Primavera en una ciudad extraña

Alejandro Vásquez

Contenido de la edición 14.11.2022

 

Es un parque en construcción. Tiene caminos de asfalto y de cemento. Mucho cemento: los juegos de los niños, los asientos, la pista para bicicletas y patinetas. Todas las tardes, en este espacio, se encuentran los jóvenes con sus tablas rodantes. Se elevan por los aires con soltura como si fuesen aves. Escasos árboles aún. En los pocos plantados ahora, se observa que serán como los que cobijan la ciudad, una especie entre eucaliptus y sauce. Ausencia de pájaros. Puede que por la inexistente de diversidad arbórea. Varios muchachos corretean sobre las canchas de futbol y voleibol.

Ella es bajita, de rostro circularmente arrugado. Camina junto a su esposo. Alto, erguido, que parece haber sido gimnasta o algo similar. No tienen semblante soberbio. Ambos llevan sombreros de tela de alas caídas. En silencio, se siente su armonía. Nos cruzamos en el camino. No corro. Todos los días troto una treintena de minutos. Quizás lo hago para lograr algo de sosiego en este tiempo atosigado. No pienso en colesterol, ni triglicéridos. Busco cada tarde la sensación de enamoramiento que proporcionan las endorfinas, las serotoninas, que segrega mi cerebro. Pero hoy no siento ánimo ni fuerza.  Simplemente camino. No quiero hundirme en el desencanto. No llevo sombrero.

El hombre que camina junto a su posible esposa me mira sin impertinencia. Desenfunda una sonrisa en donde pareciera viajar la calidez de un vecino que comparte ese parque. Jamás lo vi. Nunca antes nos encontramos. Eso creo. Con la curiosidad de la duda, expresa una especie de saludo

- Hoy no corre.

- Estoy un poco cansado, le respondo.

- Poco a poco.

Me alejo de la pareja de ancianos. Ya no los veo. Quedan atrás, en la pista negra de asfalto en su caminata por la vida.  Desde una pequeña furgoneta que se desplaza lentamente por la avenida lateral al parque, se oye una voz carrasposa que anuncia: pizzetas con paleta y mozzarella, menús diarios variados. Son las ofertas promocionales del día. Publicidad online. Publicidad voceada desde un megáfono rústico, seguramente. Ciudad. Pueblo. Diversidad.

La pregunta del viejo alegremente silencioso, persiste en mi cabeza. Su poco a poco suena como epifanía. En un recodo de la vía comienzo a correr.  Tres o cuatro caballos se alimentan con el pasto y la grama silvestre que aún subsiste en los terrenos del parque. Ciudad y Caballos. Ciudad y olor a campo. El sol del final de la tarde alumbra vertical. Más tenue.

 Miro la ciudad soleada tímidamente por el sol de primavera. Antes estuvo el invierno con sus grises de tristeza. De frialdad. Siento la cercanía tibia de su gente sencilla. Su fraternal cobijo al migrante. También imagino a los hombres jóvenes, casi siempre, acostados en colchones mugrientos en las aceras de las avenidas de esta urbe. En mantas sucias. Indigentes en condición de calle, para decirlo sociológicamente. Pienso en los cántaros de seres que caminan en las vías principales que, por la prisa de la sobrevivencia, quizás, no los ven. No existen. Son especie de accesorios citadinos. Imagino la mano solidaria que casi siempre encuentro en estas tierras en contraste con esa mirada posiblemente amellada de rutina que pareciera imperturbable cuando transita las calles infestadas de suicidas anónimos. No lo entiendo. No conozco este país. Soy un recién llegado. Seguramente tampoco veo su latido en lo profundo. Seguramente. Y corro. También corro.

Casi completo una vuelta en el circuito. Troto de manera suave. Vuelvo a ver la pareja de caminantes. Ahora enrumban calle arriba.  Ya no están en la pista. Se encaminan al barrio.  Seguramente a su hogar. Corro. Corro. Bebo el aire en bocanadas. Su sabor es similar al que sopla en un país desvencijado que dejé atrás. Sabe a Titanic. A iceberg. A prisa por llegar a un lugar incierto.

Ayer reescribí textos intrascendentes. Hace cuatro días fotografié la ciudad. De esa salida, surgieron fotografías con visos de aprendiz, pero me pertenecen. Puede que en estas palpiten imágenes venideras. Que traigan asombro como aroma. O simplemente sirvan para ver la primavera. Puede que no. Después de todo, a ningún principiante se le niega la posibilidad de elevarse sobre los grises del invierno.

Finalizo mi rutina diaria. Bebo agua del grifo público. Medito unos veinte minutos sentado en una banca inhóspita de cemento. Por otra calle empinada, camino a casa. Llegaría la pareja de caminantes a su hogar. Prepararán la cena. Suena imaginariamente una canción: ´Mientras la tierra gire y nade un pez, hay vida todavía...´. Después de todo, a ningún principiante se le debería negar la posibilidad de elevarse sobre los grises del invierno. A soñar, aunque sea con una astilla de vida. Carpe diem.

Montevideo 2021.

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García



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2022-11-14T11:58:00