NO

Tomás Abraham

Hace días que no escribo. Me estoy preparando para las redes sociales, Instagram. Me dicen que las cosas son así y que puedo elegir entre ser un viejo con nostalgia porque los buenos tiempos del papel y las librerías fenecieron, o subirme a las nuevas plataformas e intentar ser un activo participante de los "social media".

Contenido de la edición 22.03.2022

 

Hicimos un plan con mi community manager que me resulta un bombardeo al que no estoy acostumbrado. Aprendo un nuevo vocabulario como "feed" y "stories". Grabé unos cuarenta audios de stories de veinte segundos cada uno. Es divertido, tan divertido es que a veces hasta se me pone interesante. Se me ocurrió que podía hacer una especie de revista en Instagram con contenidos similares a cuando publicaba mi revista "La Caja". Poner en el panel fotos, clips de música, junto a mis textos y videos. También me reuní con mi editora de videos para trabajar las más de treinta horas que tenemos programados para la serie "Los libros", en los que durante una hora hablo sobre cada uno de mis libros. Grabé dieciocho horas hasta el momento.

Debería admitir que hubo un cambio en la percepción, en la atención y en la concentración de las nuevas generaciones. Nada debe durar más de veinte segundos porque nos abandonan. No quisiera ser un viejo gruñón, pero me parece que nos estamos pajaroneando, como canarios que saltan de un palito al otro y pican alpiste como frenéticos. Sabemos que en el momento en que un canarito deja de saltar es porque está muerto. Me piden que sea tan breve como un piojo, que mi pensamiento sea un chasquido ya que el del otro lado los quías corren de chasquido en chasquido. Lo que importa, aparentemente, es pasar de una cosa a la otra lo más rápido posible, como un Donjuán que se cogió a mil tres mujeres y le faltó una, la deseada. No quiero burlarme, pero si he decidido ingresar a la jaula como un canario más, me arrogo el derecho de cantar mi cantito. Que el resto lo siga elaborando el coreano que escribe en alemán.

No doy clases, ni presenciales ni virtuales, no tengo un proyecto de publicar este año ningún libro, no escribo para diarios sobre temas de actualidad, algo tengo que hacer. Después de publicar un libro por año y centenas de artículos en periódicos, puedo tomarme un respiro, más aún cuando uno a veces también colma su paciencia porque los dueños de los medios lucran con el talento de uno por pagar miserias por notas, cuando las pagan, o editores que por unos miles de pesos retribuyen un trabajo de años. 

El mundo de la cultura es el del prestigio, el del reconocimiento. Y para parafrasear a Adorno, el mundo del entretenimiento puede pagar bien, y otorga fama. Es posible que el éxito llegue para los dos rubros. Nos pueden reconocer por la calle a escritores como actores, pero para que reconozcan y saluden a un escritor debe tener que haber pasado por el entretenimiento, o sea, por lo visual. O por lo político, o por el fútbol. Como hice yo, no para figurar sino porque me interesa todo lo que puedo llegar a interesarme, valga la redundancia.

Yo opino. Qué se le va a hacer, hay tanta gente que desprecia a los opinadores, no saben lo que dicen. Viven en la caverna de Platón y creen que disfrutan del sol a la intemperie. Dicen que no son opinadores sino profesionales. O peor, científicos. Inventé el vocablo "contraopinión" y lo justifiqué en un texto en el que hablaba de lo que debe hacer un lector de actualidades cuando las fuentes de información están sesgadas o atravesadas por fakenews. En lugar de hablar de la posverdad, y justificarla con vanas cursilerías, hay que hacer un esfuercito más para tener una idea, sí, la famosa idea que nos ordena el caos informativo. Idea flexible, porosa, pero idea al fin.

También escribí un libro sobre la política nacional que tiene el subtítulo de "Contrarrelato político", término obvio ya que el gobierno durante años habló de "relato" para darle un nombre a su chamuyo.

Por lo que tenemos repetida la palabra "contra". Es una mala palabra, de rebelde al pedo, no tanto de resentido sino de fracasado que quiere combatir su invisibilidad, hacerse notar. Si debiera ir contra cada una de las boludeces que se dicen, como contra esta versión del "contra", me convertiría en un toro, sin corrida, sin matador, sin público, que embiste contra los tablones y patea el piso. No tiene sentido rugir contra nadie, o sí, por lo general alguien hay. Mejor así.

Pensar y discutir es lo mismo. Eso lo aprendí desde chico. Pensar y decir también es lo mismo, eso también lo aprendí desde chico. Lo voy a decir una vez más, fui tartamudo desde los cinco a los veintidós años, y para mí la tartamudez fue una escuela de vida. Hay tantos tipos de tartamudos y de tartamudeces como individuos. Los fonoaudiólogos, los neurólogos, los psicólogos, podrán devanarse los sesos para presentar una tipología, una clasificación, una etiología; no la encontrarán. Hay tartamudos porque se golpearon las cabezas, otros porque los forzaron a ser diestros siendo zurdos, otros porque no pudieron matar a su mamá y cogerse a su papá - la inversa de tótem y tabú, es un tabú y tótem -, otros porque imitan la tonada entrecortada de los ingleses y los que tiene miedo escénico, miles de etcéteras.

Yo fui a un hipnólogo que me pinchaba los brazos y no sentía nada, un genio, pero seguía con las consonantes bajo candado. Fui tartamudo por miedo de hablar. Fui tartamudo por miedo de contestar. Por miedo de desear. A decir que no al deseo de otro.

Por supuesto que pensaba, pero no pensaba porque pensaba para adentro, y el que solo piensa para adentro sin interlocutor, sin oreja de otro, no piensa, se hunde. Nada tiene que ver el pensamiento con la interioridad, no se piensa en un pozo, en realidad se piensa en una sola cosa, en salir del pozo, o sea, en hablar como los demás.

Yo tartamudeaba todo el tiempo, hay otros que lo hacen salteado, en ocasiones, yo no. En mi casa, a la mañana, a la noche, más aún al mediodía cuando almorzábamos en familia, aunque no tartamudeaba porque me llenaba la boca de un bocado a otro sin transición para no dar la oportunidad que me preguntaran algo y escupiera jotas, kas y erres ante la mirada nerviosa e impaciente de mi madre. Tartamudeaba en el colectivo al pedir el pasaje, en el colegio, y por teléfono.

Por miedo, a qué, y bueno, debo decirlo, al castigo, o al golpe, mejor dicho al golpe si se me ocurría decir que no. A los quince años dije NO y comencé a tartamudear en voz alta, es el primer paso para pensar, no digo hablar sino pensar. El pensamiento tiene peso si hay otro, igual que el lenguaje, no hay lenguaje sin especie. Tengo todo mezclado, pensar, desear y hablar, y discutir. Decir NO.

 

 

TOMÁS ABRAHAM

Filósofo - Argentina

Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires/Doctor Honoris Causa de la Universidad de Tibiscus, Timisoara (Rumania)

Sus más recientes publicaciones: El deseo de revolución (Tusquets, 2017); La máscara Foucault (Paidós, 2019); Aburrimiento y entusiasmo (Ed, Digital, Indie, 2021); La matanza negada -autobiografía de mis padres (Ed El Ateneo, 2021). 

 

Imagen: CONTRATATAPA/dfp


 

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2022-03-22T23:18:00