Nicolás Fernández de Moratín y su depurado arte de las putas

Alejandro Carreño T.

Contenido de la edición 23.01.2024

 

No sé si la prostitución es "la profesión más antigua", como suele decirse desde tiempos que se pierden en el tiempo. Pero lo cierto es que ella ha sido objeto de preocupación y estudio también en todas las épocas y culturas.

Baudelaire, el poeta maldito por definición, definía el arte como prostitución: "¿Qué es el arte? Prostitución", se respondía. Y no debe sorprendernos puesto que su obra y su vida, glorifican la bohemia y sus excesos que cubren su libro fundamental La flores del mal (1857) que, en un principio, se llamaría Los limbos o Las lesbianas, porque su intención era ilustrar los pecados capitales.

De cualquier forma, Las flores del mal fue censurado porque exaltaba el placer y las pasiones de la vida. No se piense, sin embargo, que solo los amantes descarnados de la vida como Baudelaire asociaron el arte con la prostitución. Jorge Luis Borges se refirió también a esta relación de la literatura y la prostitución, y desde su mirada sarcástica, la asoció con el comercio de los "bestseller": "En mi época no había bestsellers y no podíamos prostituirnos. No había quien comprara nuestra prostitución". Pero ni Baudelaire ni Borges son objeto de estudio de este ensayo, aunque por cierto "colaboran" para una comprensión más profunda de la relación entre el arte en sus diversas formas y la prostitución.  El Arte de las putas (1770), de Nicolás Fernández de Moratín, censurado por la Inquisición que lo incluyó en la edición de 1790 del Index Librorum Prohibitorum, es el tema de este trabajo.

"Hermosa Venus que el amor presides, / y tus deleites y contentos mides, / dando a tus hijos con abiertas manos / en este mundo bienes soberanos: / Pues ves lo justo de mi noble intento / déle a mi canto tu favor aliento, / para que sepa el orbe con cuál arte las gentes deberán / solicitarte, cuando entiendan que enseña la voz mía / tan gran ciencia como es la putería". Así comienza Arte de las putas (citamos por la edición de La Máscara, 1999, con prólogo de Pilar Pedraza). Con una invocación a las musas, al mejor estilo clásico. Claro que Venus no es ninguna musa y sí la diosa del amor en la mitología romana. Ignoro si se le apareció en sueños a Nicolás o lo sorprendió adormecido y le susurró al oído el encanto del amor que inspiró su obra. Después de todo, ese era el papel de las musas. O tal vez tuvo en la musa de la poesía, Erató, una de las nueve musas, la inspiración para escribir su Arte de las putas. De cualquier forma, ni Venus ni Erató, que significa "amable" o "amorosa", y que, según Apolonio de Rodas, tiene la misma raíz de Eros, podrían ser fuente de inspiración de un libro cuyo tema central es la prostitución y su vida al servicio del placer carnal. La delicadeza del amor, como es de suponer, no se encuentra en ninguno de sus 1995 versos endecasílabos divididos en cuatro cantos.

Por el contrario, Nicolás Fernández de Moratín defiende su obra que enseña el arte de la prostitución, ilustrado con un lenguaje sin retórica de ningún tipo.  Un lenguaje que describe sin tapujos la realidad que vive la historia, el mito, la religión y el hombre en su relación con el sexo, como el relato del fraile y el condón que se inicia en el verso 140 del Canto II y que, por razones de su fuerte y desnuda narración, nos eximimos de citar cualquier pasaje de este largo episodio. La Inquisición no le perdonaría una obra que tan abierta y desafiante remecía sus principios, y el Tribunal de la Inquisición de Madrid, a partir de la copia del poema que Ventura de las Mozas le hizo llegar, dictaminó lo siguiente en un Edicto del 20 de junio de 1777: "Un Papel, ò Poema manuscrito en 106. páginas en quarto, intitulado: Arte de las Putas, que tiene á continuación de este titulo varios versos de Ovidio en su Obra de Arte amandi; y está dividido en quatro Cantos, de los quales el primero empieza: Hermosa Venus, que al amor presides; y concluye el quarto, y ultimo: El dulce Moratín fue mi maestro. Se prohíbe enteramente, aun para los que tengan licencia de leer libros prohibidos, por estar lleno de proposiciones falsas, escandalosas, provocativas á cosas torpes, injuriosas á todos los estados de Christianismo, blasfemas, hereticas y con sabor de Atheismo y Politheismo" (citamos por el texto de Philipe Deacon de la University of Sheffield, "La Inquisición y el arte de putear de Nicolás Fernández de Moratín", DIECIOCHO 41.2 Fall 2018).

