Rafael Sánchez Ferlosio, el último lobo estepario

Pablo Silva Olazábal

Casi un desconocido en estas márgenes del Plata y la mayoría de sus libros resultan inhallables en las librerías, el pensamiento de este escritor español vale ser conocido. 

Contenido de la edición 30.09.2021

 

Si bien su novela "El Jarama" figura en la lista de textos liceales que Secundaria prescribe para la asignatura de Literatura, Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019), uno de los pensadores más influyentes y singulares de la España contemporánea, es un perfecto desconocido en nuestro país.

Su obra posterior a esa novela abarca seis décadas y más de una docena de libros, poco difundidos por estos lares, lo que explica en parte que su prestigio ibérico no sea compartido en el Río de la Plata.

Las razones de este desencuentro tal vez radiquen en el carácter inclasificable de su obra y la densidad de su prosa; pero es más factible que se deba, en tiempos de globalización y pensamiento único, a una actitud beligerante hacia todo lo que se da por supuesto. Para empezar, este cuestionamiento se resume en su estilo, un tanto arcaizante, que tensa al máximo las posibilidades de la lengua castellana y que contraría la velocidad y la economía en las palabras. Sánchez Ferlosio se declara contrario a las frases breves: afirma incluso que el potencial de nuestro idioma reside en su capacidad de admitir oraciones subordinadas, algo que crea dificultades de respiración en lectores no latinos y que lleva al borde de la cianosis a germánicos y anglosajones.

Su ideal expresivo es "la frase antiazoriniana y bien articulada" y compara -y desprecia- las oraciones breves como veleros rápidos que, zigzagueantes, no pueden alejarse demasiado de la costa, el lugar común. En una de sus entrevistas, confiesa que "me gusta la frase como un galeón con toda clase de aparejos y que navegue a velas desplegadas, para que así dé un contenido con todas sus circunstancias completas". De acuerdo a esta imagen, la oración larga sería un formidable navío pertrechado para adentrarse en la mare incognita y decir cosas nuevas o con un matiz distinto o afinado. Más allá de discrepancias con este credo formal, parece razonable que un pensamiento complejo, rico y contradictorio como el suyo -regido por el lema de "lo sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere"- necesite de un vehículo expresivo apropiado.

Con todo, no resulta fácil explicar el pensamiento de este acérrimo enemigo de las reflexiones cómodas.

Un fugitivo silencioso

Nacido en Roma en 1927, de padre español y madre italiana, se considera, al decir de su pluma, un escritor cuyo "máximo título académico es el de bachiller (...) que no se tiene a sí mismo por profesional de nada".

A su primera novela, "Industrias y andanzas de Alfanhuí" (1951) siguió la publicación, en 1955, de "El Jarama", con la que ganó el prestigioso Premio Nadal y adquirió una repentina notoriedad, apoyada en parte por motivos extraliterarios, originados dentro del oscuro contexto franquista de esos años. La élite intelectual lo tomó como una marca de resistencia cultural contra el asfixiante clima de la dictadura.

La reacción de Ferlosio -como gustan llamarlo sus seguidores- fue la contraria a la de un joven escritor de éxito: huyó de la escena pública y durante quince años se refugió en el más absoluto silencio literario. Si se exceptúa la publicación de un ensayo lingüístico en 1973, demoró tres décadas en retomar, gracias a sus artículos de opinión en el diario El País de Madrid, el contacto con el gran público.

La magnitud de esta reacción desborda cualquier explicación sencilla, pero está fuera de duda que su origen estuvo en la rápida celebridad que experimentó con "El Jarama".

En la década de los '50, esta obra fue celebrada como "la novela del antifranquismo" y su autor como un maestro del "realismo social". Pese a que su padre, el falangista Rafael Sánchez Mazas, fue ministro sin cartera en el primer gobierno de Franco, Sánchez Ferlosio siempre fue opositor al régimen y un demócrata convencido. Pero sus simpatías progresistas no obstaron para que su espíritu levantisco e individualista se aterrorizara ante la posibilidad de pertenecer a una capilla intelectual, aunque fuera la democrática, y ser identificado con una bandera ideológica.

