Marinos griegos en la primera vuelta al mundo

Pedro Olalla

Reproducimos íntegra la conferencia brindada por Pedro Olalla, escritor y helenista, colaborador de CONTRATAPA, miembro Asociado del Harvard University?s Center for Hellenic Studies y Embajador del Helenismo, en ocasión de los actos de homenaje a los marinos griegos que tomaron parte en la primera vuelta al mundo.

Contenido de la edición 18.02.2021

 

En cierto sentido, la historia es a la humanidad lo que la memoria es al hombre. Y, si la aspiración de la historia es ir edificando, con honestidad y con paciencia, la memoria colectiva de la humanidad, los frutos de esa labor nos dan la posibilidad, a veces, de otorgar tardíamente a algunas figuras del pasado algo de la justicia o de la gratitud que, con frecuencia, les fue negada en vida.

Pocos españoles -y también pocos griegos- saben que, en las naves con las que Magallanes emprendió hace quinientos años el larguísimo y atribulado viaje que acabaría convirtiéndose en la primera vuelta al mundo, había a bordo marinos griegos; y que, en la única nave que, al cabo de tres años, consiguió regresar de aquella temeraria empresa, varios de los supervivientes eran griegos, entre ellos el piloto que la trajo a puerto y que dejó constancia de su insólita ruta.

Ahora, con ocasión de que se cumplen cinco siglos de aquella aventura -y, por qué no decir, de aquella hazaña-, la representación española en Grecia ha querido tomar iniciativas para restituir, en lo posible, la memoria de los expertos navegantes griegos que acompañaron a los españoles en aquel gran viaje y en otras exploraciones del momento, reconociendo así su aportación individual a nuestra historia y la valiosa aportación de la cultura griega, en su conjunto, a la historia universal de la navegación. Para ello estamos aquí hoy, en Rodas.

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¿Qué hacían en España aquellos griegos, a comienzos del siglo XVI?, cabría preguntarse en un principio. Empecemos, pues, por responder con brevedad a esta pregunta. Como es sabido, con la expansión del Imperio Otomano desde el siglo XIV -y, en especial, tras la funesta toma de Constantinopla en 1453-, el mundo ortodoxo griego fue quedando progresivamente sometido al dominio del islam. Primero cayeron las tierras del sur del Helesponto y Galípolis; después siguieron Tracia, Macedonia y Tesalia; después Constantinopla; y ya, rápidamente, el Ática, el Epiro, el Peloponeso y muchas de las islas. No obstante, algunos territorios importantes -Creta, Rodas, Quíos, Nauplia, Islas del Heptaneso- permanecieron aún, por más o menos tiempo, bajo gobierno de cristianos, si bien, no de griegos. Esa circunstancia favoreció que algunos habitantes de esas tierras, históricamente helenas, buscaran entonces mejor fortuna en Italia y España; y así, cuando, a finales del siglo XV, esta última se lanza a la conquista del Nuevo Mundo y a la construcción de un imperio ultramarino, no son pocos los griegos que acuden a tierras españolas -fundamentalmente a Sevilla- para ofrecer al rey sus servicios en aquello que, por larga tradición, mejor sabían hacer: navegar.

Los archivos históricos de Sevilla guardan curiosos datos de más de cincuenta griegos afincados a principios del siglo XVI en la ciudad: algunos mercaderes -casados incluso con damas sevillanas-, algunos monjes, algunos aventureros, un curioso fabricante de cuentas, y un médico de esta isla llamado Damián de Rodas; pero, junto a estos, la mayoría eran gente de mar, y, en especial, de Rodas y de Quíos. Y es en este contexto como nueve marinos de Rodas, Quíos, Nauplia y Corfú, se enrolaron entonces en la temeraria expedición por occidente a las Islas de la Especiería, que acabaría resultando en la Primera Vuelta al Mundo. Y cinco de ellos llegaron a contarse, además, entre los pocos supervivientes de aquella gran hazaña.