El autor no ignora que su obra significará un mazazo a la moral social que se escuda en la hipocresía de los salones y conventos, en cuanto da rienda suelta a lo que naturaleza manda. Enfatiza, por lo mismo, la defensa de su Arte de las putas, no solo como un libro didáctico sino, además, valiéndose de la historia y la literatura: "El arte de verter la sangre humana / con la espada fatal es aprendido / de Príncipes y grandes, y es leído / el libro de políticas aleves / para oprimir la libertad del pueblo [...] / Son mucho más leves / mis delitos: no incito asolamientos / destrucciones ni muertes horrorosas: / solo facilitar las deleitosas / complacencias de amor inexcusables / por modo a ninguno inigualable / solicito, y del arte meretricio" (Canto I, versos 204 a 2015). Defensa que reitera en los versos 511 y 512 del mismo Canto I: "Que no es muy malo el putear, arguyo / por más que griten mil Matusalenes".

¿Debiera sorprendernos desde nuestra mirada de sociedad liberal siglo XXI la obra de Fernández de Moratín que ya tiene más de 250 años? El arte, la literatura y el mito nos dicen que no. Erotismo y sexualidad han transitado por estas expresiones humanistas con asombroso desenvolvimiento, incomodando siempre las estructuras morales por donde han desatado sus encantos. Los dioses del Olimpo, lo sabemos, se solazaban allá y acá con los placeres del cuerpo. El desenfreno, el libertinaje y la depravación estaban en su ADN mitológico. Zeus y su mujer Hera se relacionaban sexualmente con otros dioses. Zeus, además, tenía relaciones con el efebo Ganímedes.  En cuanto que Apolo, feliz con Jacinto. Y en el templo de Afrodita se practicaba el sexo colectivo con vírgenes doncellas que hacían las delicias de los fieles.

Y por la obra de Fernández de Moratín transitan la historia, el mito, la literatura, la religión y, por cierto, las prostitutas. Ficción y realidad al servicio de la "putería" y sus variables semánticas: "Tan gran ciencia como es la putería" (Canto I, verso 10); "pero el grande arte de la putería" (Canto II, verso 60); "que bien cabe virtud en una puta" (Canto III, verso 80). Y Venus, su musa inspiradora, que lo guía en su Arte de las putas, no para cantarle al amor, porque él no pretende "de amor cantar la dulce tiranía:", pues "muy ronca y débil es la musa mía / para este empeño [...]" (Canto I, versos 49 a 52), sino para que su presencia resalte el arte de sus rameras en la cama, como la hermosísima Gertrudis "muy diestra en toda suerte de meneo": "Ninguna las pasiones de Asmodeo / supo apagar tan bien como esta dama, / más graciosa que Venus en la cama" (Canto III, versos 168 a 173). Venus tuvo muchos nombres, según las funciones que desempeñaba. Uno de estos nombres era Venus Ericina, derivado del monte Erice, al oeste de Sicilia, uno de los centros en que se le honraba. Representa el amor poluto y era la diosa patrona de las prostitutas. De hecho, la palabra "pornográfico" deriva del griego "pórne" que significa "prostituta". Nada más apropiado, en consecuencia, que Fernández de Moratín la haya escogido como su musa para que lo acompañara a lo largo de su peculiar poemario.

Pero Gertrudis no sola aventaja a Venus en su gozador talento sexual, sino que, además, supo, como ninguna, apagar el fuego ardiente del Asmodeo de turno. Esos demonios que se encuentran en el Libro de Tobías y en el Talmud hebreo, responsables del pecado de la lujuria e incitadores del adulterio, la fornicación, la masturbación y la prostitución. Fernández de Moratín se divierte con su obra que sabe transgresora de códigos y protocolos sociales éticos y religiosos, y la cubre de imágenes provenientes de la mitología, la historia y la literatura, haciendo del lector atento e interesado, un consultor minucioso de libros y enciclopedias que le ayuden en la comprensión de su libro-arte tan peculiar. El Canto III es un desfile minucioso y carnavalesco de nombres célebres de prostitutas y de lugares donde dejaron sus huellas de meretrices ilustres. De cada una de ellas entrega su rasgo distintivo o anecdótico, como la Isidra, "que mueve tempestad en las braguetas" (verso 14); la Chiquita, "a quien el Padre Angulo / le pegó purgaciones por el culo" (versos 119 y 120). O la famosa Sacristana, "con el lunar que el muslo la hermosea / cuando la echan al vuelo cual campana" (versos 144 y 145). La lista es interminable y su descripción, muchas veces, es francamente pornográfica, por lo que hemos soslayado la pintura de estas escenas, y dejado en manos del lector su lectura y comprensión de dichos pasajes.

