Lo que no se habla sobre la eutanasia

Miguel Pastorino

En los actuales debates sobre la legalización de la eutanasia, tanto en Uruguay como en otros países, parecería que la discusión se reduce a una pugna entre quienes defienden la libertad individual de decidir sobre la propia muerte y la defensa de la vida humana por encima de cualquier otro valor. 

Contenido de la edición 22.07.2021

 

Pero la realidad tiene muchos más matices, hay mucho más en juego y la complejidad del asunto requiere un abordaje interdisciplinario y más profundo[1].

Actualidad y confusión semántica.

El término "eutanasia" conlleva hoy una notable carga de ambigüedad, porque se usa para referirse a realidades y acciones distintas. El sentido actual del término no se corresponde con su uso antiguo[2] ("buena muerte"), porque para los griegos era el deseo de una muerte serena y sin sufrimiento, pero no significaba provocarla ni adelantarla. Actualmente es una forma de homicidio o de asistencia al suicidio, por eso el núcleo del debate ético podemos resumirlo en una pregunta: ¿es lícito éticamente provocar la muerte intencionalmente en un contexto médico? (Bermejo, 2019)

Existe además el problema de mitos sociales sobre el tema que oscurecen la discusión, desde personas que creen que la eutanasia es una práctica habitual y que la confunden con la sedación paliativa, hasta quienes creen que desconectar a alguien con muerte cerebral es una forma de eutanasia, cuando en realidad ya está clínicamente muerto. También muchos la confunden con las voluntades anticipadas y claramente la oposición a recibir tratamientos fútiles, aunque eso adelante la muerte, tampoco es eutanasia.

Los impresionantes e innovadores avances de la medicina hacen posible mantener con vida a personas con enfermedades graves, al mismo tiempo que las personas viven más años y padecen las enfermedades durante mucho más tiempo, requiriendo tratamientos a largo plazo. Esto también ha generado la obstinación terapéutica prolongando la agonía y no dejando morir en paz a las personas. Por eso en el otro extremo de la eutanasia aparece la distanasia o también llamada obstinación terapéutica que consiste en retrasar la muerte a cualquier precio, por todos los medios posibles, aunque el pronóstico no abrigue ninguna esperanza y aunque eso signifique sumarle sufrimientos al moribundo.  La obstinación terapéutica es rechazable éticamente por todas las posturas que discuten la eutanasia. Quienes se oponen a la eutanasia, también rechazan alargar la vida innecesariamente. En esto todos estamos de acuerdo. Muchos creen erróneamente que oponerse a la obstinación terapéutica es defender la eutanasia, lo cual lleva a que muchos afirmen estar a favor sin comprender estas distinciones y su complejidad. Creo que por esta confusión la opinión favorable a la eutanasia suele estar muy extendida.

Una aparente paradoja es que la obstinación terapéutica (distanasia) y la eutanasia, siendo aparentes extremos opuestos, son formas de no querer enfrentar el enigma de la muerte.

La prolongación artificial de la vida a cualquier precio y la ejecución intencional de la muerte, incluso cuando en múltiples sentidos surjan de deseos contrapuestos, se basan en una postura afín que elude la aceptación de la propia muerte... Una superación de esta alternativa se manifiesta en la concepción de un acompañamiento humano en el proceso del morir, que, a través de cuidados de enfermería, una lucha eficaz contra el dolor según los principios de la terapia paliativa moderna y el acompañamiento humano, capacita al enfermo para aceptar su propia muerte (Shockenhoff, 2012, 572).

Para designar la actuación correcta ante la muerte por parte de quienes atienden al que sufre una enfermedad incurable en fase terminal, se ha utilizado en bioética el término "ortotanasia", pero ha quedado reducido al ambiente académico. Significa no alargar la vida innecesariamente, pero tampoco acelerar la muerte intencionalmente, sino acompañar y aliviar el sufrimiento para ayudar a morir bien (cuidados paliativos).