Bueno será, también, recordar brevemente el contexto de aquella expedición. Los últimos años del siglo XV habían deparado a España y Portugal grandes descubrimientos gracias al desarrollo de la navegación oceánica: a Portugal, en el Atlántico Sur y en el Índico; a España, en las Antillas del Nuevo Mundo. Ante lo imprevisible de las exploraciones y ante las claras perspectivas de enriquecimiento, las dos monarquías rivales firmaron un tratado que acotara la jurisdicción de cada una de cara a los descubrimientos futuros: fue el famoso Tratado de Tordesillas (1494), en el que el globo de la Tierra quedó partido en dos por un soberbio meridiano imaginario, situado -con la imprecisión de la época- a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. De esta forma, cada soberano se comprometía a no enviar expediciones a la jurisdicción del otro, y a reconocer y respetar la soberanía de su rival sobre los nuevos territorios que se fueran hallando. Así, en los años siguientes, España -al oeste de la demarcación- fue conquistando tierras del continente americano; y Portugal -al este- consolidó sus rutas a la India y la exclusividad de su comercio con las preciadas Islas de la Especiería.

España, claro está, deseaba también comerciar con las tierras de Asia y con la Especiería, y poder, asimismo, tener acceso en barco a los prometedores dominios que podrían hallarse en el recién descubierto "Mar del Sur" -el Océano Pacífico-, al que Balboa había llegado atravesando por tierra Centroamérica. Pero, para ambas cosas -viajar a Asia por poniente y explorar la Mar del Sur-, era necesario encontrar un paso marítimo entre el Atlántico y el Pacífico. Ese, precisamente, fue el gran proyecto del navegante portugués Fernando de Magallanes: llegar a las Islas de las Especias navegando hacia poniente. El proyecto no interesó a la corona portuguesa -que mandaba ya sus naves a la Especiería por las seguras aguas de su jurisdicción-, pero sí interesó a la española -que no podía hacer lo mismo-, aunque la expedición, en caso de lograrse, fuese un largo y temerario viaje por aguas nunca antes transitadas, llevados por corrientes y por vientos aún desconocidos.

Mapa de Martin Waldseemüllerpublicado en 1516 mostrando el mundo

conocido por los europeos en la época

 

El 10 de agosto de 1519, cinco naves salieron de Sevilla con 251 hombres bajo el mando general de Magallanes; tres años después -el 8 de setiembre de 1522-, una sola nave, maltrecha y con dieciocho esqueléticos supervivientes a bordo, llegó de nuevo a Sevilla, capitaneada por Juan Sebastián Elcano. Cuatro marinos griegos venían en ella; un quinto, al que los portugueses habían apresado en Cabo Verde, llegó poco después. Quedaba atrás la vuelta al mundo: 32.000 millas recorridas por los tres grandes océanos, cien días y cien noches sin tocar tierra en la inmensidad del Pacífico, ciento treinta y ocho días navegando a la contra por el Índico, calmas y tempestades, naufragios, deserciones, motines, discordias que acabaron en muertes, y hasta la propia muerte de Magallanes a manos de una tribu filipina. Y miedo: a todo lo desconocido y a caer en manos de los portugueses. Y hambre: que les llevó a comerse el cuero y la madera del barco cuando acabaron con las ratas de la bodega. Y desesperación: de navegar en una última nave malherida, achicando día y noche el agua para seguir a flote, con la esperanza de llegar a casa. Pero, al final, llegaron a España, habiendo descubierto el paso entre los dos océanos, la ruta por poniente hacia la Especiería y la verdad empírica de que la Tierra era redonda y más grande de lo que se pensaba. p r i m v s  c i r c v m d e d i s t i  m e -El primero que me diste la vuelta- es la divisa del escudo de armas otorgado por el emperador Carlos V a Juan Sebastián Elcano, en reconocimiento de aquella hazaña; v o s  i n t e r  p r i m o s  c i r c v m d i d e r v n t  m e  -Vosotros entre los primeros que me dieron la vuelta- es la leyenda que, parafraseando la divisa real, reza en los monumentos que, humildemente, colocamos ahora en Rodas y en Quíos para homenajear a los marinos griegos que culminaron con Elcano aquella expedición.

