La dicha de ser un axolotl

Antonio Ungar

Contenido de la edición 05.09.2025

 

El escritor colombiano Antonio Ungar considera que ser distinto -extraño- implica grandes retos y riesgos. Pero también nos pone en una posición de "observadores privilegiados" en un mundo que intenta, cada vez más, uniformarnos y borrar las diferencias.

 

No hay que creerle todo al diccionario, pero algo de razón tiene cuando dice que "extraño" quiere decir "de nación, familia o profesión distinta de la que se nombra o sobrentiende, en contraposición a propio". Cuando además agrega que el sinónimo principal de extraño es raro. O cuando insiste: raro tiene tres acepciones: "que se comporta de un modo inhabitual", que es "extraordinario, poco común o frecuente" y que es "escaso en su clase o especie".

Nací en Bogotá, mi madre era una colombiana católica, mi padre era un descendiente de judíos austriacos, mi padrastro un ateo y estoy casado con una palestina musulmana que creció en una comunidad árabe dentro de las fronteras de Israel. A donde vayan mis hijos, entonces, serán considerados extraños, casi extraordinarios. Para completar el panorama, vivimos en Alemania, un país que por momentos parece no haber aprendido de su pasado y en el que grupos cada vez más grandes de la población abogan por expulsar a los que son distintos.

Todos en la familia somos, de alguna manera, Gregorios Samsas, atrapados en nuestra excepcionalidad, torturados por habernos despertado en este mundo uniformizado por el capitalismo, por la dictadura de las mayorías, siendo tan distintos. Y sin embargo, de eso estoy convencido, siendo lo que somos tenemos existencias mucho más complejas, más intensas. Ser distinto es ser lo que escribió Kafka, sí, pero también es tener un punto de observación privilegiado, y es poder gozar de tradiciones culturales a voluntad.

A veces siento que nuestra posición se parece a la de un viajero en Colombia. Si en Europa hay que esperar meses para que lleguen el verano o el invierno, en Colombia basta con subirse en un carro y andar unos kilómetros, y dependiendo de la altura sobre el nivel del mar, se puede estar en Siberia o en el Congo. Así, más o menos, es crecer en una familia "sin identidad cultural", o más bien con varias identidades que coexisten, que son capaces de bailar y de disfrutar juntas.

¿Pero cómo somos vistos desde las mayorías? Tal vez la mejor manera de ilustrarlo sea releyendo el cuento "Axolotl", de Julio Cortázar [escritor argentino]. En mi edificio, como en muchos en Berlín, hay pocos alemanes. Todos somos, de alguna manera u otra y en distintos niveles, extranjeros, extraños. No nos parecemos a la mayoría, quiero decir. Una vez cada uno o dos años, mis vecinos reciben visitas familiares. Primos de Sudán, hermanos de Ucrania, tíos de Paraguay. Los alemanes, que son alemanes berlineses y por lo tanto están acostumbrados a nosotros los extranjeros -que no votan por la derecha ni por la extrema derecha- nos miran con una mezcla de curiosidad y de la sorna sin dobleces de la que son capaces.

Sin embargo también hay en esa mirada, como en quien observa al ajolote en el cuento de Cortázar, admiración y miedo. Admiración por nuestras excepcionales diferencias, por la forma en que parecemos ser capaces de disfrutar la vida irresponsablemente -sobre todo los que venimos del "Sur Global"-: hacer fiestas entre semana, cocinar con muchas especias, hablar con volumen alto, besarnos en público, todos los tópicos acerca del "tercer mundo", que en algunas situaciones resultan ser ciertos y potencian nuestra condición de rareza.

El narrador en el cuento de Cortázar, que parece ser Cortázar mismo, se obsesiona con mirar a unos ajolotes en un acuario. Poco a poco, casi sin notarlo, su punto de vista va cambiando hasta que la mutación es irreversible: deja de ser un humano, pasa al otro lado del cristal, se convierte en un ajolote y con sorpresa nos damos cuenta que es desde ahí, desde su existencia de ajolote y todavía aterrorizado por serlo, desde donde nos está contando la historia.

El miedo de algunos alemanes por lo extranjero, por lo extraño, es, estoy convencido, también el miedo a convertirse ellos mismos en ajolotes, como el Cortázar del cuento. Miedo a dejar su zona de comodidad, a dejar su historia, a dejar sus tradiciones y a ser, como individuos y como grupo, un poco raros. Ese miedo, parece ser, se manifiesta de dos maneras: mediante una mirada a medio camino entre la admiración y la envidia, o mediante una xenofobia cada vez más manifiesta y menos avergonzada.

En estos tiempos de la ley implacable del más fuerte, desafortunadamente, parece que frente a lo distinto son los matones quienes van ganándole la partida a los curiosos, a todos aquellos propensos a caer en tentación.

 

ANTONIO UNGAR

Nacido en Bogotá en 1974. Es autor de cuentos incluidos en más de veinticinco antologías en once países y de novelas traducidas a siete idiomas. Ha recibido numerosos reconocimientos, entre los que destacan el Premio Herralde de novela y la presencia en la lista final del Premio Rómulo Gallegos. Desde 2020 reside en Berlín, en donde da talleres de escritura y prepara su próximo libro.

 

Copyright: Texto: Goethe-Institut, Antonio Ungar. El texto se publica bajo licencia Creative Commons Atribución - Compartir igual 4.0 Alemania. Publicado originalmente en la revista Humnboldt; reproducido con autorización de los editores.

Imagen de portada: CONTRATAPA/Daniel Feldman - "Una extraña en el jardín", Sociedad Rural de Buenos Aires.


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2025-09-05T22:22:00