En un best seller de la medicina del siglo XIX, Christoph Wilhem Hufeland (1762-1836), un célebre medico berlinés, escribió respecto del deber médico:

No debe ni le está permitido hacer otra cosa más que mantener la vida: sea una dicha o una desdicha, tenga valor o no lo tenga, no es asunto de su incumbencia. Y si alguna vez se atreviera a incorporar esa consideración en su actividad, las consecuencias son impredecibles y el médico se convierte en el hombre más peligroso del Estado. Pues una vez que se ha traspasado esa línea, una vez que el médico se cree con derecho a decidir acerca de la necesidad de una vida, solo se necesita una progresión gradual para aplicar también a otros casos la carencia de valor y, consecuentemente, la imposibilidad de una vida humana. (Schockenhoff, 2012, 514)

Hufeland entendió que el mandato del médico es acompañar en la muerte, aliviando el proceso del morir, rechazando cualquier forma de provocación de la muerte, porque matar al paciente, aun con la excusa de aliviar su sufrimiento, convierte al médico en "el hombre más peligroso del Estado". Por ello, hasta comienzos del siglo XX, eutanasia significaba el acompañamiento en el proceso de muerte sin acortamiento directo o indirecto de la vida. Pero el sentido del término se ha ampliado y hoy designa exactamente lo contrario.

La Asociación Médica Mundial reafirmó en 2019 su firme convencimiento de que la eutanasia entra en conflicto con los principios éticos básicos de la práctica médica, instando a los médicos a no participar, incluso si está permitida por la legislación de sus países[3]

Cambio cultural.

En las sociedades occidentales la hospitalización ha dejado a los moribundos alejados de sus seres queridos y rodeados de aparatos. La pérdida cultural de la familiaridad con la muerte la ha vuelto cada vez más una realidad incómoda de la que no se sabe hablar ni cómo hacerle frente. Las personas hoy no cuentan con un horizonte de reflexión para prepararse para la muerte, porque la muerte no parece formar parte de la vida; se vive como si la muerte no existiera y cuando sucede ha de ser rápida y sin demasiada reflexión. La muerte aparece siempre en el horizonte de toda vida como el límite y la amenaza más radical. ¿No sería más sensato prepararse, pensar en ella?

Por otro lado, la cultura del éxito material y un hipertrofiado individualismo que pregona la independencia total no puede aceptar la natural dependencia del ser humano y mucho menos las situaciones de fragilidad, de vulnerabilidad y falta de control. Siempre somos dependientes, aunque vivamos con la ilusión de que podemos ser completamente autónomos (MacIntyre, 2001, 141-151). Pero se prefiere morir a perder el control o depender de otro para que nos cuide. En una sociedad donde no hay tiempo ni lugar para la compasión, ni para reflexionar sobre la muerte, sino para la desaparición rápida de lo que nos arranca de una vida "placentera" y autosuficiente, no es extraño que se confunda "dignidad" con "calidad de vida" y que se reduzca felicidad a "bienestar" (Marías, 1995, 158). Es fácil concluir lo que puede ocurrir -y ya ocurre- con los discapacitados, los enfermos, los ancianos y los más pobres cuando hay vidas que valen menos que otras. Pasan a asumirse socialmente, incluso desde ellos mismos, como vidas "menos dignas", "sin sentido", "que no merecen la pena". Los expertos en derechos humanos de la ONU han expresado este 25 de enero (2021) su alarma ante la creciente tendencia a promulgar leyes que permiten el acceso a la muerte médicamente asistida basándose en gran medida en el hecho de tener una discapacidad o condiciones de discapacidad[4].

Tal vez en una sociedad cada vez más narcisista que escapa de cuidar a los otros, donde no hay tiempo para cansarse cuidando al que es dependiente, encuentre una salida elegante al egoísmo afirmando que es "por respeto a la decisión de quienes sufren". ¿Vamos hacia sociedades donde convenceremos a quienes tienen vidas limitadas, que no se valen por sí mismos, de que su mejor salida es la muerte?

En este contexto también se huye del sufrimiento, como si no formara parte de la vida. En los últimos años han surgido más analgésicos que en todo el resto de la historia de la farmacología. Actualmente el umbral para declarar "insoportable" el sufrimiento es cada vez más bajo y es una realidad muy subjetiva (Spaemann, Hohendorf y Oduncu, 2019).

En la actual sociedad paliativa "cada vez se sufre más por cada vez menos" (Han, 2021, 42) donde la paradoja es que, a mayor capacidad para alivio del dolor, se sufre insoportablemente por cualquier cosa.