A todo esto, se puede acotar que su padre Sánchez Mazas, escritor de éxito en la década del '30 -autor de "La vida nueva de Pedrito de Andía"- fue un autor "comprometido" con la causa fascista española (fue amigo personal de José Antonio Primo de Rivera, además de autor de la letra del himno falangista "Cara al sol" y creador del símbolo del Movimiento, el yugo y las flechas), resurgió del olvido gracias a la exitosísima novela "Los soldados de Salamina" (2001), de Javier Cercas, que tiene precisamente en su peripecia vital ­-cómo se salvó de un fusilamiento masivo de los soldados republicanos- el centro de su narrativa, que mezcla ficción y ensayo para ilustrar las razones y el ambiente que llevaron a una generación brillante de escritores a - por miedo al avance "comunista"- unirse bajo la meta común de que era necesario "incendiar España" y "ahogarla en un baño de sangre". El propio Sánchez Ferlosio es un personaje en la novela de Cercas; en la adaptación cinematográfica, dirigida por David Trueba en 2002, su papel fue interpretado por su hermano Chicho Sánchez Ferlosio, cantautor anarquista, creador de, entre otras, una canción famosa que versionaron aquí Los Olimareños: "Gallo rojo, gallo negro".

El retiro monacal 

Recapitulando, en vano se defendió Ferlosio,

Marcado por la actitud política paterna, Sánchez Ferlosio publicó "El Jarama", un libro que fue tomado como crítica social al franquismo (y lo es, aunque no solo eso). En vano defendió la autonomía de su obra escribiendo que todo en "El Jarama" se hallaba al servicio del habla y de nada más. Los agasajos de los círculos intelectuales determinaron su alejamiento de la literatura y su estricta desaparición de la esfera pública por casi veinte años. Durante ese tiempo se dedicó, en una soledad casi monacal, a "estudios gramaticales", que coincidieron con el desarrollo de la lingüística y la semiótica de la década del '60. Pero lo más significativo no fue el silencio o su retiro, sino la repercusión que tuvo en un narrador que vive para su literatura -"un plumífero" según su autodefinición.

Ferlosio no sólo abjuró de la mencionada novela -llegó a decir que solo le interesa por el dinero que ganaba dando cursos sobre ella en universidades norteamericanas- sino de toda narrativa de ficción. Centró su actividad literaria en el ensayo, donde intentó desarmar las convenciones o, según su expresión, las "cláusulas del contrato" que debe cumplir cualquier clase de narración, ya sea literaria, cinematográfica, histórica o periodística, para cumplir con su contratante, el público. Con respecto a la prensa y los medios de comunicación, en la década de los noventa, la construcción de la noticia -y su paulatino alejamiento de los hechos-  se convirtió en uno de sus temas recurrentes. Pronto incursionó en política -fue un crítico acérrimo de la política exterior estadounidense- y en todo aquello que le parece mal. A la postre ningún tema le fue ajeno. Por ejemplo, expresó su estupor por la manía moderna de los neologismos y las novelerías "tecnológicas" y su popularización inmediata le hizo afirmar que "Un grado tal de docilidad ante cualquier innovación verbal, emparentada sin duda con la creciente obediencia a la publicidad, no es sino debilidad lingüística, y esta, a mi juicio, un claro síntoma de debilidad mental e intelectual".

El Derecho Narrativo

Las razones de su silencio literario nunca fueron explicadas, situación que en parte continuó con su negativa a explicarlo en entrevistas. Es presumible que no haya existido una sola causa, pero algunas pistas pueden encontrarse en el artículo autobiográfico "La forja del plumífero".