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¿Qué sabemos de ellos realmente? ¿Qué noticias de ellos han dejado el tiempo y el azar llegar hasta nosotros? Muy pocas -como suele pasar-, dispersas por viejos documentos y conservadas por minúsculos trazos de una tinta que se secó hace quinientos años. Empecemos recordando sus nombres y sus patrias. De Rodas: Miguel de Rodas, Felipe de Rodas y Miguel Sánchez de Rodas. De Quíos: Francisco Albo, Ximón de Axio y Antonio de Axio. De Nauplia: Nicolao Griego y Juan Griego. Y de Corfú: Mateo de Gorfo.

Vayamos ahora uno por uno, empezando por el más humilde y más desconocido: Antonio de Axio, un "marinero en tierra", un muchacho de Quíos del que solo sabemos lo que dicen dos minúsculas notas manuscritas, apretadas en el margen de la Relación de Expedicionarios: que se alistó como grumete sustituyendo a un portugués, y que al final -por circunstancias que desconocemos- no llegó a embarcar.

De Quíos también, era Ximón de Axio, casado con una tal Juanicola. Embarcó como marinero y lombardero en la nao San Antonio, que navegó con la expedición a lo largo del Atlántico y toda Sudamérica hasta encontrar las bocas del ansiado paso hacia el Pacífico -el futuro Estrecho de Magallanes-. Allí, para explorar ese intrincado canal entre montañas, vientos y corrientes marinas, las naves se separaron en dos grupos, y, una noche, el piloto de la San Antonio, Esteban Gómez, decidió desertar y puso rumbo a España con todos los tripulantes a través del Atlántico. Desconocemos si Ximón de Axio y otros marineros tenían intención de continuar o de volver.

Entre los setenta desertores de aquella interminable expedición, hubo también otros dos griegos: Juan Griego y Mateo de Gorfo. El primero, Juan Griego, hijo de Miguel Griego y una mujer llamada Sena, era natural de Nauplia -que entonces se llamaba Napol de Romania- y embarcó como marinero en la nao Victoria. El segundo, Mateo de Gorfo, era de Corfú, hijo de un tal Jorge; y, aunque embarcó primero como marinero en la nao Concepción, pasó a la Victoria cuando su nave fue desmantelada y quemada en la Isla de Bohol. Después, al llegar a Borneo, los dos se internaron en la isla y no volvieron a embarcar.

Y llegamos así a los cinco que consiguieron culminar la vuelta al mundo. Un caso especial es el de Felipe de Rodas, que, además de superviviente, fue también cautivo. Era natural de esta isla, hijo de Maestre Basil y Juana. Embarcó como marinero en la nao Victoria, pero no regresó a España a bordo de ella, pues, junto a otros doce tripulantes, fue apresado por los portugueses en Cabo Verde, cuando, desesperados por el hambre y la sed, algunos expedicionarios se arriesgaron a desembarcar en un bote en busca de vituallas en un puerto enemigo. Treinta y siete días más tarde, a ruegos de Juan Sebastián Elcano y con la intercesión del emperador Carlos V, Felipe de Rodas y sus compañeros cautivos fueron rescatados y devueltos a España. Ya instalado en Sevilla, y con ayuda de su primo Miguel -también de Rodas-, Felipe ejerció como mercader de Indias.