Si bien no son iguales las realidades de cada país, lo cierto es que donde se ha despenalizado la eutanasia y el suicidio asistido, se ha construido una cultura de la muerte de la que es difícil volver. Personas a quienes sus seguros de salud les avisan que no pueden cubrirle un tratamiento, pero sí un suicidio asistido, o ancianos que huyen a otro país por miedo a que los médicos los maten sin su consentimiento con amparo legal. Casos complejos de niños con discapacidades, ancianos con demencia y otros que no pidieron la muerte y fueron matados en forma legal, porque "otro ejerció su derecho a morir" es la triste historia de Oregón, Holanda y Bélgica (Spaemann, Hohendorf y Oduncu, 2019).

Mucha gente ha sido arrojada a una vida de desamparo, cuando vive abandonada de su familia, del sistema y ya no tiene donde sostener su vida. ¿Qué pasa si a estas personas, en lugar de brindarles la ayuda que merecen, se les ofrece terminar con sus vidas? Es la eutanasia social la que desemboca en una eutanasia clínica, cuando la persona vive sin un sentido, sin un apoyo, sin una razón para seguir. ¿No termina siendo la eutanasia una manera elegante de matar a los más pobres? Una sociedad incapaz de garantizar un entorno digno para cada ser humano, estaría garantizando, en cambio, una salida rápida al que ha perdido el sentido de su vida. Se diría -no sin cinismo- que cada uno elige libremente su final; pero no dejaría de ser un desenlace previsible de una serie de injusticias invisibilizadas que prepararon ese camino.

El verdadero progreso de una sociedad es cuando esta defiende los intereses de los más vulnerables. Desde Hipócrates la medicina ha pasado por 2.500 años de una relación paternalista entre el médico y el paciente. En contrapartida, se corre actualmente el riesgo de irse a otro extremo, en clave de cliente y prestador de servicios, donde el médico tendría que consentir los deseos de su paciente, incluido el de darle la muerte. ¿Esto no va contra la ética médica fundamental? ¿El paciente ha de exigirle al médico cualquier cosa?  Respetar los derechos del paciente y su autonomía no implica consentir hacerle daño, menos aún matarlo. Un paciente debidamente informado es capaz de elegir entre opciones que el médico le ofrece, pero el médico no ofrece la muerte.

¿Cada uno decide cuánto vale su vida?

Intuitivamente percibimos que cuando alguien intenta matarse, siempre tratamos de disuadirlo de tal decisión irreversible porque comprendemos que quiere eliminar un grave sufrimiento, no dejar de existir. Generalmente hay episodios depresivos -diagnosticados o no- detrás de estos deseos de autoeliminación, sin importar cuáles sean las razones.  Pero lo que no se suele explicar suficientemente es que si cada uno puede disponer de su vida como si fuera un bien o un objeto, ¿podría renunciar a su dignidad humana y permitir que se le haga cualquier cosa? Si alguien desea ser esclavizado o torturado como un derecho propio, porque "es su decisión" ¿habría que consentir su pedido por respeto a su libertad? ¿O más bien habría que negarse porque nadie tiene derecho a hacerle daño o a usarlo como un objeto? Y es que la dignidad de una persona, de todo ser humano, no depende de si él se valora o no subjetivamente, de si él cree que su vida no vale nada. Los derechos humanos se reconocen respecto de todo ser humano y son irrenunciables, porque se fundamentan en la dignidad de toda vida humana. El derecho a la vida y la dignidad inherente de todo ser humano nos impone a todos el deber de protegerle, no nos habilita a destruirle, aunque alguien lo solicite como un supuesto "derecho".

El supuesto "derecho a morir" sería inventar un "derecho a matar", sería reconocer que hay vidas que no valen, que pueden descartarse, que habría seres humanos con dignidad y otros que pueden perderla o renunciar a ella por propia decisión y que otros podrían desconocer esa dignidad con su permiso. Y siempre en un supuesto "acto individual" se pide a otro que cometa un homicidio o que sea cómplice de suicidio.

Si bien es cierto que el individuo en la ética pública tiene libertad para hacer lo que quiera con su vida, siempre que no vaya contra el bien común de la sociedad, no tiene derecho a que otro ciudadano cometa un homicidio, aunque sea a petición del interesado. Y un problema ético y cultural que no se suele tener en cuenta es la valoración del suicidio respecto del bien común: ¿no atenta contra el bien común que la gente decida matarse o ser matada por otro? Y la consecuencia obvia es que admitir el hecho jurídico de algunos casos de homicidio legal crea una fisura en el principio de inviolabilidad de la vida de la persona inocente, que tanto ha costado conquistar en las sociedades modernas.

