Releer a Gilles Deleuze

Tomás Abraham

Estos días leí a Gilles Deleuze; en realidad, sobre Deleuze. La inmensa biografía cruzada sobre Deleuze y Guattari de François Dosse, y un libro que reúne varios trabajos que tiene el título lúgubre de ¨Le tombeau de Deleuze¨.  

Contenido de la edición 25.01.2022

 

Volver a Deleuze tiene un efecto doble. Por un lado, es volver a escuchar la música de la filosofía, su más dulce melodía, su viento punzante, ese ruido a información confusa y atractiva, de misterio claro y distinto, y el eterno retorno de la diferencia. Tal cual, ese eterno retorno de la diferencia con la que Deleuze da cuenta de la filosofía de Nietzsche resume la sensación que tengo al releer a Deleuze. Sigo sin entender lo que nunca entendí, y me sigue cautivando lo que siempre me cautivó.

Eso por un lado; por el otro, el asunto de la vida de los filósofos. Me gusta lo que dijo Thomas Bernhard acerca de lo que nos gusta de los filósofos, el párrafo en el que dice que es por su fragilidad que nos acercamos a ellos. Y esta fragilidad aparece en sus vidas. Los filósofos no son sabios sino profesores de universidad; a veces escriben libros, otras no, a veces son geniales, casi nunca lo son.  En cuanto a sus vidas, son lo que son, humanas, demasiado humanas, pero esta visión comprensiva de la fragilidad de una vida filosófica no deja de plantearnos algunos interrogantes.

Me detengo por un momento en este asunto de la vida de los filósofos. Podríamos agregar la de los literatos, por ejemplo la de Henry Miller, una vida que estoy curioseando ahora. Las vidas se curiosean, por eso tienen mala prensa entre los eruditos y los críticos, que denuncian a la curiosidad como un impulso malsano. Es la mala curiosidad, tangente al chisme, porque la buena se estipula que es la del investigador, el hombre de laboratorios y bibliotecas, el que busca la verdad y no el traspié.    

Pero hay traspiés que son trascendentes: el discurso del Rectorado de Heidegger lo es, da lugar a decenas de libros, es cierto que no deja de ser un escrito, aunque bien cerca de la vida no escrita de su matrimonio, de su cobardía, de su acomodo, de su traición a su maestro Husserl. Hay traspiés sin importancia, pintorescos, ¨boutades¨, pendejadas; no creo que lo sea que Deleuze se haya casado por Iglesia con Fanny. Es raro, quizá lo haya hecho para satisfacer un deseo de su esposa, o de los padres de su esposa, una familia rica cuyo jefe económico tenía una empresa de recolección de basura en Nantes y en ciudades de las colonias francesas en África.          

Con Félix Guattari nunca sabemos a pesar de los cientos de páginas de su biógrafo cómo se mueven las cosas que conciernen al esquizoanálisis, al mundo de la clínica de La Borde, en lo que respecta al mundo del dinero. Como si Francia fuera una especie de Disneyworld en la que los intelectuales hacen lo que les gusta sin problemas de olla. Compran castillos, los acondicionan para cien internos, van y vienen entre estos palacios de La Loire y sus amplios departamentos de París, se endeudan fuerte gracias a créditos que no sabemos quiénes se los proporcionan, una serie de cosas de la vida capitalista y burguesa que son humanas sin serlo demasiado. 

No todo el mundo del universo intelectual ni universitario pasa cuatro meses en casas de campo con jardinero incluido como Gilles ni se deprime meses en pantuflas frente a un televisor sin que les falte nada, ni dinero, ni mujeres que lo atiendan, como Félix. También es curioso que en el sepelio de Guattari haya habido un grupo musical que entonaba baladas mientras alguien por micrófono pasaba un listado de todas las mujeres que pasaron por la cama de tan bello y antipsiquiátrico Brummel.