Durante esos quince años, en casi completa soledad y mediante el uso y abuso de anfetaminas que le permitían escribir sin parar y sin dormir durante noches enteras, se dedicó, entre otros temas, al estudio exhaustivo de la gramática. Este proceso vio sus frutos en "Las semanas del jardín", un complejo y hermético intento de bucear en lo más hondo de las leyes de la narración y de lo que él llamó "el derecho narrativo", donde puso al servicio de la teoría del relato el arsenal técnico y la ingeniería del Derecho.

El punto de partida de esta idea es simple: ante la obra de arte, el público, de un modo constante y hasta irreflexivo, emite, como los jueces en los tribunales, juicios. Esto explica, según Ferlosio, la indignación del público ante el arte abstracto: no había un objeto real con qué compararlo. Solo cuando este tipo de arte generó una tradición -esto es, algo anterior comparable- la sociedad, al poseer un criterio de comparación, lo admitió.

Estos juicios son siempre binarios, es decir, positivos o negativos en base al cumplimiento o no del contrato que toda obra establece con su lector (o espectador). Infringir alguna cláusula, equivale a la desconexión, frustración o pérdida de interés del consumidor. Esta idea engloba y supera el concepto de verosimilitud (la idea que tiene la gente de lo que es verdad y que debe ser respetada por el autor). También abarca al concepto de lo verosímil como aquello que está dicho por las obras anteriores, las que conforman las reglas del género. Las cláusulas del contrato dicen, por ejemplo, que cada acción debe ser consecuencia de una anterior y el héroe de un western no puede, por ejemplo, ser gay, porque el género (las obras anteriores) no lo permiten. Si así lo fuera, el contrato exige una explicación compensatoria.

Es por eso que Ferlosio afirma que el público lector de best sellers es el más exigente de todos ya que es el que "más vivamente se siente defraudado en sus derechos de lector ante la infracción de cualquier cláusula contractual que forme parte del derecho narrativo".  El contrato que suscribe un autor de best seller es el más específico y puntilloso: toda la narración debe cumplir cláusulas precisas para brindar al lector el entretenimiento que él espera.

El orden del discurso

El orden de una narración -de cualquier narración- se halla asociado "a la convención de concebir lo narrado como un todo completo y unitario" (la obra es un universo cerrado y autoexplicado). Así sea una película, un libro o un noticiero, la exposición consecutiva -el orden en que se presenta el contenido- lleva implícito la idea de causalidad (lo segundo deviene de lo primero, lo tercero de lo segundo, etcétera) y de coherencia.

"Una simple inversión de dicho orden provoca una revolución del contenido intencional" afirma en este ensayo publicado en 1973 y que pasó desapercibido para público y crítica, en parte porque los avances en esa materia se realizaban en las áreas culturales del inglés y francés y en parte porque su estilo arborescente, plagado de digresiones -escrito, según su autor, en pleno "delirium tremens" anfetamínico- exige del lector gran paciencia y atención. A cambio lo retribuye con un pensamiento rico en metáforas sorprendentes y deliciosas, como aquella en que identifica a la industria cultural con el afán de ciertas solteronas por casarse.

Según Ferlosio, la industria del cine produce filmes para ir al cine y no para ver una película. La acción "vamos al cine" es decidida por el espectador antes de la elección de la película, lo que obliga a que los contenidos de estas sean invariantes y preestablecidos, alcanzando, en palabras de 1973, "la aplastante uniformidad de la industria cinematográfica". Y agrega: "Producción y consumo convergen y se condicionan mutuamente a través del lugar vacío en que se encuentran y que podría tal vez simbolizarse por el precio de la localidad". Para la experiencia estética, ir al cine significa lo mismo que aquella mujer de la que se dice "que anda buscando marido". En vez de abrirse a la experiencia del amor, antepone a la relación un fin obligado, con lo que desvirtúa la experiencia.

