La mirada en la espalda

Lilian Hirigoyen

Brindamos a continuación a nuestros lectores el cuento LA MIRADA EN LA ESPALDA, de nuestra colaboradora Lilián Hirigoyen, que obtuviera mención especial en el Segundo Concurso Nacional de Cuentos Breves "Paco Espínola" (2008).

Contenido de la edición 02.12.2022

 

Ahora se le hacía patente el recuerdo de su niñez y su primera juventud, el caminar angustioso que lo delataba y el presentimiento tenaz e inequívoco de que era espiado. Nada jamás lo sacó de su certeza, a pesar de que nunca pudo comprobarlo cuando miraba repetidamente a su alrededor para cerciorarse con aire fingidamente ausente. No era reconfortante imaginarse recorrido de arriba abajo por una mirada vacía de rostro. Nunca comentó con nadie su sospecha. Al contrario, con sus padres y amigos se mostró siempre encantador y dicharachero.

Pero él se sentía así, observado a distancia, como si alguien o algo oculto y mimetizado con los alrededores le siguiera los pasos. Cuando se reunía con los niños de la cuadra y corría nervioso jugando a las escondidas, le parecía que tras los árboles del parque o a la vuelta de alguna esquina le aguardaba agazapado lo que tanto temía encontrar.

No pocas noches había trancado las ventanas de su dormitorio a pesar del agobiante calor del verano; no pocas, también, había encendido las luces, inquieto y desvelado.

El despertar de la adolescencia no le cambió los temores. Los deliciosos cuerpos femeninos solían ocultarle otros que tampoco manejaba. Temblaba ante la sonrisa cómplice de alguna jovencita o ante la tentación de acariciar una piel tersa. Pero tras el encanto inicial, lo invadía otra vez el miedo de ser espiado hasta en sus más profundos pensamientos y, vuelto hacia la delicada muchacha que en un principio le despertara atracción, volcaba sobre ella la sospecha de su paranoia.

Finalmente llegó la juventud plena, la edad en que ya se es enteramente libre para deambular por la vida sin pedir permiso a los progenitores.

El deseo hacia el sexo opuesto se hizo más fuerte, más perentorio. Entre todas las jóvenes de su edad hubo una, tímida y de cálidos ojos negros, que le colmó las ensoñaciones.

Fue ese enamoramiento intenso el que le arrebató la sensación de ser perseguido. El rostro amado ocupaba sus pensamientos. No había lugar para los temores. Vago y difuso, el asedio desconocido se perdió en algún recoveco de su memoria. Durante el romance sólo existía su cuerpo y el de la elegida. La mirada que antaño llevara clavada en su espalda ya no tenía el fuego de un dardo encendido, sustituida por el amor.

Llegó la boda. A pesar de que era reacio a los gastos innecesarios, organizó una gran fiesta para sellar la ansiada necesidad de tener a su enamorada siempre consigo y de consumar la unión en su vientre con la prolongación de la vida.

Pasaron los años. El desgaste de la rutina los fue arrastrando. No vinieron hijos, aunque ambos eran todavía jóvenes.

Con el susurro helado del hastío volvieron a renacer los miedos. La necesidad de trancar la ventana a pesar del agobio estival. La lamparilla encendida cuando el sueño clamaba por la oscuridad. El diálogo entre ambos se fue espaciando. La noche los sorprendía distantes y bostezando ante un libro o en la cocina mientras cenaban. El tiempo les hizo percatarse que tenían pocas cosas en común. Cuando regresaba del empleo su lugar favorito era la biblioteca, entre sus papeles. Sólo escuchaba los pasos apenas audibles de ella en el dormitorio o en el comedor. Llegó un punto en que solamente compartían el "Hola".

Muchas veces, le parecía percibir la mirada negra y brillante de su esposa deslizarse sobre sus hombros y su espalda, como una caricia asfixiante. Otras tantas en el dormitorio, cuando fingía dormir, presentía los ojos negros y encendidos fijos en él, disecándolo. Sus temores, entonces, pasaron a tener unos ojos profundos y conocidos. El objeto de su miedo abandonó el exterior para convivir con él bajo el mismo techo. El hijo no vino, tampoco intentaron buscarlo.

Sin dar explicación alguna, una noche de tormenta armó un dormitorio improvisado en la biblioteca, donde se instaló definitivamente junto a la blanca seguridad de sus papeles.

El trayecto hacia el trabajo también era una tortura. Se sentía observado, atravesado por esos ojos negros. La mirada resbaladiza y oscura que le cubría la espalda lo perseguía aún entre el bullicio callejero. Sentía como si pretendiera abrirle las costillas para llegar hasta su corazón con sus punzadas de fuego negro. Cuando el desasosiego era más fuerte que él, se daba vuelta en seco, para ver si la descubría entre la multitud y tenía una excusa válida para recriminarle esa persecución silenciosa. Pero no, ella era astuta, se anticipaba siempre a su movimiento y seguramente se refugiaba tras alguna esquina o algún transeúnte desprevenido.