Ayudar a morir en la ética médica se refiere a la atención fundamental, al acompañamiento, a la adecuación terapéutica y al cuidado que el moribundo necesita. Ayudar a morir es asistir a alguien para asumir conscientemente la muerte, como un tiempo único en una vida que también es única, que no pierde su dignidad en ninguna circunstancia; por eso ayudar a morir no es matar.

La dignidad humana es el fundamento de los derechos humanos; nunca se pierde, en ninguna circunstancia y refiere al valor que tiene todo ser humano por el solo hecho de ser un ser humano, como un fin en sí mismo (Kant), no como un medio que alguien puede usar o descartar por otros fines. Es la diferencia entre cosa y persona. En este sentido no se podría hablar de "estándares" de dignidad humana, porque habría seres humanos menos dignos, en tanto que menos humanos.

Dignidad humana implica primariamente que un individuo siente respeto por sí mismo y se valora al mismo tiempo que es respetado y valorado por los otros. Si no lo hiciera consigo mismo, eso no implica que los demás no respetásemos esa dignidad. Que alguien diga que su vida no valga nada, no implica que los demás no le valoremos. Implica la necesidad de que todos los seres humanos sean tratados en pie de igualdad y que puedan gozar de los mismos derechos.

Creo que todos estamos de acuerdo en que todas las vidas humanas son igual de valiosas por su dignidad, pero no todas las formas de vivir dan lo mismo. Y aquí es donde puede deslizarse un malentendido peligroso: creer que una manera de vivir sea menos "digna" en el sentido de menos deseable, y por ello quien viva así no sería "digno" de continuar con vida. 

Es preocupante que en una sociedad donde las personas aprenden que no vale lo que no es productivo, sientan ante los límites físicos o psicológicos, que no valen nada, que su vida no es "digna", que vale menos. Una manera de ver la vida es también una manera de valorar la propia. Pero ¿acaso se pierde la dignidad por ser dependiente o por ser cuidado por otro?  Ser más dependiente no nos hace menos humanos, ni menos dignos. Tenemos la experiencia de que cuando alguien incluso ha perdido su autonomía física y psicológica, podemos amarle, respetarle, valorarle por su dignidad de ser humano, independientemente de que sea o no consciente de nuestros cuidados, porque es amable por sí mismo, no por su estado o calidad de vida. El problema de querer definir una vida digna de vivir y otra que no lo es, ha sido históricamente una pendiente peligrosa que quita la protección jurídica de toda persona por el hecho de ser un ser humano (Aly, 2014).

¿Una cuestión de libertad individual?

Algunas posturas ultraliberales parten de una idea de libertad muy idealista y atomista. La libertad humana está siempre condicionada, situada; en relaciones sociales de dependencia y más todavía la de una persona vulnerable que sufre, fuertemente condicionada por el sufrimiento y por la situación social en la que se encuentre. No es algo simple, porque bajo presiones afectivas, sociales y económicas, las personas no deciden con plena libertad cuando sufren mucho. El suicida generalmente quiere acabar con su sufrimiento o el de sus seres queridos, no con su vida. No pocas veces el ideal de libertad individual se absolutiza sin pensar en las consecuencias sociales. La eutanasia es una decisión que no afecta solo al que la pide. En la medida en que la eutanasia sea una alternativa al enfermo, lo será también para su entorno, especialmente para sus familiares, amigos, acompañantes y de los médicos que lo tratan. Todos tendrán presente que ese sufrimiento tiene una "solución rápida" que depende de la decisión del enfermo. Aunque nadie lo diga, todos sabrán que hay una puerta de salida para evitar problemas a otros. ¿No es acaso una carga demasiado pesada para el paciente? ¿No es un deber de quienes le rodean rescatarlo de su soledad y acompañarle con los debidos cuidados?

La estimación del valor de la propia vida es siempre una reacción a la estima que la persona experimenta por parte de los demás. Quien no se siente valorado ni amado, sentirá que su vida no vale nada y que da lo mismo vivir que morir. La autonomía predicada para enfermos terminales es equiparada a una forma de autarquía, con la autosuficiencia del hombre fuerte, autoconsciente, no necesitado de ayuda alguna: una imagen muy lejana de la situación de enfermedades graves donde la dependencia de los demás se incrementa. No existen seres aislados con libertades absolutas para determinarlo todo, menos aún cuando se trata de los más vulnerables.