Amo a Deleuze, como se ama a un filósofo, a un maestro, me importa un bledo que tenga jardinero y que su suegro tenga camiones de basura. Mi viejo fabricaba soquetes y yo colaboraba en la empresa una parte de mi vida con lo que financiaba mis calenturas filosóficas. Lo que no aceita el engranaje existencial es que despotriquen día y noche contra el capitalismo y odien a la burguesía y a la sociedad del dinero y del consumo.

Lo que mata al filósofo no es que coma y coja y viaje y que la pase lindo, sino que sea un puritano, un moralista que baja línea y crea culpas en los semejantes. Que la goce con la vergüenza ajena.

Por suerte Foucault quería que sus cofrades la pasaran bien, no les andaba por detrás con la guadaña de la izquierda y la hoz del deseo maquínico. En la clínica de La Borde, en los maravillosos años setenta, se puso en práctica la onda de que la familia es una mierda y que el matrimonio es una excrecencia burguesa derivada del único y su propiedad. Por lo que desear y acostarse con la mujer de tu prójimo era un deber revolucionario y los celos el peor de los resentimientos del pequeño burgués.

Que Deleuze haya tenido una vida burguesa, que con sus hijos haya sido un padre clásico, edípico, que su matrimonio fuera una institución sacralizada, que se reuniera con sus colegas en un restó en los que la especialidad fueran langostas bañadas con crema y cognac, todo eso es tan normal como la misma cultura francesa. Son así, ¨gourmands¨. Pero que se irritara tanto contra el mercantilismo, contra el periodismo, contra la televisión, contra los nuevos filósofos por ser tan mediáticos, ya me da por las bolas. Live and let live.  

También fue una suerte que Deleuze, en la última década de su vida filosófica, se separara de Guattari y retomara su amor a la filosofía con libros musicales como su Foucault, el del barroco y el dedicado al ¨qué¨ de la filosofía, que a pesar de llevar la firma conjunta de Guattari, lo escribió solo.

He leído maravillosas vidas de filósofos contadas por ellos mismos, como la de Paul Veyne, el historiador que hace más filosofía que el más profesional del gremio; su ¨En la eternidad no me aburriré¨, es un libro si no eterno al menos inmortal. El maravilloso ¨Matar el tiempo¨, del anarco epistemólogo de ¨Contra el Método¨, Paul Feyerabend, que escribe su vida de soldado nazi, herido e incapacitado de por vida, impotente por parálisis, y que en su lecho de muerte le habla al amor y a su amada hasta que muere en la penúltima página, la última la escribe su mujer. Una obra de arte hasta las lágrimas.

Y la de Vattimo, la que voy a volver a leer, en la que, si no recuerdo mal habla de sus amores, de su amor a los varones y de su amor a Dios, de su homosexualidad y de su cristianismo comunista. O ¨Las palabras´, esa obrita escrita con tanto talento en la que Sartre presenta su vida de niño de un modo tan despersonalizado, de un ego tan humilde como el que habla de sí como de un muñequito mimado por su abuelo y vestido como niña por su madre.   

Leo a Deleuze, a sus amigos y biógrafos, que nos cuentan las fobias del filósofo, una de las cuales es curiosa, la fobia a los locos, no los podía ver, no iba a la clínica de Félix, ver locos lo volvía loco, de miedo. Es cierto que Deleuze tuvo que explicar una y mil veces que su libro sobre capitalismo y esquizofrenia no era un llamado a reventarse y partirse la psique. El problema era que, a sus lectores, alumnos, oyentes, les gustaba eso del paseo del esquizo y de la sabiduría profunda de Artaud, de las drogas de Burroughs, del whisky de Fitzgerald, de la ayahuasca de Ginsberg y de la bulimia de Wolfson. Ni qué decir de lo que me gustaba a mí también harto que estaba de los marxistas althusserianos que eran peores que los jesuitas.

