Por una América Latina aristotélica

Pablo Romero García

Hace una década, en Buenos Aires, invitado por el sociólogo y analista político argentino Gabriel Palumbo, participé como exponente en el Museo Roca de un seminario que instaba a pensar sobre el futuro de la democracia en América Latina. 

 

Contenido de la edición 30.09.2021

 

Tuve el gusto de compartir mesa con mi colega argentino Samuel Cabanchik (en ese entonces, senador nacional) y con Adolfo Zaldívar (quien por esos años era el embajador de Chile en Argentina). El afiche de presentación de la actividad señalaba que "los procesos democráticos de América del Sur están cruzados por distintas narrativas que combinan el ejercicio memorístico reivindicativo de un pasado muchas veces ilusorio con un esfuerzo para pensar el futuro."

Y al respecto de esas narrativas en juego, mi participación colocaba en escena un planteo que una década después -o sea, en el futuro a mediano plazo en relación a cuando fue esbozado- me parece necesario reivindicar algunos de sus puntos. Particularmente luego de ver los modos en que seguimos procesando los diálogos y los intercambios de ideas en los foros internacionales que reúnen a nuestros máximos representantes.

En tal sentido, poco hemos avanzado respecto del futuro que en mi participación se postulaba como necesario de construir. Y en algunos de nuestros países, directamente hemos ido en franco retroceso.

De mi extensa presentación de entonces, comparto el pasaje referido a la importancia de concebir un futuro aristotélico para la región. ¿Qué implica esto? Los invito a leer las líneas que al respecto planteaba (y a generar renovados espacios de debates sobre el tema):

 El futuro es aristotélico

El futuro de la democracia en la región tiene que discurrir por canales en donde se deje de lado la práctica de sustituir el peso de las instituciones por personalismos cuasi omnipotentes. Seguimos sufriendo nefastas prácticas caudillistas en pleno siglo XXI. Hay que fortalecer los Estados de Derecho y generar prácticas de acuerdos y consensos que estén más allá de las figuras políticas rutilantes. Y más allá de la partidocracia, que es otro de los déficits democráticos que aquejan a nuestros países.

Los partidos políticos son actores sustanciales, pero no así su deformación en la práctica, que es la partidocracia, o sea, el defecto de que se gobierne por, para y desde los intereses particulares de las altas esferas de los partidos políticos en el poder.

Debemos pensar en políticas de Estado proyectadas a veinte o treinta años en los puntos claves de nuestras sociedades, cuidando de que no estén atadas a líderes y partidos políticos eventualmente establecidos en el poder (lo que genera que el Estado termine convertido en un simple ejecutor de las decisiones de los órganos partidarios).

A su vez, impulsar una política de concordia que pueda ir sustituyendo la práctica de obtener réditos y parcelas de poder sobre la base de impulsar constantemente la teoría del conflicto (y de que solo la mano dura y el paternalismo político van a poder vencer el "oscuro poder que se esconde tras bambalinas").

El futuro de la democracia en América Latina debe orientarse a la asunción de su mayoría de edad, al encarnar políticamente sus responsabilidades como sociedades adultas. Y si hemos de volver a algún punto reivindicable del pasado como proyecto saludable de futuro, tendríamos que irnos unos cuantos siglos atrás para instalarnos en la cuna del nacimiento de la filosofía occidental, regresar a la obra mayor de nuestra cultura en el terreno de la filosofía política, la Política, de Aristóteles.

La idea de priorizar la consolidación de una democracia republicana por sobre otros modelos posibles de gobierno y la práctica política vinculada al desarrollo de determinadas virtudes éticas, entre las que cuenta el evitar los extremos y defender la alternancia entre las condiciones de gobernante y gobernado, sigue siendo un proyecto político radical.

Algunos entienden que la posición de Aristóteles es conservadora y que su "justo medio" como propuesta ética y política, en donde impera la búsqueda del bien común a partir del cultivo de virtudes como la moderación, la prudencia y la razón dialogante, puede ser finalmente asunto bueno para que nada cambie. Por el contrario, la experiencia política latinoamericana nos enseña que radicalizar posiciones es la manera más cómoda de plantarse en la arena política y la mejor manera de ser un conservador.