Cuatro, pues, fueron, finalmente, los navegantes griegos que arribaron a Sevilla entre los dieciocho supervivientes de la nao Victoria. Uno de ellos fue Miguel de Rodas, el primo de Felipe. Hijo de Papazali y de Diane, y casado en Sevilla con la española Isabel del Acebo, Miguel de Rodas fue contramaestre y maestre de aquella única nave que culminó la vuelta al mundo. Tras sobrevivir a la misión, el cualificado marino alcanzó méritos para ser nombrado Caballero de Santiago y Piloto Mayor de Su Majestad, un importantísimo cargo que confiaba al navegante griego la elaboración de la cartografía secreta del rey, la instrucción y la evaluación de nuevos pilotos en el manejo del cuadrante, el astrolabio y en las artes de la navegación, y la preparación y ejecución de futuras expediciones a las Indias. En tal dignidad, partió de nuevo para la Especiería a las órdenes del veneciano Sebastián Caboto, al que se enfrentó cuando, llegados al Río de la Plata, éste decidió cambiar el rumbo e internarse por sus aguas en busca de las supuestas minas de plata y de oro. A raíz de aquel enfrentamiento, Caboto abandonó a Miguel de Rodas y a otros dos oficiales españoles en la pequeña isla de Santa Catalina, en las bocas del Río de la Plata, donde el marino griego -que había sobrevivido a las tribulaciones de la primera vuelta al mundo- halló la muerte ahogado, tratando de escapar de aquel destierro en una frágil canoa junto a su compañero Martín Méndez.

Otro de los supervivientes de la Primera Vuelta al Mundo también era de Rodas y también se llamaba Miguel, pero, a diferencia de su otro compatriota, dejó muy pocas huellas para poder recomponer su historia. Lo conocemos como Miguel Sánchez de Rodas, pues era hijo de un tal Juan Sánchez -al que, por su apellido, imaginamos como español afincado en Rodas y, tal vez, vinculado a la Orden de San Juan- y de una mujer llamada Juana, cuya nacionalidad se ignora. Solo sabemos de él que embarcó como marinero de la nao Victoria y que tuvo la fortuna de regresar con ella entre los dieciocho supervivientes.

Dicha suerte le cupo también a Nicolao Griego, que zarpó y regresó como marinero de esa misma nave. Era natural de Nauplia, hijo de Antonio y de María, y hermano del también marino Juan de Nápoles. Una vez en Sevilla, Nicolao se casó con la española Mariana Álvarez y, asociado a su hermano Juan, consiguió prosperar como armador, enviando varios cargamentos al Nuevo Mundo. Pero su destino de lobo de mar quiso que embarcara de nuevo, y, en 1534, participó como maestre y piloto de la nave capitana Madre de Dios en la expedición de Simón de Alcazaba a la Tierra de Fuego, una arriesgada empresa en la que fallecieron finalmente la tercera parte de los hombres. El navegante griego, sin embargo, no solo volvió a estar entre los supervivientes de una trágica aventura ultramarina, sino que fue también el excepcional testigo que, a la postre, dio cuenta de los hechos ante la corte del emperador Carlos V.

Y, en esta semblanza de los marinos griegos que tomaron parte en la Primera Vuelta al Mundo, llegamos ahora al último, Francisco Albo, quien, además de contarse entre los extenuados supervivientes de la nave Victoria, fue el piloto que la trajo a puerto y el autor del testimonio náutico más importante de la expedición: su famoso Derrotero, por el que Albo será recordado en la Historia.