Hasta ahí, no lo seguía al maestro cuando se ponía francés, amargo hasta el aburrimiento, de mal humor porque mayo del 68 no seguía con gente en la calle y con un gobierno ausente, sin la fiesta inolvidable. Con la salvedad de que Deleuze no era Guattari, la vida no era una militancia, un continuo bajar línea, hablar de multiplicidades con un alma binaria de alto contraste. Era amable y sonreía.

Me gusta Deleuze, me gusta su personalidad, me gustan sus conceptos, al menos dos: línea de fuga y rizoma. Me gusta que le guste la etología y el comportamiento animal, mirar animales y niños es un asunto de aprendizaje gnoseológico y de disfrute anímico. Aunque vociferen los freudianos y los realistas, la inocencia existe. La inocencia no es inerme, puede ser dañina, pero viene del instinto y no de la institución, como decía el mismo Deleuze en su libro sobre Hume.

A ningún mono se le ocurre Auschwitz. Y los niños corren todo el tiempo, van y vienen a los pedos y son traviesos, no conocen la viveza criolla ni el sarcasmo francés ni la ironía de los landlords.

Lo que no me gusta de Deleuze es lo que no entiendo, y es insoportable que sus comentaristas hagan aún más oscuro lo que ya resulta un enigma en principio solo accesible a iniciados. La pregunta es: si yo no entiendo geometría proyectiva, y no sé descifrar planos de conos que ilustran el concepto de memoria en Bergson que ya es un trabalenguas irreproducible; si la matemática de Riemann es un jeroglífico, si mi cultura científica es nula, si ni siquiera entiendo las denuncias de Sokal y Bricmon en sus ¨Imposturas intelectuales¨ sobre el uso espurio de la ciencia en manos de los patriarcas de la ¨french theory¨; si cada vez que Lacan dibuja esas cosas que llaman topología para explicarme porqué me quiero coger a mi mamá en nombre de mi padre, si toda esa cultura que hace de la formalización un medida del valor de verdad  me es tan ajena como el mandarín, ¿qué hacer?

¿Cuántas veces debo volver a leer, estudiar, la teoría de los incorpóreos de los estoicos en su versión deleuziana, o en el estudio que le dedica Bréhier, para quedarme sin la frutilla del postre?

Rendirse, ok, me rindo, cada vez que pido a un sabio matemático que me explique el teorema de Gödel entro en estado de éxtasis, creo que lo entiendo, y me olvido en seguida, vuelvo a no entender.

Hace años me nombraron profesor de una materia irrisoria del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires: Introducción al pensamiento científico. Me lo tomé muy en serio; yo de ciencia no sabía nada, pero sí algo de historia, entonces reunía textos de Koyré, Bachelard, Kuhn, Lakatos, Feyerabend y otros. Daba a leer epistemólogos duros y el libro de Céline sobre Semmelweiss, su tesis de doctorado. Todo muy creativo, tanto que en mi cátedra nombré a tres físicos, un matemático, un heideggeriano y una profesora al borde de un ataque de nervios. No se entendieron. Entre el heideggeriano que hablaba de la era de la técnica y los físicos el desfasaje era total, incomprensión recíproca compensada en unos exámenes finales por la denuncia de abuso sexual de la profesora que después de ir al baño, ante la consternación de los alumnos entró gritando al aula seguida por el simpático y agitado matemático que me explicaba Gödel.

 

TOMÁS ABRAHAM

Filósofo - Argentina

Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires/Doctor Honoris Causa de la Universidad de Tibiscus, Timisoara (Rumania)

Sus más recientes publicaciones: El deseo de revolución (Tusquets, 2017); La máscara Foucault (Paidós, 2019); Aburrimiento y entusiasmo (Ed, Digital, Indie, 2021); La matanza negada -autobiografía de mis padres (Ed El Ateneo, 2021).

 

Imagen de portada: Deleuze y Guattari (Mesa redonda organizada para el número 143 de La Quinzaine Littéraire. 1972)


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2022-01-25T12:20:00