Sólo en el trabajo encontraba la ansiada paz. El trato con el público y sus compañeros eran un remanso. A veces, como al descuido, se fijaba en su compañera de oficina. Una joven bonita de mirada tibia y azul. Entonces sentía que su proximidad lo calmaba y que todos sus temores quedaban tapados por una oleada de ternura. La serenidad de esos ojos color cielo lo reconfortaba y más de una vez imaginó el contacto de esa piel dulce y los besos de los labios finos y deseados.

Pero cuando se aproximaba a su casa la cosa cambiaba, la mirada oscura y obsesiva que lo perseguía se le hacía precisa y letal. Evitaba todo cuanto podía a su esposa y a sus ojos negros, se refugiaba en su dormitorio improvisado, leía sus apuntes, escuchaba música y por sobre todas las cosas recordaba a la joven de mirada azul. Recién entonces volvía a ser dueño de sí mismo y se sumergía en las mágicas ensoñaciones de un amor perfecto.

El miedo a esa mirada oscura y penetrante se fue desdibujando gracias a las caricias de la otra, delicada y azul. No tenía más espacio en su mente que para la figura amada.

Finalmente, una fría mañana de invierno, cuando regresaba del trabajo todavía arrobado por la proximidad de su bella compañera, notó el desarreglo de la casa. La puerta abierta, las ventanas cerradas, los placares vacíos le anunciaron la buena nueva. Ella se había marchado, lo había abandonado. Su felicidad no tuvo límites.

Esta vez la boda fue sencilla. Sólo la ceremonia civil. Eso les bastaba. Tenían amor de sobra para festejarse hasta el cansancio. Buscarían un hijo, perpetuarían en otra vida toda la pasión que los unía. Vivían juntos, trabajaban juntos. Inseparables. No tenían intersticios. Pero el hijo no llegó aunque lo buscaron incansablemente.

La felicidad los fue colmando. Se fue esparciendo en cada parte de sus cuerpos, en cada recoveco que no cubrían, en cada amigo que compartían, en cada palabra que pronunciaban, en cada silencio que se instalaba. Como un líquido espumoso y dulce fue llenando todos los espacios volviendo pegajosos los días que se sucedían exactamente unos iguales a los otros. Sin darse cuenta esa misma felicidad que los había unido se les hizo empalagosa.

Como un contacto molesto, áspero e imperceptible se fue instalando el hastío. Y la mirada azul y delicada que tanto lo había cautivado comenzó a tener para él otra intensidad...

Los pocillos de café recién servido humeaban sobre la mesa del bar. Frente él, la joven reía con su rostro pecoso y simpático. Volvió a la realidad, dejando de lado los recuerdos. Se sintió embelesado. La chispeante mirada de esos ojos verdes lo hacía suspirar. Por un instante sólo existió para ella.

Como al descuido y disimulando su excitación, se dio vuelta. Quería descubrirla en la multitud de la calle, agazapada y silenciosa, espiándolos. Los ojos verdes y chispeantes volvieron a arrobarlo. La charla continuó animadamente. Sin embargo, su espalda acusaba el fuego. La sabía detrás, oculta en una esquina, observándolo. El ardor azul de esa mirada inquietante lo perforaba. Como si estuviera dispuesta a abrirlo sentía el fuego en los omóplatos y en la cintura. Pero se contuvo. Disfrutaría de la mujer que tenía delante. Soñaría con sus besos mientras conversaban. Pensaría en su cuerpo mientras la miraba a los ojos. La invitaría a caminar por la rambla. Demoraría lo más posible el regreso a su casa, el encuentro con esos ojos azules y ardientes que lo atormentaban.

Ya no dormía con su esposa. Había improvisado un dormitorio en la biblioteca, lejos de su azulado contacto. Sin embargo, sabía que lo observaba, que cuando leía, comía o fumaba el puñal acerado y azul de aquellos ojos se hundía en su espalda.

Ahora estaba enamorado, profundamente enamorado y no temía. Casi se le hacían vagos los pensamientos antiguos de miedo. El amor tenía esa virtud. Era magia. C

aminaron largo rato por la rambla riendo y bromeando. El fuego de la espalda lentamente se le fue transformando en una deliciosa tibieza. Ni una vez se dio vuelta para ver si era espiado, ni una sola vez siquiera tuvo la tentación de hacerlo.

Ante la hermosa puesta de sol rió plácidamente junto al amor de su vida. Mientras el último rayo se reflejaba en sus ojos esperanzados, ella, unos pasos más atrás fijó su mirada verde agua en la espalda del hombre. Sólo por ese instante y sin que él se percatara, la negrura de una noche agazapada en los ojos verdes y chispeantes oscureció el semblante pecoso y juvenil hasta volverlo irreconocible.

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta y actual directiva de la Casa de los Escritores del Uruguay

 

Imagen de portada: CONTRATAPA/dfp

 

 

(*) LA MIRADA EN LA ESPALDA, publicado originalmente en Segundo Concurso Nacional de Cuentos Premio Paco Espínola, 2008

Archivo
2022-12-02T10:37:00