Nora: entre la moral objetiva y la moral subjetiva
Alejandro Carreño T.
Contenido de la edición 26.10.2023
La palabra "muñeca" tiene varias definiciones según la RAE. Para nuestros propósitos nos quedaremos con la primera de ellas: "Figura de persona, hecha generalmente de plástico, trapo o goma, que sirve de juguete o de adorno".
Nora, el potente personaje de Ibsen era exactamente eso en su casa: un juguete, un adorno. La "alondra", la "ardilla", el "pajarito" de la casa de muñecas de su marido Helmer: "¿Es mi alondra la que trina por ahí?"; "¿Cuándo ha vuelto a casa mi ardilla?"; "¿Ha vuelto mi pajarito a salir y a derrochar dinero?" (Acto Primero. Todas las citas de Casa de muñeca corresponden a Henrik Ibsen, Teatro Selecto, El Ateneo, 1959, prólogo de Alfredo de La Guardia).
La literatura, en todas sus expresiones, ha hablado de la mujer. Ha descrito sus sueños y fantasías; sus éxitos y fracasos; su belleza y su fealdad. Sus valores sociales y morales; su mundo interior y su mundo exterior. Su vida y su muerte. Ha construido tipos femeninos paradigmáticos que la historia, la literaria y la otra, repiten como se repiten el día y la noche. Desde la clásica y rebelde Antígona de la homónima tragedia de Sófocles a la Inés aventurera, heroica y sensual de Inés del alma mía de Isabel Allende, la mujer ha ocupado todos los espacios literarios moviendo los hilos narrativos o dramáticos del relato. Son mujeres que rompieron con los cánones comportamentales de su época, inexorablemente impuestos por los hombres de turno y sus códigos socioculturales, aun a costa de su vida y de su honra. Mujeres sometidas a estados de poder: "Las relaciones de poder que atraviesan el campo social implican la consideración de la/s resistencia/s. Aunque las relaciones de poder, móviles y reversibles, pueden llegar a fijarse de manera que los márgenes de acción estén extremadamente limitados" (Foucault citado por Patricia Amigot Leache y Margot Pujal i Llombart en su ensayo Una lectura del género como dispositivo de poder). A tales situaciones, señalan las autoras, "denominaría Foucault estados de dominación; en ellos, las relaciones de poder son perpetuamente asimétricas". ¿Cuántas mujeres de carne y de letras siguieron el camino de Antígona o de Nora?
La historia está escrita por hombres para hombres que en el decurso histórico han construido sociedades esencialmente patriarcales. Por eso la presencia de heroínas, las de carne y hueso y las literarias son escasas, a pesar de que ellas abundan en las antiguas literaturas, como señala Gabriela Damián en su entrevista publicada en la revista Tierra Adentro a la filósofa y profesora Paulina Rivero Weber, autora del libro Se busca heroína. Reflexiones en torno a la heroicidad femenina: "En la antigua narrativa oral de muchos lugares del mundo hay niñas valientes, jóvenes fuertes y viejas sabias. Aún en el Quijote de Cervantes tuvimos a la pastora Marcela, una heroína que busca la paz consigo misma". Pero estas "niñas valientes, jóvenes fuertes y viejas sabias" no conformaron patrones de conducta femeninos que modificasen la mirada patriarcal ni de la historia real ni de la historia literaria. Pero sí han sido esenciales para hacer que ambas realidades, la real y la ficticia, comenzaran a desperfilarse del centro andrógeno, aunque sea como estrellas fugaces alucinantes como Antígona, que corona su protesta enrabiada con su propio suicidio, zamarreando el poder y la moral de Creonte.
Henrik Ibsen
Otras mujeres literarias, como Nora, han provocado la desazón de las sociedades patriarcales, a pesar de que ellas son producto también de las influencias socioculturales de esta misma sociedad y poseen atributos que son, supuestamente, propios de los hombres, como la valentía, la arrogancia, la rebeldía, la ambición del poder, la vida licenciosa y, fundamentalmente, el querer ser, como Jane Ayre, el inolvidable personaje de la novela homónima de Charlotte Brontë que lucha por su independencia. Dice Paulina Rivero Weber en la citada entrevista: "Y ahora que lo pienso, tanto mis heroínas reales como las de ficción comparten ciertos rasgos: son valientes, no se doblegan, están hartas de los prototipos impuestos a la mujer, desean su libertad y su autonomía, y son capaces de llevar bien la soledad antes que resignarse al mal trato con tal de tener compañía". Pareciera ser que Rivero Weber estuviera describiendo a Hester Prynne, la protagonista de la obra cumbre de Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, marcada en su vestido con la letra "A" del adulterio por tener un hijo sin estar casada y negarse a dar el nombre del padre.