¿Puede el médico o el legislador asegurar, sin margen de dudas, que el enfermo desea morir y no -por ejemplo- dejar de ser una carga para su familia? Habilitando la opción de la eutanasia, ¿no estaríamos favoreciendo más abusos de conciencia hacia la población más vulnerable? Y de la mano de esto, ¿no se carga aquí al médico con un peso moral impensable y contrario a su vocación?

La invocación del principio de autonomía para la eutanasia es abstracta y ajena a la realidad de quienes padecen enfermedades que limitan o ponen en peligro su vida. Nuestro deber con el que sufre no puede reducirse a una disposición formal de respetar su voluntad y que eso sea la pauta del obrar, cuando el reconocimiento moral de la persona vulnerable mueve a no abandonarlo, a aliviarlo, a permanecer a su lado hasta el final, ayudándole a prepararse para la llegada de la muerte.

La idea de una decisión libre, reflexionada y racional sobre la propia vida, acerca del valor de la propia existencia, liberada de toda influencia del entorno social, es una construcción ficticia de quien no está en esa situación y solo proyecta el miedo al sufrimiento desconocido. La experiencia de una vida con sentido, aún en situaciones difíciles de afrontar, solo puede lograrse si está sostenida por la solidaridad y cercanía de los otros. Es en esos momentos donde apelar a la libertad de quien está tan necesitado de alivio y apoyo, puede ser una forma hipócrita de abandonarlo con la excusa de que era él quien lo deseaba (Shockenhoff, 2012, 570).

Un cambio de este tipo no afecta solo a uno mismo, sino a otros. Implica cambiar la presunción de la ley, que está siempre a favor de defender la vida de las personas. Además, se predica este "nuevo derecho" solo para los enfermos crónicos o terminales, pero no para todos los ciudadanos, con lo cual es una idea de libertad absoluta de la que solo gozarían quienes están fuertemente condicionados por el sufrimiento y la enfermedad, lo cual es más contradictorio todavía.

Si el suicidio fuera un derecho a proteger por el Estado y donde los servicios de salud deberían colaborar, tendría que extenderse a todos los ciudadanos, con lo cual, en lugar de prevenirlo, tanto psiquiatras como psicólogos, deberían invitar a los pacientes a usar de este nuevo servicio a toda la población sin intervenir, por respeto a su "autonomía" y sus "valores". Y también a los sanos, porque si es un "derecho humano" tiene que ser de todos. Es un planteo que llevado hasta sus últimas consecuencias muestra su verdadero rostro. Se ha demostrado que en los países donde se ha legalizado, los motivos para pedir eutanasia aumentan en personas sanas que solamente argumentan tener vidas que no desean vivir. Se van creando nuevas sociedades eugenésicas donde ya no hay lugar para los discapacitados o ancianos con demencia, porque ellos mismos son convencidos de que sus vidas ya no valen, o como dicen "no son dignas". Y efectivamente las solicitudes aumentan en la medida que ven que se normaliza.

Si fuera un derecho suicidarse, no sería delito que alguien te ayude a suicidarte. Porque se supone que no está mal que alguien te ayude a ejercer tus derechos. Pero, ¿por qué el suicidio asistido está condenado por la ética médica y los derechos humanos? Porque no es un derecho, aunque exista la posibilidad de hacerlo. Se confunde querer algo y poder hacerlo libremente, con que tenga que ser un derecho en sentido jurídico, el cual implica siempre deberes. Si fuera un derecho otros tendrían el deber de "apoyarme", es decir, de matarme.

El verdadero rostro de la eutanasia es que detrás de la persuasión del ejercicio de la autodeterminación personal, lo que realmente sucede es que habrá personas sin protección jurídica sobre su propia vida. Se le puede matar. En los países donde comenzaron legalizando el suicidio asistido con consentimiento de la persona, han llegado a eliminar personas sin su consentimiento, dado que en casos de problemas de deterioro cognitivo lo decide la familia o el médico (Spaemann, 2019).

¿Falsa oposición entre cuidados paliativos y eutanasia?