Este catálogo del puterío que presenta el Canto III no se reduce, sin embargo, solo a la baja prostitución. Las prostitutas de clase social más requintada encuentran también su espacio, aunque los nombres escasean: "¡Oh! ¡Cuánto siento de soberbias damas / dadivosas, callar el alto nombre!" (versos 395 y 396), pero no así los lugares que ellas frecuentan:  bailes, fiestas, teatros, romerías y los toros. Y Fernández de Moratín retoma aquí la vieja tradición de la literatura española representada por la alcahueta, cuya epónima figura es Celestina, consagrada por Fernando de Rojas en su Tragicomedia de Calisto y Melibea, simplemente La Celestina. Deja entonces la narración en boca de Pepa Guzmán, la Pepona: "¡Oh, gran Pepona, de saber profundo, / grande en tu oficio!" (versos 413 y 414). Una alcahueta que ensombrece a la misma Celestina: "Pasan de seis mil virgos en la Villa / por mi autoridad deshechos y hechos. / Niña de pecho fue la Celestina" (versos 472 a 474). Las alcahuetas solían ser, como señala María Angélica Calero, de la Universidad de Lérida, "viejas prostitutas que, al perder los atractivos que les permitían conseguir clientes, se ganaban la vida amparando a rameras jóvenes, en especial las inexpertas o primerizas (María Angélica Calero, Universidad de Mérida, "El mundo de la prostitución en el refranero español" en Paremia, 2, Madrid, 1999).

Así lo certifica el primer diccionario de la RAE, de 1780, que reúne en un solo volumen, sin citas de autores, el primer diccionario de la institución llamado Diccionario de autoridades (1726-1739): "La persona que solicita, ó sonsaca á alguna muger para usos lascivos con algun hombre: ó encubre, concierta, ó permite en su casa esta ilícita comunicacion. Es voz árabe de caguit, que significa atizador, ó inflamador, añadido el artículo al; y aunque parece que debia escribirse con g, atendida esta etimología, desde muy antiguo ha sido el uso comun escribir con h esta voz. Leno". Ya en la edición de 1817, "alcahueta" pierde lo relativo a su origen etimológico. La de 1925 moderniza el lenguaje, en cuanto que la de 2001 recoge la de 1992 que es bastante menos explícita que la originaria definición. Ahora, la definición que presenta en línea, es de una franciscana pobreza semántica respecto de las primeras definiciones: "Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita". Pero en la época de Fernández de Moratín, el término tenía toda la carga semántica con la que aparece en su obra, lejos, por lo tanto, de cómo suele comprenderse hoy, y como la propia RAE en su segunda acepción lo entiende: "Persona o cosa que encubre u oculta algo". O en su tercera: "correveidile (persona que lleva y trae chismes)", que es como suele usarse en el español moderno.

Sea como sea, la Pepona es una alcahueta capaz de eclipsar a la propia Celestina: "deja que repita / para instrucción y norma de alcahuetas / la alta respuesta que a mi cargo diste, / dignas palabras de grabarse en bronce" (versos 414 a 417). De este modo, Fernández de Moratín le entrega la palabra a una fuente incuestionable del mundo putesco que a él le interesa retratar en su controvertida obra. Pepona termina el Canto III, narrando sus experiencias de alcahueta y los recursos de que se vale para desenvolverse en el rico y variado mundo del arte de las putas, pero purgando sus pecados como buena cristiana que es: "que aunque mala cristiana, a la hora de / ésta 'llevo en el cuerpo (no hay que echarlo a risas) / once rosarios y catorce misas' / Esto me dijo componiendo grave / las venerables tocas y las canas / y con gesticulación que infundiría / al viejo Néstor lujuriosas canas" (estrofa 485, última del Canto III). El autor se convierte, también, en un personaje que no solo escucha, sin que comparte y auspicia una realidad que a él le parece propia de la "madre natura": "Pues, ¿qué delito mi inocente Musa / comete cuando a un mal inevitable / no pudiendo extinguirle le modera / la malicia fatal? Ya que haya mal, / el modo por lo menos bueno sea / y hágase bien el mal" (Canto I, versos 80 a 85).

El título de la obra, provocador para una época de Inquisición rigurosa y protocolos sociales y culturales contaminaos por la hipocresía, responde a lo que sus personajes representan en toda su grandeza: su arte. Arte de las putas es no solo la puesta en escena del propio carácter polisémico del concepto "arte": talento, inspiración, destreza, experiencia, artificio, astucia, maña, disimulo, artería, sino también del conocimiento in situ de las andanzas del autor: "En el hoyo vi yo a la Perpiñana, / a vista del camino de Hortaleza / plantar nabos con tanta ligereza /que una tarde arrancó y plantó hasta ciento. / No dejarán tu miembro descontento" (Canto II, estrofa 250). Sin duda, Fernández de Moratín es un hombre conocedor de lo que describe con tanta precisión, como lo demuestra en diferentes pasajes de su libro. "Cómplice y alcahuete, el poeta proporciona recorridos y pistas, señas, referencias, nombres, recomendaciones, consejos", nos dice Pilar Pedraza en el Prólogo. Y al revisar la biografía que Nicolás escribió de su padre, Leandro, autor del clásico El Sí de las niñas, al que describe como "padre y esposo ejemplar", Pedraza comenta: ¿Qué iba a decir él? Puteros eran todos, empezando por él mismo".

