Noche oscura

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 03.03.2023

 

La carretera es arenosa. La bordean pastizales silvestres de un verde amarillento. Mezclados con hojas secas que vienen de un bosque cercano, cuando el viento los mueve, emiten una especie de cascabeleo. La marca de los neumáticos de los vehículos que han transitado la vía se ven sobre la arena, parecen tatuajes. Es mediodía. La luz del sol se siente como una costra de agujas filosas que se incrustan en el pavimento árido. Huele a sequía. Hace uno cinco o seis meses que no llueve. Un perro marrón, con una mancha blanca en su cabeza, muestra sus costillares al compás de su jadeo. Está sentado sobre el arenal. Mira el cielo blanco sobre la pequeña montaña en el límite de la sabana.  Ve una mancha negra de zamuros que sobrevuela la arboleda. Emite un ladrido ahuecado. 

Ella es bajita, de unos cincuenta y más años. Está en un claro de la montaña. Por su piel morena, cuarteada, se deja resbalar el sol todos los días. Lleva un vestido blanco con flores negras. Unos aretes de oro en forma de concha marina descuelgan de sus orejas. Se ve silenciosamente pensativa. Rocía el cadáver de una vaca negra con kerosene. Le prende fuego. Se siente que no la mueve la necesidad de la asepsia. De desaparecer un desperdicio. No urgencia de limpieza. Parece un ritual. El fuego anaranjado más la presencia suavecitamente delgada de la mujer, induce a imaginar una pira funeraria sobre el rio Ganges en la India. La llamarada seguramente se tragará todo el animal. Apenas, dejará un manchón de cenizas sobre el suelo, que se espolvoreará entre el verdor vegetal. Hará unos ocho meses que no llueve.

Puede ser domingo en la mañana. O jueves. Se percibe el olor meloso de las flores blancas en los árboles de higo que circundan la vivienda en forma de anillo. Únicamente se oye el sonido de la vegetación. De sus inquilinos: abejas polinizando. Pájaros. Grillos entre los pajonales. Algún rebuzno de asno solitario. El ruido de un motor desvencijado contamina la banda sonora rural. Un camión Dodge Fargo año 1950, azul descolorido, entrompa por la carretera que da acceso a la casa.  Se acerca. Se detiene ante el cerco de construcción. Baja un hombre alto de piel blanca y ojos europeos. Viste de lino claro. Desplaza los maderos del tranquero y da paso al viejo Dodge. De la cabina baja una mujer, de unos treinta años, con la liviandad de una hindú de monasterio. Lleva un niño de meses en sus brazos y una niña de unos tres años, de piel casi rosada, tomada de la mano. De la parte trasera, desmontan cuatro adolescentes. Sobre la plataforma del camión se aprecian dos catres de madera y cuero, un escaparate, una tinaja de barro, varias escardillas, un machete, tres o cuatro cajas de cartón. Y una becerrita negra amarrada a las barandas del camión. La pobreza andante. O la casi desnudez de los cuerpos. O la sencillez de la vida. Depende, todo depende como años después sonaría en el coro de una canción urbana. Y no ha llovido.

La casa es amplia. Desde lejos se ve el resplandor blanco lechoso que se desparrama sobre el techo de zinc. Las paredes son de bahareque: barro vaciado entre varas de bambú. El pavimento es de tierra pisada. Huele a hojas de laurel. A canto de guacharacas. A rodaja de piña que hace agua la boca. Adentro, hace meses, sus inquilinos no oyen sobre sus cabezas el tintineo de la lluvia. Cuando ocurre, puede que no sepan que suena como canto gregoriano.  Solo saben que llueve. Que los sembradíos se alegran.

A unos doscientos metros del caserón comienza el piñal donde el hombre de los ojos europeos se sumerge casi a diario a deshierbar o recoger la cosecha. Camisa de kaki manga larga, machete en mano, como un contorsionista, se desdobla entre los brazos de las matas para evadir sus arañazos. Quizás para seducirlas y sacarles en la fruta, el dulzor de sus raíces. O para no tener que untarse mentol David sobre las rasgaduras dejadas por su filo espinoso. No se sabe.

A un costado de la edificación, un cerco de alambre de púa delimita el espacio para alojar las vacas por las tardes, después de recogerlas de la sabana donde pastan durante el día. Noche oscura es la más vieja. La Hosca, Estrella y Mariposa son sus hijas. También habita con estas, un torete amarillo e incestuoso. Hijo de la vaca negra mayor también. En otro corral están los becerros. Los hijos sedientos de leche maternal mañanera.

Lejos, en el potrero, el perro de la mancha blanca en su cabeza corretea entre el pastizal a una bandada de perdices. Vuelan.  El cazador respira largamente cansado. Muestra su delgadez, Mira el vuelo. Huele la tierra. No se siente derrotado. Topea nuevamente.