Según una opinión que se extiende sin mucho análisis ni profundidad, no habría oposición, sino que cada uno podría elegir todas las opciones que su sistema de salud le ofrezca. Es cierto que en los hechos pueden coexistir, pero también es cierto que la eutanasia desplaza a los cuidados paliativos. Pero lo más importante es que efectivamente se oponen en su finalidad, porque los cuidados paliativos tienen por objetivo eliminar el sufrimiento y no al que sufre, en cambio la eutanasia tiene por objetivo el eliminar al que sufre para eliminar con él también su sufrimiento. No son complementarias acciones opuestas: Aliviar al que sufre no se complementa con eliminarlo. Es falsa la alternativa de algunas encuestas: dolor insoportable o muerte, cuando no se ofrece la posibilidad del alivio del sufrimiento, que no solo es real y posible, sino algo que es un derecho de todos los pacientes.

La verdad es que atender peticiones de morir sin procurar que cambien las condiciones de asistencia a los enfermos y a las personas en situaciones difíciles es una hipocresía social que abre la opción de matar al enfermo por no procurarle alivio a su sufrimiento, escudándose en que es una decisión libre del paciente.

La evidencia muestra que donde se despenaliza el suicidio asistido y la eutanasia las unidades de cuidados paliativos se van reduciendo considerablemente, así como la investigación en ciertas enfermedades degenerativas (Spaemann, 2019). La despenalización claramente no termina con el problema que quiere solucionar, sino que lo agrava.

El Dr. Manuel Martínez-Sellés, catedrático de Medicina y jefe de Cardiología del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, advierte:

La historia nos demuestra lo rápido que se llega a la eutanasia en enfermos psiquiátricos, dementes, ancianos vulnerables y recién nacidos discapacitados. En Holanda, la eutanasia se aplica ya no solo a enfermos, sino simplemente a gente que no quiere vivir, sin que exista razón médica. Además, la eutanasia tiende a hacerse especialmente accesible y es dirigida de forma prioritaria a las clases económicamente más débiles, los grupos étnicos desfavorecidos y a las personas más vulnerables.  Al limitar la oferta en cuidados paliativos, estos se pueden convertir en un lujo para aquellos con determinado poder adquisitivo (Martínez-Sellés, 2019).

¿No es la eutanasia un retroceso humano y social? El debate sobre la eutanasia no trata sobre la libertad para elegir cómo morir, sino sobre cómo la sociedad trata a los más vulnerables. Se trata de eliminar el sufrimiento, no a los que sufren.  

 

Dos proyectos antagónicos, no complementarios.

En Uruguay, solo un 60% de la población tiene acceso a cuidados paliativos, mientras que los más vulnerables de la sociedad, especialmente los más pobres, no son tratados según sus derechos, cuando toda persona por su dignidad ha de ser cuidada y aliviada en sus sufrimientos.  En la Comisión de Salud del Parlamento hay dos proyectos de ley pendientes de discusión y aprobación. Uno para asegurar un derecho a todos los uruguayos, de universalizar los cuidados paliativos; y otro sobre eutanasia, que atenta contra la ética médica y es sumamente complejo para debatir, por las consecuencias que puede traer para una sociedad, según conocidas experiencias internacionales.

Hay razones fundamentales para aprobar en forma urgente el proyecto de ley de cuidados paliativos y no así el de eutanasia. Además de que son dos iniciativas distintas, sería contraproducente aprobarlas juntas o hacer una unificada. Ir por ese camino sería una desprolijidad política, jurídica y ética. ¿Por qué? En primer lugar, todos los legisladores están de acuerdo en aprobar el proyecto de cuidados paliativos, porque entienden y saben que es un derecho humano que debe ser garantizado a todos los habitantes de nuestro país. Por el contrario, no hay acuerdo sobre la eutanasia, porque además de existir una grave confusión sobre la práctica en sí misma, hay razones éticas y jurídicas de peso para oponerse, que hacen necesario un debate en mayor profundidad y un mayor conocimiento de las cuestiones bioéticas, en los legisladores en particular y en todos los uruguayos.  Si todos están de acuerdo y es una urgencia los cuidados de calidad para todos, ¿por qué seguir postergándolo cuando no hay reparos?