En otro momento explica que existen dos clases de relatos, cuya estructura identifica con la del ajo y la cebolla. En esta última, la narración avanza de afuera hacia adentro, a través del despeje de sucesivas capas que nos aproximan al centro, a la verdad, al desenlace de la obra. En los relatos que son como el ajo, cada una de sus partes equidista del centro y su consumo estético lleva implícito que no se llegará a él, que no existe una verdad definitiva de esa obra. Obviamente, la inmensa mayoría de los productos culturales son cebollas, aunque buenos ejemplos de ajos cinematográficos lo constituirían "El ciudadano" de Welles o "Rashomon" de Kurosawa.

Como siempre, por debajo de esta teoría del relato hay una posición filosófica. Para Ferlosio la manía de "dar o hallar un sentido" a todo lo que percibimos -y que percibimos como relato- esconde el miedo a reconocer la última verdad: que tanto el mundo como nuestra existencia carecen de él (o si lo tienen, jamás lo sabremos con seguridad).

La vuelta del plumífero

A partir de la muerte de Franco, en 1975, desarrolló una vasta obra ensayística que dio a conocer fragmentariamente a través de artículos en el diario El País de Madrid, hasta la publicación intempestiva de cuatro libros en 1986: la novela utópica "El testimonio de Yarfoz", la selección de artículos "La homilía del ratón", el ensayo filosófico "Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado" y la reflexión sobre el papel de los militares en "Campo de Marte". Su pensamiento, exacto y a contrapelo de lo normalmente aceptado en el discurso social, refleja una actitud combativa que recuerda al vasco Miguel de Unamuno, peleándose con todo y todos -incluido él mismo y, sobre todo, con las palabras, "cuyo espíritu -señala Ferlosio- es apuntar más allá de sí".

Según otro filósofo vasco, Fernando Savater, las objeciones de este escritor son "las del que se resiste a jugar en ninguno de los tableros ontológicamente establecidos. En una palabra, su rebelión es contra la eficacia (...)". Es decir, contra el tótem de siglo XX y de estos inicios del siglo XXI. La descripción de Savater es profunda: no solo la sustancia de su pensamiento es compleja y proteica, sino que su estilo expositivo aleja a los lectores cómodos o de respiración asmática.

Un ejemplo de este pensamiento rebelde lo da su reflexión sobre la muerte violenta de Lady Di, cuando en todo Occidente se instaló el debate de hasta dónde puede la prensa inmiscuirse en la vida privada de los famosos. Ferlosio razona que, así como existe una vida privada, existe una vida pública: la que lleva la gente anónima en los espacios públicos (calles, bares, etc.). Es esta vida pública la que se ve invadida, desde los kioscos, la radio y la televisión, por el impudor de los famosos, que exhiben intimidades de su vida privada movidos por intereses espurios (estar en el tapete, ser reconocido, etc.). O sea, es necesario establecer un límite, pero no para protegerlos de los paparazzi, sino para que no invadan la vida pública de la gente.

Esta suerte de pensamiento, señala Savater, es ineficaz para el gran público, que suele pensar en carriles ya dados, y solo apunta a los ya seducidos, a los que comparten su entusiasmo por razonar. Incluso, interrogado por el mismo Savater sobre las razones de este rasgo inhóspito de su narrativa, Ferlosio se limitó a contestar: "Es que a mí lo que me gusta es tejer, no hacer jerséis".

Como buen grafómano, no paró nunca de escribir, aunque sin publicar. "Calculo -afirma- que habré escrito en mi vida, hasta la fecha, como entre 200 o 300 veces más de lo que he publicado". Ese furor de la pluma, aumentado por las anfetaminas, llevó a que sus manuscritos llegaran a ser casi ilegibles. En los años ´70, al abandonar el consumo de drogas, se propuso, como Mario Levrero en "El discurso vacío", cambiar y mejorar su letra para mejorar su mente. "Yo creo que la caligrafía salva del Alzheimer" anota, escueto, en el artículo autobiográfico mencionado. En él también explica que el rigor de pulir con delectación frases y palabras obedece "a que todavía escribo con el anticuado deseo de tener razón y de convencer a alguien". Y la resistencia a publicar, tanto "a la duda de tener razón como al descorazonamiento de no lograr convencer nunca a nadie". Por eso al dicho popular de "cada maestrillo con su librillo" Sánchez Ferlosio antepone su refrán personal de "más vale maestrillo de menos que librillo de más".