Tema recurrente en Arte de las putas, en medio de burdeles, prostitutas notables, calles, plazas y recovecos, dioses, artistas y célebres personajes de la historia, es el que ocupan los curas. Después de todo, en esta nave meretricia, su autor se siente Tiphis y Maquiavelo: "pretendo por mi astucia y mi desvelo / ser nuevo Tiphis y otro Maquiavelo" (Canto I, versos 215 y 216). Un Tiphis que conduce la nueva Argo por el camino del placer sexual. Placer del que nadie se exime, menos los representantes de la Iglesia que supieron por siglos del goce carnal: "Os parecerá horrible ver pintado / por mis versos un fraile y una monja / que se están a placer regodeando;" (Canto I, versos 367 a 369). Una placentera tradición eclesiástica que la literatura, para malestar de la Iglesia, ha recogido generosamente en sus páginas: Boccaccio (Decameron), Margarita de Navarra (El Heptamerón) y la tradición española desde Las Siete Partidas o simplemente Las Partidas, del rey Alfonso X el Sabio (siglo XIII), El Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita (siglo XIV) hasta La Celestina de Fernando de Rojas (siglo XV) y el anónimo Lazarillo de Tormes (siglo XVI), por citar apenas algunos ejemplos en ilustran a los religiosos como fieles amantes de Epicuro. Parece que Zaratustra tenía razón cuando afirmaba que "hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría".

No se crea, sin embargo, que solo la literatura en sus diversas expresiones, se regocijó con los desmanes de los representantes de la Iglesia y los denunció desde su mirada literaria. La propia Iglesia debió, en distintos momentos de su atribulada historia, condenar estas conductas lujuriosas reñidas con sus principios morales. Así lo certifican los diferentes concilios desde el de Compostela (1056), hasta el de Toledo (1324), pasando por el de Palencia (1129) y de Valladolid (1228), que quisieron imponer el celibato, puesto que la sexualidad representaba, precisamente, el mayor estropicio moral de la casta eclesiástica, como lo recogen las distintas y numerosas obras literarias, de las que Arte de las putas no es nada más que otro ejemplo de la vastísima lista. De poco o nada sirvió la reforma gregoriana en este sentido (Papa Gregorio VII,1073-1085), ni el nicolaísmo (Nicolás II), que habla del matrimonio en la iglesia y del amancebamiento de los clérigos.

El Concilio de Toledo de 1324 lamentaba que "se ha introducido la detestable costumbre de que vayan a comer a casa de Prelados y Grandes las mujeres livianas, conocidas vulgarmente con el nombre de soldaderas y otras que con su mala conversación y dichos deshonestos corrompen muchas veces las buenas costumbres (Juan Eslava, diario El Mundo, 11 de octubre de 2015).

Y el propio Arcipreste de Hita, amante de la buena mesa, el vino y las mujeres, nos dice en su clásico Libro de Buen Amor: "El papa nos envía esta costituçión" [...] (estrofa 1693), / "que clérigo nin casado de toda Talavera, / que non toviese mançeba casada nin soltera: / qualquier que la toviese, descomulgado era" (estrofa 1694). Por cierto, esta imposición no les hizo gracia ninguna a los clérigos que no quieren perder sus gozosos privilegios y piensan apelar al rey de Castilla, pues "fuemos simpre leales": "demás que sabe el rey, que todos somos carnales, / creed se ha adolesçer de aquestos nuestros males" (estrofa 1697).

Doscientos cincuenta años después de Arte de las putas, la literatura, así como las artes en todas sus expresiones, siguen teniendo el erotismo y la sexualidad como tema recurrente de sus diversas temáticas. Sin novedad en el frente, como decía Erich Maria Remarque en su novela publicada en 1929. Sin novedad ahora, cuando escándalos sexuales mayúsculos envuelven a príncipes, expresidentes, científicos, artistas y magnates, como en la obra de Fernández de Moratín. Nada nuevo en el horizonte, cuando la joven escritora chilena, Carmen Galdames, en entrevista al diario La Tercera del sábado 26 de enero pasado, declara que "a la literatura en general le falta sexo", a propósito de su segunda novela El amor acaba.

Sea como sea, estoy seguro de que Nicolás Fernández de Moratín diría junto con Charles Dickens: "Ella es el ornamento de su sexo".

 

ALEJANDRO CARREÑO T.

Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,

doctor en Comunicación. Columnista y ensayista (Chile)

 

Imagen: portada de edición Amazon (detalle)


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2024-01-23T21:18:00