Se presenta la eutanasia como una opción libre a quienes en realidad no se les ofrece lo que merecen en su dignidad humana, sino que se los tratará como "eutanasiables", como otro tipo de personas, cuya calidad de vida pareciera hacer de su vida menos valiosa que la de los demás, naturalizando culturalmente una mentalidad eugenésica como tienen ya unos pocos países del mundo, retrocediendo en derechos y en garantías sobre la dignidad de las personas.

Aprobar la ley de cuidados paliativos es una cuestión de sentido común, de responsabilidad política y de garantizar derechos a los más vulnerables. En cambio, la eutanasia va contra la ética médica, quita garantías a los pacientes y abre la puerta al descarte de seres humanos solamente porque sientan que su vida no vale la pena ser vivida. En lugar de ayudarlos, aliviarlos y acompañarlos, se les ofrecerá matarlos si ellos lo piden.

Una gran paradoja es que, en nuestra sociedad, con sus altos índices de depresión y suicidios, en medio una pandemia y la soledad que muchos padecen, se quiera legalizar una forma de suicidio médicamente asistido. Cuando se comprende el trasfondo cultural y ético en el que se debate y las previsibles consecuencias sociales de despenalizar el homicidio en contexto médico, entendemos por qué la eutanasia es profundamente injusta y discriminatoria. En lo que menos se repara es que violenta los fundamentos de los derechos humanos.

BIBLIOGRAFÍA

Aly, Götz. 2014. Los que sobraban. Historia de la eutanasia social en la Alemania nazi, 1939-1945. Barcelona: Crítica.

Anrubia, Enrique (Ed). 2008. La fragilidad de los hombres: la enfermedad, la filosofía y la muerte. Madrid: Cristiandad.

Bermejo, Juan Carlos y Belda, Rosa. 2019. ¡No quiero sufrir! Sobre la eutanasia y otras cuestiones bioéticas al final de la vida. Santander: Sal Terrae.

British Medical Journal. 2004. Where, What, and Who in Choices in Dying. Disponible en: https://www.bmj.com/

De la Torre, Javier. 2019. La eutanasia y el final de la vida. Una reflexión crítica. Santander: Sal Terrae.

Gracia, Diego. 2019. Bioética mínima. Madrid: Triacastela.

Haaland Matlary, Janne. 2008. Derechos humanos depredados: hacia una dictadura del relativismo. Madrid: Cristiandad.

Han, Byung-Chul. 2021. La sociedad paliativa. Barcelona: Herder.

Kant, Inmanuel. 1989. Metafísica de las costumbres. Madrid: Tecnos.

MacIntyre, Alasdair. 2001. Animales racionales y dependientes. Madrid: Paidós.

Marías, Julián. 1995. La felicidad humana. Madrid: Alianza.

Spaemann, Robert, Hohendorf, Gerrit y Oduncu, Fuat. 2019. Sobre la buena muerte. Por qué no debe haber eutanasia. Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad.

Schockenhoff, Eberhard. 2012. Ética de la Vida. Barcelona: Herder.

Taylor, Charles. 2002. Ética de la autenticidad. Barcelona: Paidós.

MIGUEL PASTORINO

Licenciado en Filosofía, magister en Dirección de Comunicación.

Profesor de Filosofía en la Universidad Católica del Uruguay

 

Imagen de portada: adhocFOTOS/Pablo La Rosa

 


[1] Este artículo es una versión actualizada, pero más breve de mi artículo publicado en la Revista Gestiona del Colegio Médico del Uruguay en el mes de abril de 2021 (8va edición).

[2]El uso del término fue usado por los griegos a partir del siglo V y reaparece con un sentido distinto en Francis Bacon y en Tomás Moro en los comienzos de la Modernidad (S XVI). En los siglos XIX y XX adquiere una connotación eugenésica, de purificación social y eliminación de "vidas sin valor" (particularmente en Estados Unidos y Alemania). En las últimas décadas ha adquirido gran complejidad el sentido del término y las realidades a las que se refiere, debido a los avances tecnológicos en medicina y los debates bioéticos.

[3]Textos disponibles en: https://www.wma.net/es/policies-post/resolucion-de-la-amm-sobre-la-eutanasia/

[4]Documento completo disponible en: https://www.ohchr.org/EN/NewsEvents/Pages/DisplayNews.aspx?NewsID=26687&LangID=E

 

Archivo
2021-07-22T00:07:00