Muy poco se sabe, por desgracia, acerca de su persona. Consta en los archivos que fue vecino de Rodas y natural de Axio, un topónimo incierto que ha hecho que su patria se preste a controversia. Habría argumentos para pensar que era de Naxos, isla que, en esa época, era conocida por una corrupción del nombre antiguo en Axos / Axía / Axiá (de donde deriva, a la sazón, el apellido Axiotis); por otro lado, el nombre de la vecina Quíos aparece notado en fuentes españolas de la época con las formas corruptas de Quio / Xio / Çío / Scio / Syo. A decir verdad, la forma Axio podría encajar fonéticamente entre las corrupciones de ambos nombres. Más allá de los argumentos lingüísticos, la mayoría de estudiosos se inclina a pensar que Francisco Albo -así como sus compañeros Ximón de Axio y Antonio de Axio- era natural de Quíos, pues encuentran más verosímil la presencia en Sevilla de marinos de esta importante isla, entonces genovesa, que de la menos próspera isla de Naxos (pese a que esta última permaneció hasta 1537 en manos venecianas). En mi opinión, en el caso de Francisco Albo, pesa a favor de su origen quiota el hecho de que uno de los dos testigos que, a su muerte en Sevilla, verificaron la filiación de su hijo y heredero fuera Miguel de Quíos, natural de esta isla. Sea como sea, Francisco Albo fue registrado al embarcar en la expedición a la Especiería como vecino de Rodas, de donde era muy probablemente su esposa, Juana de Paradiso -pequeña localidad rodia-, con quien tuvo al mencionado hijo, llamado Batista, que heredaría en el futuro (1536) las ganancias conseguidas por su padre durante la vuelta al mundo.

Francisco Albo -como Miguel de Rodas- tuvo, sin duda, una profunda formación náutica, adquirida ya antes de la gran expedición: probablemente en Rodas y en aguas del Egeo; y, tal vez, más tarde, en Italia o, incluso, en Portugal. Sin ella, el navegante griego no hubiera podido acceder a los cualificados cargos que desempeñó: embarcó con Magallanes como contramaestre de la nave Trinidad y regresó con Elcano como piloto de la nave Victoria. El capitán Juan Sebastián Elcano depositó en él toda su confianza, y, cuando, a su feliz regreso a España, el emperador le ordenó que acudiera a informarle a la corte con los dos compañeros "mas cuerdos y de mejor raçon", Elcano escogió al médico de a bordo, Hernando de Bustamante, y al diestro piloto Francisco Albo de Axio.

El llamado Derrotero, un pequeño cuaderno de apenas un palmo, es la copia manuscrita del libro de bitácora que Francisco Albo mantuvo como piloto de la nave Victoria y entregó en la Casa de Contratación a su llegada a Sevilla. Es posible, pues, que como copia pasada a limpio de un original ahora perdido, el texto que conservamos incluya también anotaciones posteriores o datos recogidos por algún otro piloto. En todo caso, de todos los registros de la Primera Vuelta al Mundo, el Derrotero de Francisco Albo es el texto que aporta mayor y más valiosa información náutica. Por decirlo resumidamente, nos ofrece -con increíble exactitud para la época- las coordenadas diarias de la ruta; da muestra de cómo se obtenía la latitud tomando la altura del sol con un cuadrante y cotejándola, mediante fórmulas, con detalladas tablas de declinación; evidencia la gran dificultad que suponía calcular la longitud con la mínima ayuda de un rudimentario reloj de arena, al que los pajes daban vuelta a bordo, día y noche, para no perder la cuenta del tiempo; testimonia diariamente la velocidad de las naves y las características de los vientos; advierte a navegantes futuros sobre los peligros de determinados puntos de la ruta; nos informa de la topografía de las regiones visitadas; y deja constancia de la toponimia indígena y de los muchos lugares bautizados por los propios expedicionarios. Por estos y otros méritos, el Derrotero de Francisco Albo es uno de los documentos más valiosos de la Historia de la Navegación. Su conocimiento, sin embargo, ha sido lento, si tenemos en cuenta su importancia. El manuscrito en español no fue editado hasta mediado el siglo XIX (Navarrete, 1837); y, traducido al griego, apareció tímidamente, de forma fragmentaria, en una obra general de finales del XX (Lazos, 1990); por esta razón, en el marco de las iniciativas para reconocer -en este V Centenario- la aportación de los marinos griegos a la Primera Vuelta al Mundo y a las exploraciones españolas de la época, la Embajada de España en Grecia, el Instituto Cervantes de Atenas y la Fundación María Tsakos han decidido publicar, en un volumen trilingüe (español-griego-inglés), el Derrotero de Francisco Albo, cuya edición y traducción íntegra al griego he tenido el honor y la responsabilidad de realizar.

