Naivi cierra el juego con doble blanco

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 03.10.2023

 

Es cercano al mediodía. Otra ciudad, parecida a la anterior. Otra gente. Distintos amigos. Estoy de paso, es parte de la bitácora de un viaje que quizás cuando empezó, tampoco precisó su terminación. Es otoño. Un poco de frío. El invierno que pisa mi sombra. Ya no le temo. Un taxi me lleva a su casa. "Es la historia de un regreso por los pasos de tus versos. Ésta es nuestra canción... cuando se pierde algo en la vida, se pierde y no se habla más...". Pienso en La Vela de mi corazón. En el rock uruguayo. En todo lo que dejo. Ando tranquilo. Casa distinta en esta ciudad. Hogar diferente en otras tierras. Eso es. Desando mi camino de migrante desde Venezuela hasta Montevideo, en Uruguay. Salí de mi país en marzo de 2019 con mi familia: mi esposa y dos hijos, Samuel y Vania. Casi cuatro años después llevo en mi mochila el deseo de rehacerme como ser humano. Regreso solo.

Tres mujeres que participaron en mis cursos de fotografía en Venezuela, ahora residentes en Buenos Aires, me cobijarán un mes en esta ciudad hermosa. Naivi Ballesteros es una de ellas. Su hija, Daniela Jesús es operada de cáncer en Venezuela. Doce años. Sometido tratamiento. Poca mejoría. La anemia intenta cercarle la vida. En las farmacias del país no se encuentra ni ácido fólico. La mujer abre el juego con Doble Sena. Su madre la anima. Tenéis que marcharte a otro lugar a buscar la sonrisa de tu hija. Imaginamos que le dijo. Se fue a Colombia. No fue divertido: desde el autobús, carreteras húmedas de tristeza de quienes huyen, a veces a pie. Guardias Nacionales impertinentes. Calor. Incertidumbre. Temor. Trabajó en un parque de atracciones. De diversiones para niños. Apuesto que recordaba la alegría del pasado de Daniela Jesús (Danisu), la hija que esperaba en Venezuela. Ahorró. Regresó por su niña. Buenos Aires era la estación terminal. Su hermano la esperaba para acompañarla en el juego. Su trabajo inicial fue en un quiosco de diarios y chucherías. Diez horas de trabajo diariamente. Supo vivir entre hollín, humo y polvo de la calle durante año y medio. Luego ingresó a Petite Affaire, una tienda de mercadería exclusiva, artesanal y de orfebrería donde inició el camino laboral de la constancia, alegría y esperanza. 

Llegué esta mañana en buque bote desde Montevideo. Atravesé el Rio de la Plata. Desgajé melancolía por Samuel, el hijo que queda en esa ciudad. Por Ivett, mi mujer, y por mi hija Vania, que decidieron continuar su itinerancia de migrantes. Se marcharon a Madrid. El Taxi me deja frente al edificio donde habita Naivi. Al fondo veo el ferrocarril. Flipo por estas máquinas. En 2001 viajé de Santiago de Compostela, España, a Porto, en Portugal. Pienso en esto mientras subo en el ascensor. Entro al apartamento. Una Pincher Doberman ladra, ladra. Casi tiembla. Por poco me muerde y retrocede. La mujer me recibe. Abrazo largo. Emotivo. Cercano al lloro. Calidez intensísima. La piel morena de ella, fluye dentro de su traje. Poca estatura. Inmensa fuerza para llevar las vicisitudes. Descomunal ímpeto para amar y agradecer. Ojos marrones como el fondo oscuro donde bucea para doblarle el espinazo a las dificultades. Ya lleva abrigo. Después de presentarme a Julieta, su madre, salimos almorzar. Es mediodía. Obvio.

Naivi aguza su mirada oscura, juega la segunda ronda en el dominó, quizás cinco tres. Al principio solamente me marcharía con mi hija, pero decidimos empezar a sacar a toda la familia de Venezuela, era una nación en hambruna, sostiene. Se emociona. "Junto a mi hermano hicimos préstamos a argentinos demasiado generosos que se arriesgaron a esta aventura. Aún hoy, varios años después, continúo abonándole a esta deuda". Se completa la segunda roda en el dominó. Ya ella sabe que carta de hueso blanco tiene cada quien. Es una maestra en el juego de la vida. Pienso en el viejo Chono, mi padre, también fue casi adivino en este entretenimiento de piezas blanquinegras. Un campesino con la agudeza de un ajedrecista. De un dominocista, pues.

