La inutilidad de la filosofía

Pablo Romero García

Joni Ocaño hablaba hace un rato sobre el eje central de la mesa que nos convoca, que es el de la inutilidad de la filosofía, haciendo referencia en su presentación a aspectos indeseables que están en boga en ciertos discursos

Contenido de la edición 14.01.2021

(adhocFOTOS/Daniel Rodríguez)

Joni Ocaño hablaba hace un rato sobre el eje central de la mesa que nos convoca (*), que es el de la inutilidad de la filosofía, haciendo referencia en su presentación a aspectos indeseables que están en boga en ciertos discursos, remitiendo particularmente a lo que viene sucediendo en Brasil, al ataque que el gobierno de Bolsonaro viene realizando respecto de la filosofía y el campo de las Humanidades en general. Un discurso que remite no solo a la "peligrosidad ideológica" de la filosofía sino a su inutilidad, aspecto discursivo que incluso vivenciamos a veces los profesores en nuestras aulas, como bien lo retrataba Adrián hace unos minutos y que inmediatamente me llevó a uno de mis primeros cursos como docente en el bachillerato, en el cual un alumno de unos 16 años, luego de haberme presentado en la que era nuestra primera clase, me lanzó la fatídica pregunta de ¿para qué sirve la filosofía? Parece ser que hay un a priori instalado sobre cierta inutilidad de nuestra disciplina, algo que flota en el ambiente y que ese alumno explicitó desde una pregunta que, por su tono, ya traía incluida una tajante afirmación por la negativa.

No recuerdo literalmente la respuesta ensayada, pero me referí básicamente a la utilidad de pensar y pensarnos, al doble movimiento de la filosofía: la capacidad de pensar y conocernos a nosotros mismos y la capacidad de pensar al otro y a la comunidad en la que estamos insertos y convivimos. Lo cierto es que no quedé muy conforme con mi respuesta y me fui meditando en la pregunta del alumno, lo cual terminó llevándome a interrogarme respecto del por qué me había dedicado a la filosofía. Ciertamente, el alumno había calado hondo con su pregunta.

Entonces,  ¿qué fue lo que me había llevado a dedicarme a la filosofía? Esta pregunta me retrotrajo a los años en que estaba terminado de cursar el liceo. En mis últimos dos años de secundaria ya tenía una tendencia hacia las disciplinas humanísticas y recuerdo que en el último curso, en el de sexto año, en la primera clase nos toca justamente filosofía. El profesor ingresa, saluda con un ademán y sin mediar palabra se dirige al pizarrón donde comienza a escribir respecto de qué era la filosofía, en una especie de definición que comenzó a extenderse por el pizarrón y que, llegado a su extremo, la prosigue escribiendo por la pared.  

Entre que uno tenía la sensación de que los de filosofía estaban un poco fuera de órbita y este accionar de continuar escribiendo por la pared, no costó nada llegar a la conclusión de que efectivamente algo fallaba allí, sobre todo cuando la definición volvió al pizarrón para continuar siendo escrita en forma vertical y descendente por el borde. Resultaba un panorama un poco incómodo y el curso parecía ser complicado de arranque, por decirlo de algún modo. Al menos, parecía que iba a ser difícil sacar aunque sea un apunte, visto la metodología de escritura con que iniciaba la cosa.

Lo cierto es que el asunto continuó con unas explicaciones de parte del profesor respecto de las definiciones planteadas, frente a un público en silencio y perplejo, situación que se profundizó cuando se dirigió a una tarima de dibujo que reposaba cerca de la puerta del salón, donde colocó en su cima un borrador, para decirnos que era lo que le representaba (el borrador en lo alto, el docente como el poseedor del conocimiento que se ubica en la cúspide) y que nosotros con sus preguntas teníamos que cuestionarlo, que sacudirlo.

Así fue que comenzó precisamente a sacudir la tarima, al punto que el borrador salió disparado, dando contra un costado de la puerta. Varios quedamos agarrotados a la silla. Y el profesor, que era muy actoral como ya se habrán dado cuenta, nos dice en ese momento de máxima tensión que la filosofía tenía que ver también con romper con lo cotidiano, con el acostumbramiento, con sacarnos de aquello a lo que estamos habituados (y que evidentemente él había logrado hacer con nosotros, quienes básicamente recibíamos a un profe, sacábamos con pereza el cuaderno y comenzábamos a tomar apuntes de lo que iba diciendo y nos dedicábamos a copiar del pizarrón sin demasiado entusiasmo).