La importancia de dejar de lado los eslóganes del "todo o nada", la apuesta por políticas públicas a largo plazo y la superación de la lógica de "la reinvención permanente de la rueda" (cada vez que llega un nuevo gobierno al poder viene dispuesto a formatear el disco duro de todo lo anterior y arrancar casi de cero para poner en práctica las nuevas verdades reveladas) son elementos cruciales para conformar el futuro que América Latina se merece.

Esto, claro, requiere terminar de desterrar las prácticas políticas de imponerse a los gritos. Se necesitan, en todo caso, otras formas más difíciles de poner en práctica: el diálogo sereno, el respeto por las diferencias, priorizar la vía de la argumentación, de la persuasión en base a buenas ideas, praxis imprescindible y síntoma de una efectiva madurez democrática.

Más que la apelación a la grieta y al interés corporativo, necesitamos contar con ciudadanos que piensen y actúen efectivamente en función del bien comunitario. El privilegio de poseer una vida política sin mayores sobresaltos, fundada en una civilizada convivencia política, es un reto primordial para nuestra Latinoamérica.

Es vital defender la importancia de los equilibrios y pregonar la necesidad de quebrar el viejo vicio político de gobernar sin el otro. Más importante que el gobierno de un partido (y de quien sea el próximo presidente de turno) es conformar un sistema de partidos que sea capaz de generar políticas de justicia social.

Por supuesto, a los que viven la política como un hincha fanático vociferando desde la tribuna del estadio de fútbol o a quienes solo conciben la política como un espacio de conflicto permanente (y ensalzan dicha visión como el único signo de capacidad "crítica" posible), les resulta intolerable tanta moderación democrática.

Hay que vacunarse contra los discursos que alientan el fanatismo y la simplificación de dividir el mundo en buenos y malos. La realidad es menos cómoda. Y la palabra consenso es un concepto de una radicalidad democrática que no pueden entender quienes entienden que lo radical es imponer bajo cualquier costo y por cualquier medio la posición propia.

Buscar consensos no es desconocer las luchas de intereses, ni los juegos de poder, ni supone ser ingenuamente neutral, sino tener madurez política como sociedad. El que ha naturalizado la neutralidad está en el otro extremo del que solo ve poder e intereses en todos lados (sobre todo, los "perversos intereses" del otro) y ha quedado paralizado para pensar junto a los demás. En definitiva, son dos caras de la misma moneda.

El ciudadano que resulta vital a la hora de construir democracias saludables es el que no está en esos extremos, es el que está en el punto medio, en donde se reconoce la presencia de los intereses y los juegos de poder, pero supera esa barrera para buscar puntos de encuentros y apreciar los mejores argumentos en busca de resoluciones colectivas a problemas en común.

Hacia una cultura de la otredad y la madurez política

Es necesario y urgente comenzar a educar en prácticas argumentativas adecuadas a las exigencias democráticas y en una educación que priorice la diferencia por sobre la igualdad, en la medida que somos iguales en la diferencia y solo generando una cultura de la otredad estaremos en condiciones de lograr acuerdos sociales que, respetando las ideas del otro, garanticen la debida igualdad.

Debemos ponernos a resguardo de aquellos modelos de gobierno en donde lo que reina es la desigualdad por imposición de ideas de quienes ostentan el poder político o la mayoría ideológica de turno.

Proyectar un futuro de democracias latinoamericanas finalmente maduras y colaborativas entre sí, unidas en lo interno y hacia afuera para superar sus problemas de desigualdad social, supone asumir el reto de dejar de lado el uso del poder político como generador de conflictos dicotómicos estériles, incorporando una agenda de fuerte contenido social que busque superar sus problemas en términos cooperativos. Apostar por una concepción de América Latina desde una tradición humanística, de fuerte acento aristotélico. El principal escollo somos nosotros mismos y el futuro sigue estando -como siempre- en nuestras propias manos.

 

PABLO ROMERO GARCÍA

Profesor de Filosofía, comunicador 

 

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2021-09-30T00:11:00