Miro la calle desde el balcón del hogar de Naivi. Avenida estridente. Muchos coches. Luz de otoño. Buenos Aires. Mañana de domingo, tal vez. Julieta, sentada en el sofá de la sala tijerea una tela marrón. Tiene 76 años. Da forma a pétalos de flores que luego arma. Piel morena, curtida de sol caribeño. Saco mi cámara del bolso. Me planto frente a ella. La fotografío en el proceso. Estimulo la conversación. Me relata fragmentos de su vida. De la crianza de sus hijos De su matrimonio con Wenceslao. 'Estas flores me las compra la tienda donde trabaja Naivi. Otras tiendas también me solicitan, pero es suficiente, en la vida no se necesita mucho. Un buen porcentaje de lo que me pagan, se lo envío a mi hermana que sigue en Venezuela. Este camino de bregar por levantar una familia junto a Wenceslao, mi esposo, lo conozco. Aleluya por la valentía de Julieta.

En cada pedacito de esta familia habita la luz de la primavera. Maia, la perrita negra, Pincher Doberman, vigila mis movimientos. Si me acerco mucho a la alquimista de flores, se me encima con sus ladridos. Me muestra sus dientes. Y retrocede como para preparar otro ataque de advertencia. No invadas. Maia tiene seis años con nosotros, comenta Naivi desde otro extremo de la sala del apartamento. "Nos la dio una vecina. La rescató de la casa de su hijo, a quien se la había regalado antes, pero sus nietos y la yerna, maltrataban al animalito. No lo alimentaban, eso explica su nerviosismo, su comportamiento esquivo". El Cabello corto y negro de la mujer, no lo mueve la brisa del balcón. Permanece quieto como la perrita negra que nos escucha. Puede que entienda. Puede que entienda.

Los varios días que habito como un sensei en el hogar Naivi, veo entrar y salir a Danisu. Va a la Universidad Autónoma de Buenos Aires. Estudia Comunicación Social. Siempre en silencio, quizás para blanquear la mugre de los tiempos rudos. Entrenarse para cuando vuelvan. Siempre es posible que la rudeza de la vida nos visite nuevamente

Cualquier tarde conversé con Wenceslao, padre de Naivi y esposo de Julieta. Un árbol de roble, corteza, áspera, marrón. Lo retraté en la sala de la vivienda con la luz del sol de la mañana que entraba como licuada por una ventana lateral. Habló de su brega para levantar la familia, vendedor ambulante. Arreglador de casas, recolector de basura guindado a un camión de la Alcaldía de Maracaibo en Venezuela. Ahora tiene 102 años. Aún suelta a veces una risa amable. Me relató lo amoríos de su padre, sus juergas. Mientras me contaba, sentía que me mostraba al progenitor como su alter ego. Y qué se le hace.

Naivi ingresó a Petite Affaire en octubre de 2017 como una sencilla vendedora. Recorrió toda la estructura de esta empresa comercial. Cuatro años y medio después, es administradora general. Volvió a ponerse los zapatos profesionales apropiados. Ella es licenciada en administración. Sabe de eso. En Venezuela trabajó en este oficio. Paciencia, esperanza, trabajo y honradez parece ser el manifiesto de vida de esta mujer. No lo expresa, su sencilla modestia no se lo permite. Ella me habla con la tibieza del café de la mañana. Mira a Buenos Aires desde su balcón. Sabe que en esa avenida estridente sobre los tantos coches y de a pie, viajan a sus trabajos muchos argentinos de alma grande que agradecen al servir a los otros. Y como dice J.M. Coetzee en Tierra de poniente, las frases hacen cola detrás de los labios de la mujer. "Primero sacamos a algunos sobrinos, luego otros. Después a los hermanos. Total, salimos veinticuatro familiares. Nunca podré pagar toda la ayuda de tanta, tanta gente. Actualmente vivimos en paz. Contentos en este país, pero a veces asoma la melancolía por nuestra tierra. El vacío que deja la ausencia de los amigos que quedaron atrás. De las calles, la brisa y el sol de Maracaibo". Migrancia. Exilio. País prestado. Agradecimiento constante. Dilema impertinente por empujarnos a decidir entre dos territorios para anidar las ilusiones.

Veintiocho piezas tienen el juego de dominó. Casi siempre las guardan en una cajita de madera con tapa corrediza. Imagino que Naivi mira la mesa semicubierta de piezas blanquinegras. Ve el rostro tenso de los otros jugadores. Y cierra el juego con doble blanco. Celebra de puta madre en Buenos Aires donde habita actualmente con su inmensa familia.

 

(*) Crónica finalista en el concurso La vida de nos de la institución Bancaria Banesco de Caracas, Venezuela

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

acuantola@gmail.com

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García


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2023-10-03T23:28:00