El profesor había generado realmente una tensión que ningún otro docente había logrado. Había capturado totalmente nuestra atención y nos había colocado en ese lugar de la extrañeza, de la admiración y el asombro, que justamente tiene que ver con el filosofar, con ese lugar donde la filosofía comienza a resultar fundamental en tanto actitud inicial frente al mundo que nos rodea. No en vano, tanto Platón como Aristóteles nos señalan en sus textos que uno de los orígenes de la filosofía es la capacidad de asombro del sujeto, lo que le permite salir de la mirada rutinaria y carente de cuestionamiento sobre lo que le sucede y lo que acontece en la sociedad donde convive.

El profesor no estaba "loco", claro, y ciertamente trabajó fuertemente sobre contenidos habituales de la disciplina, más allá de sus ocasionales actitudes provocadoramente teatrales, y su curso fue muy disfrutable. Sobre todo, me sentí muy reflejado en esa necesidad de hacer con los otros, de provocar en otros, aquello que este docente había generado en mí. Replicar el  sacudón, digamos. Así fue que me decanté por la docencia y en particular por la filosofía (aunque en 20 años de dar clases jamás he escrito por las paredes ni arrojado borradores, a falta de ese talento performático que tenía el profesor Walter Lépore).

Recordando todo esto, para la siguiente clase decidí que iba a contarle esta anécdota al alumno de la "fatídica" pregunta y a desarrollar algunos puntos que entendía complementarían la idea de la "utilidad" de la Filosofía.

Llegando al liceo sucede otra cuestión muy particular -que completa el cúmulo de anécdotas que en principio podrían resultar poco significativas pero que dan cuenta de situaciones significativamente interesantes que se fueron hilvanando entre los recuerdos y el presente-: al estar por ingresar vi que un alumno eludió sin prestar la más mínima atención a una persona en situación de calle que dormía atravesada en la vereda, a una media cuadra del ingreso a la institución. Lo sucedido me sirvió como insumo, pues al comentarles a mis alumnos de esta situación, pude referirme desde un ejemplo claro y cotidiano a la capacidad de asombro y su relación con la utilidad de la Filosofía.

Cuando el adolescente, concentrado en su celular, había eludido con total indiferencia a aquel hombre, no hacía más que reducir a parte del paisaje habitual, al decorado de la ciudad, a esa persona y su situación. No lo había conmovido. El preguntarnos respecto de por qué una persona está durmiendo en la calle, el por qué en una sociedad tenemos individuos que no tienen un hogar, el plantearnos la duda sobre cuál es la situación de vida que puede llevar a  alguien a dormir en la calle, supone poner en juego la conmoción y capacidad de asombro que dispara el filosofar. Lo contrario es el mantenernos adormecidos por la indiferencia y el no cuestionamiento de lo dado. La filosofía, pues, resulta particularmente "útil" en el combate a la indiferencia y en la tarea de reflexionar sobre lo que damos por sentado.

La capacidad de asombro nos conduce a la pregunta, a la interrogante, al por qué, a la vital pregunta por el sentido. Y desde la pregunta nos dirigimos a la indagación y a un intento de resolución del dilema planteado, que puede pasar por terminar debatiendo del asunto en una charla de amigos o en que alguien se dedique a profundizar y estudiar sobre la justicia distributiva (pensando en el caso del hombre que dormía en la calle).

Fuera de los espacios de teorización académica, en lo corto e inmediato, podemos ver reflejado, como decía recién, en una charla con amigos el resultado de lo provechoso de poner en juego esa capacidad de asombro, ese puntapié inicial hacia el filosofar. La filosofía nos aporta en la reflexión sobre lo cotidiano, sobre la empatía (esa capacidad de poner en juego la necesaria sensibilidad para saber colocarnos en el lugar del otro), sobre las circunstancias de reflexión ética que se asoman en el diario vivir. Esto fue sobre lo que charlamos finalmente en aquella segunda clase con mis alumnos.

La filosofía, decía, nos empuja a combatir la indiferencia, y también -porque nos empuja a pensar- la pereza intelectual, que es un mal que tenemos instalado. Fomenta -porque tenemos que dar cuenta de nuestros puntos de vista- el desarrollo de la capacidad de argumentar. La filosofía tiene entre sus virtudes, entre estas "inutilidades", la capacidad de ensanchar y arrojar luz sobre los procesos argumentativos. Esto ya supone un valor de primera necesidad. Lo digo con conocimiento de causa, en virtud de mi experiencia docente de estos últimos años, donde es notoria la existencia entre nuestros alumnos de un código lingüístico muy restringido, con lo que tal cuestión supone en relación al vínculo indisoluble entre lenguaje y pensamiento. Lo vemos en las aulas, donde los estudiantes cada vez utilizan -sea en la oralidad o en la escritura- una menor cantidad (y calidad) de palabras. Hay un notorio empobrecimiento en ese sentido. El lenguaje da cuenta de cómo pensamos. Y viceversa. Un círculo que puede ser tan virtuoso como vicioso, claro.

