Las cartas de amor de los escritores

Alejandro Carreño T.

"No se juega con el amor" nos dice Alfred Musset, uno de los tantos amantes que tuvo George Sand, en una de sus comedias que lleva ese título: On ne badine pas avec l'amour.  

Contenido de la edición 18.02.2021

 

Pero se suele jugar con él, porque en él se encuentra la raíz de todas las pasiones, como dice Lope de Vega: "De él nace la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación". A su manera, Plutarco lo dijo hace dos mil años, o casi: "Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras que hacen cometer". ¡Y cuántas locuras se cometen y se dicen en nombre del amor!, aunque no sea tan bello como lo quiere Plutarco. Por eso, razón tiene Rousseau cuando afirma que "las cartas de amor se empiezan sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho".

Los escritores saben de estas cosas pues son grandes escribidores de cartas de amor, tal como lo registran la historia y la literatura. Revisar algunas de ellas, es entrar en la naturaleza de las relaciones humanas más íntimas que nos hablan de las relaciones amorosas de los amantes de ayer. Amantes selectos de la elite intelectual de pasadas épocas, cuando el amor legítimo y el otro quedaban estampados en una hoja de papel. Como suelo hacerlo, escribo esta columna con la complicidad de mi biblioteca.

Jonathan Swift, el satírico autor de Los viajes de Gulliver, indiferente y tal vez agotada su paciencia por las quejas de su amante la escritora Esther Vanhomrigh, por su falta de atención hacia ella, expresado en varias cartas, le escribe una carta al amor, no a ella. La carta es encontrada en el escritorio de Esther después de su muerte: "En todo lo que deseo, cuán feliz sería, gran embaucador, si no fuera por ti. Eres tan débil que los necios desprecian tu poder, pero tan fuerte que triunfas sobre los sabios". Sin embargo, Swift sí amaba a Vanessa, nombre verdadero de Esther, inventado por él, su amante y profesor, que tal vez responda al comienzo de su apellido "Van" y al hipocorístico "Essa" con que se llama al nombre Esther en los países anglosajones. El nombre apareció por primera vez en el poema autobiográfico Cadenus and Vanessa, escrito por Swift en 1713 y publicado en 1726, tres años después de la muerte de Vanhomright, en el que el autor describe su relación con Esther. "Me convertiré en árbol, le dice Vanessa en una de sus cartas". "Entonces yo me convertiré en viento para poder acariciarte cada mañana, para poder traspasarte sin dañarte, para dar mi frescura o mi calor según necesites. Siempre estarás aguardándome, y te haré feliz con ráfagas tiernas y sutiles en tu follaje. ¡¡Soplaré y soplaré!! Te haré fuerte en tus raíces, y muchos se cobijarán debajo de tu candor. Y cuando seas madura, yo aún estaré a tu alrededor secándote cuando el agua te moje, dándote caricias envolventes, nuevas cada mañana, como el beso enérgico que crece en tu boca", le respondió Swift. Vanessa tenía 17 años cuando él cumplía los cuarenta.

"Uno que se pasó la vida enamorado" fue Lawrence Sterne. Lo dice Alfonso Reyes corroborando las propias palabras del autor del clásico Tristram Shandy. Y tiene toda la razón. En su Viaje sentimental (1768),  Sterne escribe: "Porque yo siempre he vivido enamorado, hoy de ésta y mañana de la otra princesa, y cuento seguir así hasta el final de mis días". Viaje sentimental, narrado en primera persona por el reverendo Mr. Yorich, que no es otro que el propio Sterne, cuenta las aventuras galantes y amorosas de su recorrido por Francia e Italia; aventuras que fueron condenadas cincuenta años después por la Santa Sede mediante un decreto de la Sagrada Congregación del Índice, fechado el 6 de setiembre de 1819, que lo incluyó en el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica.

Solo para ilustrar citamos este párrafo del capítulo París: "Hay tres edades en el imperio de una mujer francesa. Primero es coqueta, luego deísta y luego devota. Durante estas edades, el imperio jamás se pierde; la mujer se limita a cambiar de súbditos cuando el paso de unos treinta y cinco años, tal vez más, ha dejado despoblados sus dominios de los esclavos del amor. Entonces los repuebla con esclavos de la deslealtad y, a continuación, con esclavos de la Iglesia".

El libro del Amor, compilado por Diane Ackerman y Jeane Mackin (Javier Vergara Editor, 1999), registra tres cartas diferentes a "estas princesas" que él declara amar cada mañana. Por cierto a todas jura amar con acendrado amor. Transcribo por razones de espacio solo algunos extractos de dos de ellas. A Catherine de Fourmantel en 1760: "Querida Kitty: [...].  Y ahora, querida mía, querida muchacha, déjame asegurarte la más leal amistad que jamás hombre alguno concibió por una mujer. Dondequiera estoy, mi corazón te echa cálidamente de menos y así será hasta que se enfríe para siempre". Y a Mrs. H. en 1767: "Desde que mi querida H. me escribió que era mía, más que ninguna otra mujer, me he rebanado los sesos para recordar dónde fue que usted y yo compartimos esa aventura. La gente cree que he tenido muchas, algunas con el cuerpo, otras con la mente, pero usted, como decíamos, me ha tenido más que ninguna mujer, así debe haberme tenido [Hannah] en cuerpo y mente". Lawrence Sterne fue, sin duda, un amante que amó y juró amor eterno a muchas "princesas".