Cuando se trata de personajes femeninos que marcaron para siempre un cambio radical con su comportamiento, desarticulando todos los patrones socioculturales impuestos por la sociedad patriarcal, Nora, la mujer que busca su destino en la clásica obra de Ibsen Casa de muñecas, es la figura deslumbrante por antonomasia. Cuesta imaginarse una obra de 1879 cuyo mensaje no es otro que el de la liberación de la mujer en un medio social dominado por los hombres. Pero no cuesta, por lo mismo, imaginarse reflexiones como esta sobre la mujer de su tiempo: "La mujer no es microcosmos, no fué (sic) hecha a la imagen de Dios. ¿Es, sin embargo, ser humano? ¿Es animal ¿Es planta?" (Otto Weininger, filósofo austriaco autor del libro Sexo y carácter, 1903. Citamos por el prólogo de Alfredo de la Guardia en Teatro Selecto).
La figura de Nora se agiganta a la luz de la interpretación histórica de la mujer. Casi ciento cincuenta años después de que Nora abandona su casa, su marido y sus tres hijos, el hecho continúa siendo reprochable para los cánones socioculturales actuales. "Tú continúas aquí en la casa, eso se sobreentiende. Pero no te permito que eduques a los niños; los niños no me atrevo a confiártelos" (Acto Tercero), le dice Helmer a Nora cuando descubre la carta de Krogstad que habla del dinero prestado por este a su esposa. Y cuando todo el peligro ha pasado pues la criada llega con el vale de la deuda, aflora el discurso protector de quien se sabe con el poder que le confieren los patrones sociales y culturales: "No, no; apóyate en mí; yo te aconsejaré, te dirigiré, te conduciré".
Ibsen maneja los hilos del conflicto dramático con maestría. En el Primer Acto mueve a sus personajes como el ajedrecista posiciona a sus piezas en el tablero y en su pensamiento, preparándolas para el desenlace. Cada uno de ellos trae a escena un conflicto que es su propia historia de vida, que tensiona, controla y regula la vida de los otros personajes, al mismo tiempo que sufre el decir y el hacer de ellos. La casa de Helmer-Nora es el tablero de ajedrez donde interactúan las congojas de estos actores que se consumen en el fuego de sus conciencias atormentadas. No es un acaso que, a lo largo de los acontecimientos, sobre todo en el Primer Acto, presente a Nora-muñeca entregada a su papel de mujer sumisa que responde a los códigos socioculturales de la época, y que dicen relación no solo con el dominio que ejerce el hombre socialmente sobre la mujer, sino, además, con la obligación de la mujer de velar por la honra y el honor de su marido: "¡Qué humillante sería para él saber que tenía algo que agradecerme! Esto trastocaría completamente nuestras relaciones. Nuestra existencia, tan dichosa, ya no volvería a ser como antes", ante la pregunta de la señora Linde, si Helmer sabía lo que ella había hecho por salvarle la vida.
El tema de la honra del hombre, de su dignidad, que la mujer debe proteger a toda costa, es uno de los conflictos que Nora resuelve desde su perspectiva de la moral y no desde la perspectiva de la moral impuesta, aunque lo determine la propia justicia. Nora infringe la ley, falsifica la firma de su padre, acepta el préstamo de Krogstad y oculta su punible acción para salvar a su marido, aferrándose, precisamente, a su deber de esposa, aunque esto signifique a nuestros ojos, y a los de ella, una incomprensible contradicción moral: "¿No iba a tener una esposa el derecho de salvar la vida de su marido? No conozco las leyes exactamente; pero tengo la certeza de que en alguna parte tiene que estar permitido esto" (Acto Primero). La pregunta de Nora es algo más que un simple cuestionamiento a los cánones establecidos por la sociedad. Es el comienzo del despertar de un personaje que ha sido coartado en su Ser Persona, primero por su padre y luego por su marido, quienes le han negado su condición de mujer y tratado como un juguete, como una muñeca:
"Cuando vivía con mi papá, papá me comunicaba todas sus opiniones, y yo tenía las mismas opiniones que él [...], porque le hubiera desagrado que tuviera opiniones propias... Me llamaba muñeca y jugaba conmigo del mismo modo que yo a mi vez jugaba con mis muñecas. Luego me vine a tu casa [...] Vivía haciendo mis habilidades para ti, Torvald. Pero tú querías que así fuese. Tú y papá habéis pecado gravemente contra mí. Vuestra es la culpa de que no haya llegado a ser nunca nada" (Acto Tercero). Nora es la "alondra", la "palomita", el "pajarito". Y también la "ardillita". La muñeca. Pero, por tras de estos nombres propios de los cuentos infantiles, yace una simbología que representa a Nora en su evolución como persona. Ella, al igual que los otros personajes de la obra, es lo que se llama un personaje en relieve, aquel que muestra distintas facetas de su personalidad, que evoluciona en el transcurso de la obra, salvo su marido Helmer, que es un personaje plano, fundamental en su naturaleza para contrastarlo no solo con su mujer, sino también con Krogstad y la señora Linde, personajes que con sus pensamientos y acciones influyen sobremanera en los cambios de Nora, y que sorprenderán a su marido.