El círculo que forman los árboles de higo alrededor del hogar ahora es pespunteado por el picoteo de los pájaros y el sonar húmedo del aleteo de las abejas que disfrutan de las frutillas rojas y meladas. En colgajos se desprenden de las ramas. La mujer de la liviandad hindú le susurra algo a la vaca Noche oscura. Le desliza cariñosamente la mano sobre su hocico. La ata a un madero de la cerca y trae hasta el corral a su crio. Lo libera para que mame de la ubre de su madre por unos minutos para que suelte la leche. Lo amarra nuevamente y procede a ordeñar a la vaca negra. Exprime con cada mano las tetas del animal. En una olla de peltre con flores rojiamarillas caen sincrónicamente dos chorros blancos que forman una capa de espuma encima. La niña casi adolescente de piel rosada se acerca y recibe en su boca un chorro de leche espumosa. Se saborea. Ríe. Acaricia el hocico baboso de la vaca negra, la matrona del pequeño rebaño. Tres muchachos observan detrás de la cerca del corral. Uno de ellos, terminado el ordeño del animal, entra, le hace cariños a Noche oscura, desliza su mano a lo largo de las costillas de la vaca. Cuidadosamente, la monta   como si fuera una yegua. Se inclina hacia adelante sobre su cuerpo. Le habla en la oreja. El animal brama mansamente.  Seguro no sabe de la India, pero pudiera intuir que su espíritu anida en esta familia. Que ella es sagrada. Después viene el ordeño de las otras vacas.

Es casi mediodía. El hombre que vestía de lino con la llegada del camión azul descolorido, está sentado en el suelo sobre hojas secas de mazorcas de maíz cosechadas. Almuerza arepas con caraotas, ají picante y queso con papelón. Ahora lleva ropas de faena. Camisa y pantalón color tierra, con uno que otro parche de remiendo. Huele a sudor. Un olor que no desagrada porque es similar al de tierra mojada. Come con las manos. Hunde los dedos en la arepa, la fragmenta en trocitos y la mezcla con los otros alimentos depositados sobre un plato de peltre blanco con hojas y flores. A su alrededor en el suelo se mueven varios pájaros. Los más atrevidos, casi se posan en su cuerpo. Hace migas, las lanza a las aves. Se alborotan de entusiasmo.  Debajo de un árbol de cedro gigantesco cercano, el perro marrón, huele el sexo de una perra en celo.

Sus costillas parecen rayas debajo de la piel. Marcas dibujadas por la brisa sobre arena de medanal. Otros tres perros observan. Esperan su oportunidad. Gruñidos. No peleas. Miran.

Encima del caserío se muestran algunas nubes. Ya no reverbera la luz sobre las espigas de los pastizales. La arena circula envuelta entre el sonido del viento. Los techos de las viviendas del caserío los comienza a tiznar la opacidad. Están dispuestas en una especie de óvalo dividido en dos tajadas por la carretera terrosa alrededor del potrero comunitario donde pastan los animales.  En escaso tiempo, quizás puedan verse luciérnagas tiznando de rayas azulosas el vacío desde su vuelo efímero, intermitente.  La mujer que ordeñaba, está afanada con las vacas que ha reunido para llevarlas a su corral nocturno. Escanea con su mirada la sabana. Falta Noche oscura.  Camina entre la hierba hasta la carretera. Se dirige al bosque cercano. Lleva una soga en su mano. Ve sobre la arboleda un lunar negro de zamuro. Se interna entre los árboles, serpentea, abre paso. Evade las ramas con sus brazos. Silencio grueso. Siente que algo trágico sucede. Un claro en el camino: pajarracos negros que levantan vuelo. Ojos cenizos apagados, deshidratados. Hocico seco, cuarteado. Patas entumidas. Cuello doblado hacia atrás, casi sobre el lomo. Olor a muerte. La vaca yace acostada en el pavimento hojarasco. Aquella noche en la casa rodeada de árboles de higo, casi todos lloran. Nadie ve televisión. No la conocen.

Ya el hijo de Noche oscura es casi un novillo. Se acerca la zafra del maíz. Recoger, desgranar, ensacar. Vender. Nuevamente en la cocina se cuecen las cachapas de granos tiernos. Dos o tres camioncitos 350 han embobado la vegetación sabanera y sus inquilinos con el aroma de la carga de piñas que llevan a la ciudad. Los muchachos corretean alrededor de la casa. Rompen con sus pies descalzos las escarchas de la tierra reseca. Apostaríamos que es domingo. Que juegan al escondido. El sol encandila, liquida humedades. Día trajeado de sequedad. De resolana de agosto caribeño. Y sucede: hachazo de sonido en el cielo. Varios refusiles cuartean el espacio. Cientos de goterones de aguas con granizos que parecen canicas o metras, se descuelgan de las nubes. Los muchachos juegan en el patio, corren al interior de la casa. No intentan protegerse de la lluvia. Buscan ollas, poncheras, cacerolas, budares entre otros.

Salen al aguacero con sus cabezas cubiertas por los trastos.  Saltan entre los charcos de agua. Corren, se empujan unos a otros. Los granizos repiquetean sobre los utensilios de metal. El sonido de su risa se acopla con el ping, ping, ping del granizal, salido de algunas nubes desflecadas seguramente. Es quizás la única ocasión de ver el hielo. Ninguno de ellos sabe de Macondo. No tiene puta idea de la novela aquella de Melquiades como personaje.

Mañana sobre la carretera en la humedad dejada por la lluvia, puede que pululen manchones de mariposas amarillas y anaranjadas con rayones negros. Y todo comience como si fuera la vida nueva

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García

 

(*) El texto forma parte del libro inédito "Postales del hastío"


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2023-03-03T21:44:00