Una mujer llamada Bola de Sebo

Alejandro Carreño T.

En realidad, no se llama Bola de Sebo la mujer de esta columna. Pero es su nombre de batalla, como se la conoce desde 1880, cuando Guy de Maupassant escribe su historia. 

Contenido de la edición 04.11.2021

 

Mujer de mil batallas en medio de trincheras, derrotas y vergüenzas. El ejército prusiano ha invadido Francia. Es 1870. Curiosamente, setenta años después Francia volvería a ser invadida por el mismo ejército prusiano ahora como parte del Ejército del Imperio Alemán. Pero a nosotros nos interesa ese año que ahora nos parece tan lejano, 1870: "Los últimos soldados franceses acababan, en fin, de cruzar el Sena para llegar a Pont-Audemer por Saint-Sever y Bourg-Achard; y caminando a la zaga, el general desesperado, que no podía intentar nada con esos pingajos informes, desesperado él también ante la gran catástrofe de un pueblo acostumbrado a vencer y desastrosamente vencido a pesar de su valor legendario, se iba a pie entre dos "oficiales de orden". En este mundo de "pingajos informes", cuyo símbolo de la desastrosa derrota de un ejército es ese general que desesperado camina a la zaga "entre dos oficiales de orden", se yergue la figura de Bola de Sebo.

Pero todo ejército vencido significa la invasión del vencedor y la ciudad de Rouen, donde comienza esta historia, no sería la excepción: "La vida parecía detenida; las tiendas estaban cerradas; la calle, silenciosa. A veces un habitante, intimidado por ese silencio, se deslizaba rápidamente a lo largo de las paredes. La angustia de la espera hacía desear la llegada del enemigo [...]. Justo en el mismo momento las avanzadas de tres cuerpos se unieron en la plaza de la municipalidad, y por todas las calles cercanas llegaba el ejército alemán, desparramando sus batallones, que hacían sonar el empedrado bajo su paso rítmico y duro". El marco de la acción está preparado y los personajes de la historia comenzarán a vivir sus vidas con el yugo opresor sobre ellos.

Pero más allá de vencidos y vencedores, a Maupassant le interesa como escritor observador de la realidad, mostrar el alma de los franceses en ese mundo perdido, donde la vida pende de un hilo que cualquier espada enemiga puede cortar.

Después de la tormenta suele llegar la paz, aunque sea aparente, en la que los vencidos deben acostumbrarse a convivir con los vencedores ya dueños de sus hogares como de sus vidas, pero había que disimular esta convivencia, pues "decíase que era muy lícito ser cortés dentro de la casa con el soldado extranjero, con tal de no familiarizarse con él en público". Cada casa de Rouen ha sido tomada por un pelotón que la ha hecho suya, aunque después de un tiempo la realidad se llena de una armónica pero superficial convivencia entre franceses y alemanes. "No obstante, había algo en el aire, algo sutil y desconocido, una intolerable atmósfera extraña, como un olor desparramado, el olor de la invasión. Llenaba las viviendas y las plazas públicas, cambiaba el gusto de los alimentos, daba la impresión de estar de viaje, muy lejos, entre tribus bárbaras y peligrosas". Con todo, era necesario vivir. Que la ciudad tomase aires de normalidad. Que la normalidad oliese a dinero y negocios. Entonces, algunos importantes ciudadanos que tenían intereses en El Havre, puerto ocupado aún por los franceses, intercedieron con los oficiales prusianos para viajar por tierra hasta Dieppe en donde se embarcarían: "Emplearon la influencia de los oficiales alemanes con los cuales se habían relacionado y obtuvieron del general en jefe la autorización para partir". La historia de Bola de Sebo comienza un día martes de madrugada con otros nueve personajes que viajan en un coche tirado por seis caballos.

