no se han digitalizado, los busco por Mercado Libre, el maravilloso auxiliar del lector. El encomendero prodigioso. Sé que libreros y librerías padecen este progreso. No es mi culpa. Tampoco lo es de quienes editan una revista digital por quitarle el pan a los quiosqueros. Quienes escriben y editan buscan lectores, y si son de pantalla, se escribe y se publica en pantalla.
No renuncio a mi biblioteca, jamás lo haré, al menos mientras tenga esperanza de vida. Quizá en algún momento intentaré evitarles a mis descendientes el trajín de deslomarse por no saber qué hacer con semejantes toneladas de papel impreso, pero no donaré más libros a bibliotecas populares cuando vi que los arrojaban a un sótano. No figuro en ningún formulario porque no me preguntaron el nombre. Ni me dijeron gracias.
El año pasado publiqué un libro en formato digital, "Aburrimiento y entusiasmo". Cuando salió a la venta no lo vi, no pude tocarlo, ni olerlo. No pude colocarlo en el estante que le dedico a mis libros, esos ochenta centímetros de espacio longitudinal que certifican mi paso por la tierra. Había escrito un libro que estaba en una nube, pero yo no toco el arpa en las benditas alturas, soy pedestre. Tener un libro en la mano es vida. Con las regalías, lo mandé a imprimir, tengo cincuenta ejemplares en mi casa que regalo a mis amigos. Y convive con sus hermanos de papel en el estante de la fraternidad por mí creada. Se puede conseguir por Kindle.
TOMÁS ABRAHAM
Filósofo - Argentina
Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires/Doctor Honoris Causa de la Universidad de Tibiscus, Timisoara (Rumania). Sus más recientes publicaciones: El deseo de revolución (Tusquets, 2017); La máscara Foucault (Paidós, 2019); Aburrimiento y entusiasmo (Ed. Digital, Indie, 2021); La matanza negada -autobiografía de mis padres (El Ateneo, 2021).
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