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El Derrotero de Francisco Albo -como los conocimientos que hicieron a Nicolao Griego piloto de una nave capitana o a Miguel de Rodas piloto mayor de Su Majestad- es evidencia de que entonces, a principios del siglo XVI, ya había dado fruto todo un Renacimiento náutico que, en paralelo al de los otros campos del saber, se venía gestando desde los siglos anteriores; yo diría que desde que empezaron a juntarse, después de la IV Cruzada (1204), los griegos y latinos en estas aguas del Egeo. Fue ese renacimiento el que enseñó de nuevo el manejo del astrolabio y del cuadrante; los cálculos basados en el sol, la luna y las estrellas; la división en grados de la circunferencia terrestre; el concepto de meridianos y paralelos; la plasmación de las tierras y mares de forma cartográfica sujeta a la geometría... Fue ese renacimiento el que alumbró obras como el insólito y avanzado manual de navegación y construcción naval que otro voluntarioso navegante e investigador de esta isla, Michalli da Ruodo -muy poco conocido y valorado-, compuso e ilustró en 1434; obras de enorme trascendencia en el arte de navegar, como los "Regimientos" y el "Almanaque Perpetuo" de José Vizinho, el "Gran Tratado" de Abraham Zacuto, el "Tratado de la Esfera" de Johannes de Sacrobosco, e incluso los "Libros del Saber de Astronomía" del rey Alfonso X, el Sabio. Fue ese renacimiento, en suma, el que favoreció el diseño y construcción de nuevas naves, el que aportó las técnicas para la navegación de altura, y el que hizo posible salir a conquistar los océanos.  

Pero hay que preguntarse: ¿de dónde venían esos conocimientos? Como en los otros campos del saber -en las letras, las artes, la medicina o la farmacopea-, el proceso de renacimiento que fue sacando a Europa, en esos tiempos, del marasmo, el teocentrismo y el dogma que caracterizaron los primeros siglos del medievo fue un proceso de redescubrimiento, de rescate y de estudio de saberes antiguos, consolidados, de manera especial, por los griegos. En la filosofía, hubo que descubrir de nuevo a Platón y a Aristóteles, y fundar, con su ejemplo, nuevas academias y liceos; en la literatura y en las artes, hubo que imitar a los clásicos, indagar en sus obras, desentrañar sus modelos y, entre otras muchas cosas, redescubrir a Homero; la medicina y la farmacopea siguieron evolucionando como un incesante proceso de relectura, comentario, traducción y experimentación de los saberes de Hipócrates, Diágoras, Dioscórides y Galeno.

Del mismo modo, pues, en la geografía, la geometría, la astronomía, la mecánica, la náutica y todos los saberes que atañen a la navegación, ese renacimiento de la época estuvo sustentado en el cultivo y el redescubrimiento de los conocimientos transmitidos, entre otros, por Euclides, Eratóstenes, Hiparco, Crates, Eudoxo, Árato y Ptolomeo. Por poner un ejemplo, el famoso "Tratado de la Esfera" ("De Sphaera Mundi"), que tanto alimentó las obras geométricas y náuticas del Renacimiento, es una simplificación del sistema de Ptolomeo y otros conocimientos alejandrinos hecha por Johannes de Sacrobosco (John of Holywood) a principios del siglo XIII; este, a su vez, se basó en la traducción de la obra de Ptolomeo del árabe al latín que, un siglo antes, Gerardo de Cremona había realizado en Toledo; y esta, a su vez, era deudora de la traducción del griego al árabe que el nestoriano Hunayn Ibn Isaaq había hecho, a principios del siglo IX, en la Casa de la Sabiduría de Bagdad. La misma vía, más o menos, siguieron también las obras científicas de Galeno, Hipócrates, Euclides, Discórides y Aristóteles. Y hoy, con nuevos instrumentos de investigación a nuestro alcance, empezamos a descubrir, con gran asombro, que esos conocimientos griegos proceden, a su vez, de más lejos: que, antes de ser alejandrinos y clásicos, fueron minoicos y de la civilización marina del Egeo.