La palabra de Yarfoz

En "El testimonio de Yarfoz" (1986), coherente con su espíritu de contradicción, Ferlosio construye una ficción de cabo a rabo. Aunque niega para ella el término "novela" y exige el de "testimonio de la historia", todo en el texto -geografía, toponimia, pueblos, lenguas, historia- es rigurosamente inventado. La utopía se abre con un plano de un territorio ficticio, dibujado a mano alzada por el propio autor, con todos los accidentes geográficos y la distribución de pueblos y las zonas de influencia de sus lenguas, así como la de una "lingua franca" común a varios de ellos. El momento histórico que pretende captar la novela es aquel en que los hombres pasaron del estado en el que la palabra es lo único que vale ("te doy mi palabra" era la garantía) a aquel en que la palabra no posee ningún valor (se hace necesario el contrato escrito, garantizado por la intervención punitiva de un tercero: la Ley o el Estado). El protagonista del relato, el príncipe humanista Nébride, sufre en carne propia esa transición entre la omnipotencia de la palabra y su devaluación. Se trata de un gobernante ilustrado de los grágidos, pueblo que debe su nombre al río que baña sus costas, el Grages, y que recuerda vagamente a los griegos. De ellos se cuenta que son sociables y que aman las reuniones en asambleas para debatir todo lo que atañe al colectivo. Todas las iniciativas del gobierno son sometidas a largas discusiones, donde al cabo de la intervención de cada ciudadano, la solución -masticada y metamorfoseada en el proceso- suele ser el contrario exacto a la propuesta primitiva del Poder Ejecutivo. Por lo que se sabe, Ferlosio aún no conoce el Uruguay.

Pero a diferencia con lo que suele suceder en la vida real, el mandatario de turno (el príncipe Nébride, en este caso) acepta con entusiasmo el giro copernicano dado en la asamblea y hace suyo el nuevo planteo, mejorándolo con sus aptitudes de gobernante. De esta actitud el libro nos da numerosos ejemplos, siendo el paradigmático la construcción de una represa. Imbuido en el espíritu de progreso, Nébride proyecta una represa que, aparentemente, solo traerá beneficios para sus súbditos. Los trabajos de exploración comienzan -allí aparece Yarfoz, el hidráulico que se convertirá en su fiel amigo y relator de sus peripecias-, con todo el gasto del erario público que ello ocasiona. Pronto Nébride descubre que dos pueblitos desaparecerán y que sus habitantes, pese al trato privilegiado que se les ofrece, se niegan a abandonarlo. A través de sendas asambleas y mediante argumentos complejos y sensibles, los vecinos persuaden a Nébride de que su proyecto les acarreará más males que bienes. Luego de meditarlo, el príncipe pasa a ser el principal opositor de su ex proyecto, que es mantenido por la élite gobernante bajo la poderosa razón de que se ha gastado una fortuna en los trabajos de prospección.

Así los estudios exploratorios de la viabilidad, por su gran costo, se convierten en la principal razón de la viabilidad.

A un ritmo moroso y con un estilo que por momentos recuerda a los libros jurídicos, el relato ofrece una y otra vez ejemplos de cómo los medios, a través de la dialéctica de individuos y grupos, se trastocan en fines. La exhaustividad de los ejemplos recuerda la estrategia narrativa de Italo Calvino, tal vez sin su amenidad, consistente en jugar con una idea desde todos los ángulos posibles. En otra de las anécdotas, la de la construcción de un complejo túnel a través de una montaña, el responsable de la obra, un anciano arquitecto octogenario, sabe que no vivirá para verla concluida, pese a que ya existe la tecnología para acelerar el proceso de construcción. Ocurre que ha elegido hacerla a la antigua, más lentamente, para salvaguardar la vida de sus obreros. Así, lo llena de orgullo tanto su obra de ingeniería -que mejorará la vida de las generaciones futuras- como el hecho de no haber sacrificado ni una sola vida humana en su logro. Para él -como para Nébride- tanto el fin como los medios tienen igual valor.