Lo cierto es que estas restricciones observadas tienen efectos importantes, incluso si pensamos en la educación como un mero espacio de construcción de posibles salidas laborales (algo tan en boga en los últimos años, el concebir a la educación primordialmente en relación a las variables necesidades del mercado de trabajo), pues es determinante la amplitud del manejo de diversos registros lingüísticos por parte del alumno. En ese sentido, suelo señalarles que si van a una entrevista laboral y se presentan diciendo que vienen por el "coso" y que lo llamaron de la "cosa", probablemente vean reducidas de entrada sus posibilidades de acceder al puesto ofrecido. Hay expresiones que tienen que ver justamente con ese código que se ha ido restringiendo y que se relacionan también con esas posibilidades laborales de futuro y ya no solo con el beneficio más general de poder expresar de mejor modo argumentativo nuestro punto de vista frente a cualquier situación de la vida.

Estas "utilidades" de la Filosofía se dan además en el marco de la llamada era digital. Quiero referirme a esto desde mi doble condición, la de profesor de filosofía y profesor de informática. Es crucial comprender que las tecnologías son un medio y no un fin en sí mismo, sobre todo porque hay cuestiones que si no acompañamos en esta era digital nos van a seguir generando problemas relacionados con la marginalidad cultural, esa marginalidad que es la que en definitiva nos está comprometiendo como sociedad.

Por ejemplo, hay una tendencia a una escritura escasa y recortada, que tiene que ver en parte con el uso de las nuevas tecnologías, que nos llevan, para que la comunicación sea rápida y "efectiva", a escribir lo más brevemente posible. En nuestros jóvenes este recorte es endémico y la escritura por medios digitales es cada vez más concisa, limitada. A su vez, la utilización de pantallas simultáneas ha contribuido en la incapacidad de concentración focalizada. Les sucede a los adolescentes y también a los adultos, que, en este sentido del uso de las nuevas tecnologías, viven un proceso de  adolescentización. Lo cierto es que es muy difícil que nuestros alumnos, particularmente los del ciclo básico, puedan concentrarse en una tarea fija, o en una propuesta teórica, durante más de diez minutos. Sabemos que empiezan a rebotar por la clase y que tenemos un gran problema con los diagnósticos de déficit atencional con hiperactividad, los cuales están inflados en su número, más allá de los casos que realmente supongan cuestiones patológicas, pues muchas de esas situaciones tienen que ver sobre todo con aspectos culturales deficitarios (y, por supuesto, tiene que ver también con los docentes, con los modos de enseñanza, con alumnos que aprenden de otras formas y a los cuales no siempre sabemos cómo llegarles, chocando con ese modo de aprender). No están habituados a concentrarse, no entienden por limitaciones culturales incorporadas, se aburren (ya hablaré específicamente de esto) y comienzan a dispersarse muy fácilmente.

Como sea, tenemos un problema grande en la capacidad de concentración. Y en la falta de lectura de largo aliento, que es un punto relacionado. Otra situación habitual es la de la imposibilidad de buscar información adecuadamente. Quizás como nunca en la historia de la humanidad tenemos acceso a tanta información, a tanto conocimiento disponible al alcance de cada vez más personas. Sin embargo, el gran desafío es como bucear en ese mar de información. Podemos ir a un navegador web y colocar "Aristóteles" en el área de búsqueda y nos van a salir doce millones de referencias. El tema es cómo discriminar significativamente (y, además, no intoxicarnos a nivel informativo, otro problema que se viene generando). Sobre este punto, hace poco estuve compartiendo un panel con un periodista que en un momento me dice que "lo que pasa es que los alumnos tienen Wikipedia y en el futuro el docente no será casi útil". Es preocupante esa concepción, pues no da cuenta justamente de la importancia del mediador, de lo que implica y significa el oficio de educador, del adulto formado que está mediando culturalmente y que no puede ser sustituido simplemente por la información disponible en una página web.

El educador sigue -y seguirá- siendo decisivo en la construcción de conocimiento de las nuevas generaciones. No alcanza con tener la información al alcance y la brecha de conocimiento no se acorta por simplemente colocar una computadora, un dispositivo digital, en las manos de los jóvenes. Ayuda en el acceso, pero lo que en definitiva va a generar una posibilidad real de aprendizaje en el sujeto es la mediación con el mundo de la cultura que representa el docente, la familia, el entorno en el cual está inserto ese individuo. Las tecnologías por sí solas no generan conocimientos ni aprendizajes.

Y  agrego un punto más: la cultura del aburrimiento. Tenemos un bombardeo respecto de no estar aburridos, de ocupar nuestro tiempo en algo divertido, en asociar nuestro tiempo de ocio al estar conectados, sobre todo con algo que sea entretenido.