Ya Hiparco -el "padre de la astronomía", que reveló tantos misterios del firmamento desde esta isla de Rodas- observó, con gran sagacidad, que las constelaciones y estrellas que describía Árato no correspondían con exactitud al cielo de su tiempo; hoy, con la ayuda de modelos informáticos, se ha podido probar que ese cielo que los alejandrinos describieron en sus obras -del que aprendieron todos los que vinieron después- había sido, en realidad, observado y descrito desde otro lugar y mucho tiempo antes: hace unos 3.900 años, desde los 36° de latitud norte. Es decir, que no fueron los egipcios, ni los sumerios, ni los babilonios -todos más al sur-, ni fueron los griegos del tiempo de Árato -mucho más tardío- quienes descubrieron las constelaciones y las estrellas tal como las hemos conocido hasta hoy: fueron los minoicos, en Creta, hace al menos cuatro mil años. Y hoy sabemos también que conocían la sutil diferencia entre el año sideral y el tropical, la extraña oscilación del eje de la tierra, el calendario solilunar, la geometría basada en el ciclo del sol y expresada en grados de latitud y longitud; y sabemos también que construían naves mayores aún que la Victoria, que navegaron sin descanso por el mediterráneo y por los grandes ríos, y que se internaron también en los océanos.

Este espacio del Egeo es la cuna de la más arraigada civilización marítima, y, en las humildes y poco conocidas figuras de los griegos que nos acompañaron en el logro de la Primera Vuelta al Mundo, rendimos hoy, desde esta isla de Rodas, un sincero homenaje a todos los marinos de raza griegos que sirvieron en naves españolas, a la nave incesante del asombro y del conocimiento, y al inmenso caudal de civilización surgido de estas hermosas aguas.

 

Foto de portada:

VOS INTER PRIMOS CIRCVMDIDERVNT ME

Vosotros entre los primeros que me dieron la vuelta

 

P R I M V S  C I R C V M D E D I S T I  M E -El primero que me diste la vuelta- es la divisa del escudo de armas otorgado por el emperador Carlos V a Juan Sebastián Elcano, en reconocimiento por la hazaña de haber llevado a cabo la primera vuelta al mundo. V O S  I N T E R  P R I M O S  C I R C V M D I D E R V N T  M E  -Vosotros entre los primeros que me dieron la vuelta- es la leyenda que, parafraseando la divisa real, reza en el monumento que la Embajada de España en Grecia y el Instituto Cervantes de Atenas encargaron al escultor español Juan Ramón Martín Muñoz para homenajear a los cinco marinos griegos que culminaron con Elcano aquella expedición.

 

(*) Conferencia pronunciada en ocasión de los homenajes por el V Centenario de la Primera Vuelta al Mundo (1519-1522). Actos de homenaje a los marinos griegos que tomaron parte en la Primera Vuelta al Mundo, islas de Rodas y Quíos, setiembre de 2020. Con el auspicio de Embajada de España en Grecia, Instituto Cervantes de Atenas, Fundación María Tsakos, Ayuntamiento de Rodas, Ayuntamiento de Quíos.

 

PEDRO OLALLA

Español , residente en Grecia. Escritor, helenista, profesor, traductor,

fotógrafo, cineasta. Embajador del Helenismo.

Associate Member, Harvard University's Center for Hellenic Studies.

 

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2021-02-18T00:01:00