La revisión de algunas de estas cartas que desnudan el alma apasionada de los escritores, que se refleja en sus obras y repercute no solo socialmente sino también en el pensamiento de otros intelectuales, no puede soslayar las cartas escritas por la intelectualidad femenina. Hemos seleccionado a dos autoras clásicas. Ambas adoptan un sobrenombre masculino: George. Una es  George Sand (Amantine Lucile Aurore Dupin, 1804-1876), a quien citamos al comienzo de la columna, mujer que rompe con todos los protocolos de la sociedad victoriana falsamente moralista. Fue una mujer inusual para la época. Escritora, periodista y revolucionaria francesa. Luego que se separa de su esposo, Casimir Dudevant, adquiere el nombre masculino con que se conoce mundialmente. Tuvo muchísimas parejas, entre ellas Prósper Mérimée, Jules Sandeau y Frédéric Chopin. La carta que presentamos (fragmento), se la escribe a otro de  sus amores, Alfred de Musset: "Guardo el recuerdo de vuestro besar y me gustaría mucho que sea esto una prueba que yo pueda ser amada por usted. Estoy dispuesta a mostrarle mi afecto desinteresado y  sin cálculo, y si usted quiere verme también desvelar sin artificio mi alma toda desnuda, venga a hacerme una visita [...]. Piense que el abandono que yo repito es bien largo, bien duro y a menudo difícil. Así es que soñando tengo el espíritu grueso. Acuda entonces rápido y venga a hacerme olvidar por el amor donde yo quiero ponérmelo" (Círculo de Poesía. Revista Electrónica de Poesía).

La carta no tiene nada del romanticismo puro y desesperado de la época; todo lo contrario, porque besar ("baiser" en francés), perdió el sentido de ósculo en el siglo XVII, y los enamorados franceses pasaron a usarla como código cifrado de hacer el amor o tener relaciones sexuales. Con el tiempo la palabra se vulgarizó y tiene hoy ese valor. Al respecto, uno de los primeros escritores que la usa en su sentido vulgar es el Marqués de Sade en su Filosofía del tocador de 1785: "Vamos, Dolmancé, ¡bésala hasta la guardia!" ('Vas-y Dolmancé, baise-la jusqu'à la garde')", entregando al discurso una potente e intraducible connotación sexual para esta columna.

La otra es George Eliot (Mary Ann Evans, 1819-1880), que ha tomado el nombre de su primer marido George Lewis, muerto en 1878. El fragmento que presentamos corresponde a una carta que escribe a John Walter Cross, amigo de su esposo y con quien se casa en 1880, dos años después de la muerte de su marido, provocando otro de sus escándalos mayúsculos pues él era veinte años menor: "Amado y amante, que frío es el brillo del sol cuando no hay ojos que me miren con amor. No soporto un instante de tristeza cuando estamos juntos, pero ween Du bist nicht da ["cuando no estás"] a menudo lo paso mal. [...]. Y la termina con estas palabras que la reflejan como una mujer muy de vanguardia, reflexiva pero amante del carpe diem: "¿Por qué debería felicitarme al final de mi carta y decir que soy fiel y cariñosa, que me preocupa tu vida más que la mía? No correré el riesgo de ser "inexacta", así que sólo diré varium et mutabile semper ['siempre inconstante y mudable']".

La de ambas George fue una vida de estudio, de inquietudes intelectuales e inquietudes sociales que las convirtieron en modelos para el comportamiento femenino independiente y liberal. Ambas no temieron enfrentar las críticas de una sociedad que las condenaba por su conducta "anómala" y perturbadora como ejemplo de modelo a seguir. Mujeres amantes que pensaban que sus derechos no tenían por qué ser diferentes de los derechos de los hombres. Mujeres, en una palabra, de apasionantes historias vividas en sus escritos y en sus alcobas.

Sí, las cartas de amor son el desahogo del alma y del cuerpo de los amantes, sean o no escritores. Voltaire tenía razón cuando decía que hay que "saber que no existe país sobre la tierra donde el amor no haya convertido a los amantes en poetas".

Por eso, la frase de Julio Cortázar atraviesa toda la humanidad: "Ven a dormir conmigo: no haremos el amor. Él nos hará".

ALEJANDRO CARREÑO T.

Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,

doctor en Comunicación. Columnista y ensayista" (Chile)

 

 

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2021-02-18T00:01:00