En el coche de la aventura viajan el señor y la señora Loiseau, comerciantes en vino al por mayor de la calle Grand-Pont; el señor Carré Lamadon, hombre considerable, comerciante en algodón, propietario de tres hilanderías, oficial de la Legión de Honor y miembro del Consejo General y su esposa, mucho más joven que él y que "era el consuelo de los oficiales de buena familia enviados a Rouen en guarnición"; el conde y la condesa Huberto de Breville, llevaban uno de los nombres más antiguos y más nobles de Normandía. Su riqueza eran los bienes raíces. Como dice el narrador con su mirada cargada de ironía: "Esas seis personas formaban el fondo del coche, el lado de la sociedad rentista, serena y fuerte, de la gente honrada, autorizada, que tiene religión y principios". Religión y principios que se esfumarán desnudando su alma desmantelada de valores. Junto a ellos dos monjas, una marcada por la viruela y la otra de "rostro lindo, un rostro lindo y enfermizo sobre un pecho de tísica carcomida por esa fe devoradora que hace mártires e iluminados". Los otros dos personajes viajan solos. Cornudet, joven inofensivo y servicial que con fervor había organizado la defensa, pero que ahora viajaba a El Havre, porque necesitarían nuevos destacamentos. Bola de Sebo era la pasajera número diez.

Bola de Sebo era una "de esas llamadas galantes". Célebre por su precoz gordura, señala el narrador. La descripción que se nos entrega de ella, propia de los escritores realistas y naturalistas, evidencia no solo el porqué de su sobrenombre: "redonda por todas partes, gorda a reventar", sino además sus peculiares talentos: "un pecho enorme que resaltaba bajo el vestido, era todavía apetitosa y buscada, pues su frescura era agradable a la vista. Su rostro era una manzana roja, un pimpollo de peonía pronto a brotar; y en todo eso se abrían, arriba, dos ojos negros, magníficos, sombreados por grandes pestañas espesas que ponían una sombra dentro de ellos. Abajo, una boca encantadora, angosta, húmeda para el beso, adornada por dientes brillantes y menudos. Poseía, además, según se decía, cualidades inapreciables". Elizabeth Rousset, la protagonista de este relato publicado el 16 de abril de 1880, es una prostituta: "En cuanto fue reconocida, corrieron susurros entre las mujeres honradas, y las palabras 'prostituta', 'vergüenza pública', fueron susurradas tan alto que ella alzó la cabeza".

"La historia es siempre y ante todo una elección y los límites de esa elección", dijo Roland Barthes con su mirada de agudo semiólogo y prominente crítico literario. Es en estas situaciones límites que aflora la naturaleza humana en toda su dignidad o en toda su indignidad. A partir de esta declaración que sin preámbulos se deja caer en el relato, Maupassant desnuda la sociedad francesa de la época con un estilo rico en ironías y sarcasmos: "el amor legal siempre mira de arriba a su libre colega", comentando el desprecio que las tres señoras de bien sienten por Bola de Sebo, en cuanto los hombres "se sentían hermanados por el dinero". El trayecto es largo, el frío arrecia y el hambre atormenta a los viajeros que representan una miniatura de la sociedad francesa; burguesía, nobleza, iglesia, el poder dominante, un revolucionario propio de los momentos históricos que vive Francia y el pueblo representado por Bola de Sebo. El hambre había "acallado todas las conversaciones", pero nadie había recordado llevar provisiones para el camino, salvo Bola de Sebo, que gentilmente comparte su comida con sus compañeros de viaje, saciando el hambre que los devoraba. Gesto que puede resultar insignificante pero no lo es, pues dejará en evidencia la índole de las personas cuyas ropas y oficios no son dignos de conductas valóricas propias de seres humanos respetables. Después de largas, agotadoras y accidentadas horas, la carroza se detiene en una posada de Tôtes, a mitad de camino de su destino final. En esta posada aflora la decadencia moral de burguesía, nobleza y clero y la conmovedora dignidad de Elizabeth Rousset, la humilde prostituta.

En toda narración los escenarios suelen ser el marco donde personajes y hechos narrados mueven los hilos del relato, pero no en este cuento. Aquí los escenarios no son un simple marco decorativo que sustenta la historia, sino un personaje activo que estimula el actuar de los protagonistas de la historia y sus acciones. Primero son los bosques de Rouen, sus calles y plazas y las casas de los franceses invadidas por los alemanes, lo que motivará la huida de la burguesía a El Havre con el propósito de preservar sus intereses económicos, y la huida de la figura central que lo hace por dignidad, por aversión al invasor que no quiere ver en su propia casa; luego será la diligencia, símbolo social de la Francia dominada; ahora es la posada en Tötes, al mando de un joven oficial alemán y que marcará el comienzo del grotesco y cruel desenlace. Nada al azar ha dejado Maupassant, porque los hechos ocurridos aquí desnudan de manera dramática con un realismo muy cercano al naturalismo de Zola, el alma de cada uno de estos personajes ilustrada con sus acciones y sus palabras. El oficial alemán se encaprichó con Elizabeth y no autorizará la salida de la carroza hasta que la prostituta no satisfaga sus instintos animalescos. El rechazo, digno, de Elizabeth a los deseos sexuales del oficial enemigo, abre el cuento a su destino final. La verdad de cada uno de los personajes se dibuja en el relato como en un cuadro de Gustave Coubert, con sus figuras de la realidad cotidiana y costumbrista. Para él, "La pintura es la representación de formas visibles. La esencia del realismo es la negación del ideal". Maupassant se aleja del relato y deja que sean los propios personajes quienes ofrezcan su verdad al lector a través del diálogo y reflexiones diversas.