Esa es una de las ideas recurrentes en Ferlosio: no solo la supeditación de los medios a los fines, sino la confusión y tergiversación de aquellos en estos. La novela también narra la tragedia del príncipe, quien por un incidente sangriento -un asesinato político- y la reacción de sus súbditos, comprenderá que el tiempo de "dar la palabra" está feneciendo. Ya no hay espacios para su pensamiento basado en la persuasión verbal. Entre el honor de la palabra y "las razones de Estado" elegirá lo primero y su vida será una eterna fuga, convertida en una señal que indique el momento en que su estirpe se cubrió de vergüenza.

Es de notar que, como se aclara en el prólogo, este libro integra una obra mayor "Historia de las guerras barcialeas". Según testigos, esta utopía ferlosiana integra un gran volumen de muchas páginas inéditas junto a otras ficciones y ensayos, fue depositada en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, con la orden expresa por testamento de ser abierta el 25 de junio de 2040.

Un worst seller

Una lectura aberrante puede endilgarle a Ferlosio el carácter de sofista; es común que desarrolle un concepto a lo largo y ancho de un capítulo para demolerlo, con igual eficacia, en el siguiente. Ocurre que, como buen grafómano, logra aquello que Unamuno pretendía como meta: "pensar con la pluma". Pareciera que en escritores como estos -Herman Hesse es otro ejemplo- el pensamiento se desarrollara al mismo tiempo que la escritura, la que refleja las idas y venidas, las contradicciones, las digresiones y hasta los sentimientos (de asombro, indignación, de hartazgo...) que la reflexión origina en el pensador. Esto da lugar a un discurso no homogéneo, autocuestionador, que discurre por los caminos más insospechados y que muchas veces polemiza con su propia conclusión. "Tener ideología es no tener ideas. Estas no son como las cerezas, sino que vienen sueltas, hasta el punto que una misma persona puede juntar varias que se hallan en conflicto unas con otras ", escribe en el libro de aforismos  "Vendrán más años malos y nos harán más ciegos", que fuera galardonado en España con el Premio Nacional de Ensayo 1994.

En otra entrevista, señala la falsedad de la dicotomía que asocia la calidez del sentimiento a la novela y la frialdad del razonamiento al ensayo. "En los ensayos me permito incluir comentarios valorativos apasionados y hasta entre signos de exclamación. Eso no se puede hacer en una novela, donde, en todo caso, son los personajes los únicos que pueden expresar sus sentimientos".

Es por eso que este apasionado escritor ha podido afirmar que "estimo la escritura como la única forma posible de relación con el mundo, los hombres y las cosas".  Sus obras han sido traducidas al inglés, alemán, francés, italiano, ruso y chino. Sus colaboraciones en decenas de revistas literarias y periódicos (El País y ABC de Madrid) son abundantes. Sus Ensayos completos fueron publicados bajo la curaduría de Ignacio Echevarría.

Preguntado una vez si era o no un espíritu libre, Ferlosio dijo:

"¿Espíritu libre? ¿Yo? ¡Bah! Nunca he sabido lo que es eso. Dicen que soy un individuo autónomo del siglo XVIII... ¡Qué autónomo ni autónomo! ¡La libertad no existe! Somos solo un cruce de muchas influencias, unas peleadas y otras que se llevan bien..."

Y remató: "Y uno no se da la ley a sí mismo"

Finalmente apostilló, sin pedir disculpas: "Yo soy muy pesado, muy pesado, y no soy precisamente un bestseller, sino más bien lo contrario: soy un worst seller...".

 

PABLO SILVA OLAZÁBAL

Escritor, comunicador, director y conductor del

programa radial "La máquina de pensar"

 

Imagen de portada: escritores.org


Archivo
2021-09-30T00:11:00