Sabemos que el basamento de toda cultura en buena medida es el tiempo de ocio. Lo que hacemos allí nos refleja. Y lo que nos pasa en estos tiempos tiene que ver con que tenemos una cultura de lo divertido, efímero y rápido, que choca con la cultura del aprendizaje escolar, que implica un proceso de largo aliento, cuyos resultados se ven consolidados a largo plazo y que no calza en los parámetros de la sociedad del entretenimiento. Frente a esto, por cierto, los docentes debemos pararnos firmes: no somos animadores de fiestas. Y esto me parece importante tenerlo claro. No significa que hagamos clases "aburridas" ni que no tengamos en cuenta los intereses desde los cuales parten los alumnos, pero no es nuestro rol el divertir a los chicos. El aprendizaje, el proceso del conocimiento, va a pasar por instancias que les van a parecer muy aburridas desde su perspectiva adolescente, pero debemos tener claro que nuestra construcción es hacia futuro y confiar en que más adelante esos contenidos podrán ser apreciados y empleados en la vida misma de un modo positivo.

Incluso el espacio de la soledad es mal visto. Ese espacio donde nos encontramos con nosotros mismos y que es un ámbito reflexivo y de construcción intelectual y cultural de una sociedad, tiene muy mala prensa en la actualidad y cada vez tenemos un mayor recelo a estar a solas (o necesitamos estar permanentemente en un momento "productivo", haciendo algo "útil").

Entonces, en este panorama que hemos venido refiriendo, es clave el desarrollo de las virtudes que nos aporta la filosofía y que señalábamos al comienzo. Lo es, como docentes, el asumir  nuestra responsabilidad como intelectuales formando ciudadanía crítica. Nuestro trabajo es el de un trabajador cultural, que busca trasmitir la pasión por el conocimiento tanto como el transformar la realidad de desigualdad social, económica y cultural que padecen muchos de nuestros alumnos. Eso lo subrayo porque uno de los riesgos que corremos es el de convertirnos en meros funcionarios que cumplen burocráticamente con el dictado de clases. Si queremos trasmitir la pasión por el conocimiento, el amor por la lectura, debemos sentirlo y vivenciarlo, seguir formándonos (algo que el sistema no cubre adecuadamente ni suele permitirlo por su misma lógica de funcionamiento, con docentes, por ejemplo, saturados de horas de clases, sin tiempo real para la necesaria formación permanente).

Para ir cerrando, señalar que la filosofía nos resulta particularmente útil a la hora de reflexionar sobre estas situaciones esbozadas, y que todos los que estamos en situación de aula las estamos viviendo cotidianamente. Martha Nussbaum, filósofa norteamericana, es la autora de un libro que les recomiendo, titulado Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, donde denuncia la crisis de la educación y de las humanidades en el mundo, señalando que no solo se manifiesta en el retiro progresivo del apoyo estatal al campo de las humanidades (como sucede en Brasil), sino en un cierto desprestigio que produce el dedicarse al campo humanístico, en tanto no tiene una buena consideración en términos lucrativos. Agrega Nussbaum, en un pasaje que cito: "¿Con qué nos encontraremos en el futuro si estas tendencias se prolongan? Pues tendremos naciones compuestas por personas con formación técnica pero sin la menor capacidad para criticar la autoridad. Es decir, naciones enteras de generadores de renta, con la imaginación atrofiada. En palabras de Tagore, un suicidio del alma".

Este suicidio del alma que señala Nussbaum respecto del camino que venimos recorriendo quizás no solo se manifiesta en el desprecio de las humanidades sino también en algunos modelos educativos instrumentales que se están imponiendo hoy en día y que muchas veces forjan preguntas ya concebidas desde una respuesta negativa como la de aquel alumno que preguntaba sobre la utilidad de la filosofía. Combatir esos prejuicios es una tarea clave.

En un mundo intoxicado de información y de consumo exacerbado, donde el otro cada vez nos resulta más lejano, y en donde impera la lógica del lucro, la tarea de la filosofía es vital para construir una democracia fundada en la empatía, los valores humanistas y la ética argumentativa. El intelectual, el filósofo, el docente, tiene un rol de resistencia. He ahí el porqué de su incómoda y permanente inutilidad a la vista de ciertos posicionamientos. Es vital asumirnos en una tarea que, a estas alturas, es contracultural. La buena vida en común, el mejorar como sociedad a partir de la construcción del conocimiento asociado a la reflexión ética, es un horizonte difícil de alcanzar, pero es la principal tarea que tenemos por delante en el campo de la formación docente, un rol que siempre es de exposición y que, fundamentalmente, es moral.

 

(*) Conferencia presentada en setiembre de 2019 en el Ce.R.P del Norte (CFE-ANEP), en la ciudad de Rivera, en el marco de las VIII Jornadas Binacionales de Educación.

 

PABLO ROMERO GARCÍA

Profesor de Filosofía, comunicador

 

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2021-01-14T00:01:00