El lector, de improviso, se encuentra allí, en medio de la seguidilla de escenas costumbristas que se suceden a la negación de Bola de Sebo. Son varios cuadros que reproducen el actuar y el decir de los personajes y a los que el lector mira y escucha asombrado. Las mujeres "éticamente correctas", cuchichean e insultan a la acosada ramera culpándola de su detención en Tôtes por no acceder a los caprichos del oficial: "-¡Sin embargo, no vamos a morirnos aquí de vejez! ¡Puesto que es el oficio de esa ramera hacer eso con todos los hombres, considero que no tiene derecho a rechazar a uno y no a otro!... ¡Hay que ver! ¡Ha tomado todo lo que ha encontrado en Rouen, hasta los cocheros!". Las presiones sobre la infeliz mujer no cejan, tampoco las malas intenciones como la propuesta del señor Loiseau de entregarla amarrada al oficial. Sin embargo, Bola de Sebo hace caso omiso a las miradas insultantes de las mujeres que días antes había alimentado cuando el hambre las consumía, y mantiene su decisión con arrogancia y valentía: "-¡Le dirá a ese crápula, a ese cochino, a esa carroña de prusiano, que nunca querré! ¿Entiende bien?, ¡jamás, jamás, jamás!": Una vez más el recadero se vuelve con las manos vacías. El conde de Breville, entonces, personaje de salones y diplomacia truculenta, apela a la persuasión como estrategia para convencer a la prostituta: "-Entonces, ¿prefiere dejarnos aquí, expuestos, así como usted, a todas las violencias que resultarían de una derrota de las tropas prusianas, antes que consentir en una de esas complacencias que ha tenido tan a menudo en su vida?". Todas las artes de la persuasión son utilizadas por estos personajes, desde la delicadeza con que el conde trata a Bola de Sebo a la historia de mujeres ejemplares que cometieron actos indecorosos por el bien común. Actos, ciertamente, amparados por la Iglesia.

Todos confabulados para conmover a Bola de Sebo. Las mujeres, a la hora del almuerzo, tocaron el tema del sacrificio y Judit y  Holofernes no estuvieron ausentes. "Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores, que han hecho de su cuerpo un campo de batalla, un medio de dominar, un arma; que han vencido a seres horribles y detestados con sus caricias heroicas y han sacrificado su castidad a la venganza y a la abnegación", nos dice Maupassant. Y otros comentarios cuyo único propósito era debilitar la voluntad de Bola de Sebo: "Muchos habían cometido actos que serían crímenes a nuestros ojos; pero la Iglesia absuelve sin dificultad esos pecados cuando son cometidos por la gloria de Dios o para el bien del prójimo". La vieja y manida frase atribuida a Maquiavelo, pero que en realidad la escribió Napoleón Bonaparte en la última página de su ejemplar de El Príncipe, "el fin justifica los medios", apareció en boca de la condesa. Para que la barbarie moral fuera completa, faltaba, sin embargo, el golpe de gracia del perdón divino que astutamente las mujeres, a la hora de la cena, traen a la mesa en la voz de las monjas que hasta ese momento solo comían y "mascullaban" sus oraciones. A la mayor de las monjas "nada a su entender podía disgustar a Dios cuando la intención era loable". La monja, sin quererlo o sin pensarlo, comenzaba a preparar el mazazo divino que terminaría con la voluntad de la desconsolada prostituta. Y la pregunta de la condesa en cuanto a si Dios "acepta todos los caminos y perdona", tuvo la respuesta que comenzaría a desatar la tragedia final de Bola de Sebo: "-¿Quién podría dudarlo, señora? Una acción condenable en sí se vuelve a menudo meritoria por el pensamiento que la inspira". Ya lo había expresado el teólogo alemán Hermann Busenbaum en 1650: cum finis est licitus, etiam media sunt licita (Cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos).