Ortega y Gasset dice que el deber ser de los pájaros es volar. La libertad de Ser se mece al vaivén de sus alas. Volar es lo que hace Nora al final de la obra, cuando el drama está consumado y el escándalo de su vuelo escandaliza a la sociedad de fines del siglo XIX y a la del siglo XXI también, aunque se diga otra cosa.
La alondra, dice Juan-Eduardo Cirlot en su clásico Diccionario de Símbolos, simboliza con su canto "la felicidad y la alegría". Es la primera etapa del ser Nora: la muñeca con la que jugaban su padre y su marido y con la que juegan sus hijos. "¿Es mi alondra que trina por ahí? / "Sí, aquí estoy" (Acto Primero). Es la Nora de la "felicidad y la alegría". La paloma, por su parte, tiene distintas representaciones según la cultura que la adopta. En el citado diccionario de Cirlot se lee que "participa del simbolismo general de todo animal alado (espiritualidad y poder de sublimación)". Pero Helmer Torvald la ve como "una pobre palomita mía asustada" a la que protegerá como "una paloma perseguida" que "ha salvado a tiempo de las garras del milano" (Acto Tercero). Sin embargo, el milano es él mismo, como lo fue su padre, como la es la sociedad que ve en la mujer solo a una tierna ave frágil a la que debe proteger y educar a su manera: complaciente y generosa con su "milano protector".
El peso de la cultura social no deja ver a Helmer. Lo deslumbra. Lo ofusca y enceguece (me remito a la RAE). Es el único personaje plano de este tablero de ajedrez que se juega en la casa Helmer-Nora. Se aferra a un discurso perentorio que los tiempos respaldan con su discriminadora moral que tutela a las mujeres, pero no a los hombres. Pero este es, por lo mismo, uno de los grandes aciertos de Ibsen: mover sus piezas de modo que ellas evolucionen y se encuentren a sí mismas en contraste con Helmer que es el emblema de un comportamiento sin cuestionamientos ni arrepentimientos, aun en aquellos momentos álgidos del conflicto dramático: "¡Eso es inaudito en boca de una mujer joven! Pero ya que la religión no puede conducirte por el buen camino, al menos quiero remover tu conciencia. Porque supongo que tendrán un sentimiento moral. O..., contéstame..., ¿es que acaso no lo tienes?" (Acto Tercero). Helmer acosa moralmente a su mujer. La RAE entiende así el acoso moral: "Práctica ejercida en las relaciones personales, consistente en dispensar un trato vejatorio y descalificador a una persona con el fin de desestabilizarla psíquicamente".
Casa de muñecas es un drama que gira en torno a la moral. Los personajes se mueven según la moral objetiva o subjetiva de acuerdo con la distinción de Hegel que Ferrater Mora desarrolla en su Diccionario de Filosofía, es decir, "en el cumplimiento del deber por el acto de la voluntad" o la "obediencia a la ley moral en tanto que, fijada por las normas, leyes y costumbres de la sociedad, la cual representa a la vez el espíritu objetivo o una de las formas del espíritu objetivo". Desde esta distinción de la moral, el lector-espectador se acerca a la interioridad de los personajes que encuentra en sus actos, la representación de una conciencia atormentada por el pasado, y que repercute en su relación con los otros personajes. El matrimonio Helmer-Nora es el símbolo de este enfrentamiento entre la moral subjetiva y la moral objetiva, determinante para la resolución del conflicto dramático. En las relaciones humanas suele imponerse la voluntad del espíritu por sobre la voluntad social, sin importar la verdad o la justicia que la moral objetiva pueda representar.
Sin embargo, dice Hegel, siguiendo con Ferrater Mora, "Es menester que la buena voluntad 'subjetiva' no se pierda en sí misma o, si se quiere, no tenga simplemente la conciencia de que se aspira al bien [...] Para que llegue a ser concreto es preciso que se integre con lo objetivo". Es decir, con la moral fijada por normas, leyes y costumbres, que no es simplemente, según Ferrater Mora, "una acción moral simplemente 'mecánica': es la racionalidad de la moral universal concreta que puede dar un contenido a la moralidad subjetiva de la mera conciencia moral". Desde el punto de vista hegeliano, ¿están "perdidos" Helmer y Nora en la desnudez de su respectiva moral? Es el quid del conflicto de Casa de muñecas, porque la moral de Nora no se somete a la moral universal concreta que le daría "contenido a la moralidad subjetiva de la mera conciencia moral". Pero la "mera conciencia moral" de Nora es lo que a ella le despierta su condición de ser humano, su ser mujer que la hará, en definitiva, asumir su drástica decisión: "Que la vida en común entre nosotros dos pudiera ser un matrimonio. "Adiós". Son las últimas palabras de Nora a Helmer.
No, no era un matrimonio, sino una casa de muñecas.
ALEJANDRO CARREÑO T.
Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,
doctor en Comunicación. Columnista y ensayista (Chile)
Imagen de portada: Casa de Muñcas, detalle de tapa/Lectulandia