La amazona

Lilián Hirigoyen

Brindamos a continuación a nuestros lectores el texto LA AMAZONA, de nuestra colaboradora Lilián Hirigoyen, que integrara el volumen EL ÁRBOL QUE HABLA y otros cuentos (2015).

 

Contenido de la edición 02.02.2023

 

Olivia sacó la vajilla que usaban exclusivamente para las visitas: los platos de porcelana, los cubiertos de plata, las copas de cristal.

Acomodó el mantel bordado que tantas veces había extendido sobre la mesa del comedor. Alisó las arrugas. Colocó las servilletas con bordes de puntilla hecha a mano.

Las agujas del reloj de la chimenea estaban por marcar las nueve en punto. Escucharía las nueve campanadas rítmicas, monocordes, fuertes, que desviarían su atención de lo que estuviera haciendo.

La cena estaría pronta a las diez, como siempre, como todas las noches, como lo ordenaba su madre todas las noches anteriores a esta desde que ella recordara. Olivia, pequeña y desvalida, la escuchaba dirigir a la servidumbre. Como antes aún, mucho antes, lo exigiera su abuela, y antes todavía, todas las demás.

El sonido del reloj, el tic tac que conocía desde que tuviera memoria, fue momentáneamente el chirriar de una puerta al abrirse. Al coincidir las manecillas, retumbaron las nueve campanadas y sonaron como si fueran voces antiguas llamándola o murmullos que vinieran de la pared pronunciando su nombre. Por un instante, le pareció que el tiempo huía de la máquina, y liberado de la cárcel de las agujas, vagaba en la habitación en ráfagas de imágenes viejas y queridas. Volvió revoloteando su madre veinte años más joven, su abuela, erguida y de bastón, con su pecho generoso enfrentando el mundo de féminas en el que le había tocado vivir y las otras atrás, las más ancianas, las que apenas eran un borrón blanco y difuso en las innumerables noches en que el comedor se vestía de fiesta para recibir las visitas.

Mujeres, solo mujeres. Los hombres aparecían solo en los retratos polvorientos de las paredes, con sus grandes bigotes y sus barbas tupidas, dejando ver apenas el clamor de los ojos. La última guerra, en épocas inmemoriales, los había hecho desaparecer. Habían muerto, decían algunas; habían huido, decían las demás. Lo cierto era que nadie hablaba claramente del asunto, ya por ignorancia, ya por felicidad, y las mujeres de la familia, todas, se fueron reproduciendo sin concurso de un hombre y cada una dio a luz a una niña y esta, al alcanzar la adultez, a otra, hasta llegar a su abuela, a su madre y ahora, a ella, con sus veinte y pocos años a cuestas.

Colocó las copas, los platos y las servilletas y se sentó, sabiendo que su madre haría su aparición a las diez menos diez, vestida con su largo vestido negro de lentejuelas y su pelo recogido en un moño. Ambas, en silencio, se sentarían a esperar la llegada de las tías viejas -las abuelas- y las otras.

Todo sucedió como lo había imaginado. Su madre bajó al comedor vestida con el atuendo de las fiestas; llegaron las demás, engalanadas y dignas, las más viejas y las no tanto; la cena se sirvió a las diez y las doncellas de manos enguantadas, cuando todas hubieron terminado, retiraron el servicio para que el brindis de despedida fuera posible.

Se cambiaron las copas por otras, rojas y esbeltas, de pie diminuto, larga pierna y borde grueso y circular como si fueran labios carnosos llenos de asombro. Un líquido rojo y espumoso, de olor intenso y dulce, las fue llenando hasta tocar el borde.

El reloj volvió a hacer escuchar su voz. A las doce en punto, cuando con ritmo pesado y lúgubre cantó con el tic tac como música de fondo, todas chocaron las copas celebrando. Afuera, la  luna, doncella y vigía, apenas encendía la noche.

Olivia brindó con ellas. Levantó su copa y bebió el líquido rojo como si desangrara el cristal hasta vaciarlo. Se abrazaron. De a una y con cariño, fueron cobijándola. Y de a una también, en silencio, se despidieron.

Su madre, besándola en la frente como todas las noches de fiesta, subió a su dormitorio. Era el único cuarto que quedaba en la planta alta. El de huéspedes y el de Olivia, que antes había pertenecido a su abuela -ahora vivía con sus hermanas mayores y sus sobrinas- quedaban en la planta baja.

Olivia se quedó sola. El silencio, un insecto que parecía devorarlo todo, se había detenido en las paredes. El comedor, herido de muerte por un rayo de luna, languidecía luego de las risas.

Llenó otra vez su copa vacía. Brindó por la noche y el demonio blanco de la luna y la vació de un trago. Se descalzó. Dejó los zapatos de taco a un lado. Aspiró profundo como si se ahogara.

Lentamente, se puso de pie y tambaleándose, como si el líquido rojo y dulzón se hubiera llevado su equilibrio, se dirigió a la habitación. Varias veces se dio vuelta, y varias veces giró sobre sí misma  oteando un horizonte de ventanas y puertas invisibles que acababan de cerrarse.

Finalmente, entró en el cuarto en penumbra y, sin encender la luz ni quitarse la ropa, se dejó caer en la cama, Permaneció sentada, esperando.

El silencio era absoluto. La luna, hundida en el cielo quebraba apenas la oscuridad del cuarto con un rayo blanco.  En el pasillo, junto al cuadro de un hombre de poblada barba y bigote hirsuto, una sombra alta, robusta y de andar decidido siguió los pasos de Olivia. Entró a su dormitorio y ruidosamente, cerró tras sí la puerta.

Afuera una nube negra cubrió la claridad multiplicándola en infinidad de estrellas.

 

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta y actual directiva de la Casa de los Escritores del Uruguay

 

(*) LA AMAZONA, publicado originalmente en "EL ÁRBOL QUE HABLA y otros cuentos", Ediciones Dixi, mayo 2015. "Este es un libro de cuentos que surge de la fantasía o, mejor dicho, del porcentaje que nos toca de ella en la vida cotidiana. Está inmerso en el espíritu de los cuentos antiguos, en la magia que se lleva adentro desde tiempos pretéritos, en los miedos profundos e inexplicables que toman formas de lo fantástico".

 

Imagen de portada: Museo de Historia del Arte/Daniel Feldman


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2023-02-02T18:03:00