Maupassant construye un relato  cuya realidad, cercana al realismo exacerbado del naturalismo, describe con punzante crudeza la interioridad moral del alma de nobles y burgueses, con la complicidad silenciosa de las monjas, indiferente a la ultrajada dignidad de la prostituta. Bola de Sebo ha cedido a los deseos del oficial alemán. El pincel literario colorea la exultante felicidad de nobles y burgueses, que hasta bailarían si pudiesen.  Se detiene en la borrachera de sus personajes, en su comportamiento grotesco, pero no lo grotesco como lo entiende Mijail Bajtin en  su clásico La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, sino lo grotesco entendido como lo ridículo y extravagante. La paleta colorida de Maupassant se detiene en las miradas acusadoras  de personajes que se han autoproclamado con una moral superior, contra la indefensa mujer. Por último, se detiene en sus palabras que retratan de cuerpo entero la hipocresía de esta clase social francesa: "Las señoras encontraban delicadezas de giro, sutilezas de expresión encantadora para decir las cosas más escabrosas [...] pero la delgada capa de pudor que barniza toda mujer de sociedad, no recubre sino la superficie". Comportamiento social que los escritores de la Ilustración, como Nicolás Fernández de Moratín, describe en Arte de las putas (Malditos Heterodoxos, Edición especial para Océano Grupo Editorial, 1999) que, aunque escrita en la década de 1770 se publica recién en 1898. Razón tiene Pilar Pedraza en el prólogo de la mencionada obra cuando afirma que "un erotismo carnavalesco está en consonancia con el vanguardismo conservador de gran parte de los ilustrados, que, aunque devotos del decoro ético y de la conveniencia estética horaciana, no perdían ocasión de divertirse con los textos literarios extravagantes, los espectáculos grotescos y los sucesos tremendos del mundo real".

Pero Bola de Sebo no es un cuento raro ni extravagante, ni tampoco se espera que nadie se divierta con lo grotesco de estos personajes y sus acciones. Es un texto de ácida y profunda crítica social a la sociedad francesa orlada de vicios e hipocresías: "El conde hizo chistes algo verdes, pero tan bien dichos que obligaban a sonreír, a su vez Loiseau dejó escapar algunas picardías más crudas pero que no ofendían a nadie". Y la escena final, luego de consumado el sacrificio de Elizabeth Rousset, es un cuadro de incomparable genialidad narrativa. Los viajeros continúan su viaje a Dieppe y Maupassant ha pintado un verdadero retablo al interior de la carroza, personas que más parecen figuritas que representan la escena más grotesca del relato y más cruda. Las figuritas del retablo sacaron sus provisiones y se dispusieron a comer: el matrimonio Loiseau y su ternera fría; las otras dos parejas, el conde, el señor Carré Lamadon y sus respectivas esposas, liebre en pasta, carne picada, pedazo de gruyere; Cordunet, pan y huevos duros (partículas amarillas caían sobre su vasta barba). Y las monjitas se entretenían "con su salchichón que olía a ajo". Pero ninguno se acordó de Bola de Sebo ni de su sacrificio. Tampoco recordaron que ella les había matado el hambre en el primer tramo del viaje. Los sucesos que narra el retablo llegan a su fin. Las monjitas envuelven el resto de su salchichón en papel y Cordunet canta La Marsellesa. Bola de Sebo, por su parte, solo los contempla. Nada dice. Llora su dolor, su rabia pero, sobre todo, llora su dignidad arrebatada por el cinismo y la violencia. La condesa advirtió que lloraba y le dice a su marido que simplemente se encogió de hombros: "¿Qué quieres? No es culpa mía". La señora Loiseau, desprendiéndose de toda su miseria humana "tuvo una risa muda de triunfo y murmuró: -Llora su vergüenza".

¿Ha cambiado la humanidad su sentido de lo humano?

 

ALEJANDRO CARREÑO T.

Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,

doctor en Comunicación. Columnista y ensayista" (Chile) 

 

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2021-11-04T00:11:00