Apuntes para una lectura de Mario Levrero

Tomás Abraham

Contenido de la edición 28.06.2022

 

Comencé ¨La novela luminosa¨ de Levrero; me gusta su tono. Leo las primeras páginas y me gusta su tono, ya lo dije; lo que no dije es que no pasa nada, y lo que tampoco dije es que no sé por qué a esta novela, que no es una novela sino un diario que puede escribir cualquiera, le hacen una edición tan linda y bien presentada por la misma editorial que me rechazó mi libro rumano judío que bien vale la pena porque tiene de todo y está bien escrito, porque escribo bien.

No entiendo qué interés tiene el libro de Levrero, que habla de su operación de vesícula. Me pregunto por qué eso es más importante que ir a visitar a mis nietos, pero, siempre o casi siempre hay un pero, el libro de Levrero se lo editaron después de muerto; murió a los sesenta y cuatro años y yo voy a cumplir (casi escribo que voy a morir) ... - no importa...

Levrero dice que le teme a la muerte, que no sabe por qué, lo siente en las vísperas (¿vísceras?) de la operación de vesícula, y que quizá le tema al dolor, o a lo desconocido, o a lo peor que imagina como un renacimiento y un detestable volver a vivir. Para mí es más simple: es la idea de que me van a apagar la luz para siempre, todo oscuro y chau, como una ceguera, por lo que la vida es luz. Me refiero a la blanca y no la luz negra que es la que Victor Hugo dijo ver antes de morir.

La diferencia entre Levrero y yo es que él confiesa tener una vida desordenada que incluye apuros económicos y comidas basura o algo parecido. Y yo, ahora que pienso, soy un relojito, tengo familia y me abastezco, me ocupo de los quehaceres domésticos, hago las compras, estoy casado con la misma mujer hace treinta y ocho años.

¿Relojito yo? Debe ser cucú, un mamotreto desvencijado. Si cuento lo que me pasó estos dos meses más que reloj... (en otro momento).

Debe ser por eso que no tengo el encanto editorial de Levrero, porque tengo una vida organizada y pago mis impuestos y no pierdo por ningún lado; nadie puede ni compadecerse por mi suerte, ni identificarse con mi bohemia, ni con nada. Levrero tiene onda de barrio cuando dice poner un disco de pasta de D'Arienzo y recuerda que tuvo una librería con nombre de tango, La Guardia Nueva, y yo a los tangueros no me los banco ni al mate, aunque no soy ningún otario afrancesado porque pasé rato escuchando de Jorge Vidal y Argentino Ledesma a mi adorada Mercedes Simone; ni hablar del Varón del Tango o del Mudo, pero me llevo a una isla desierta a Billie Holiday, Leonard Cohen, ahora que Bob Dylan ya no canta como antes.

¿Por qué le dieron tanta bola a Levrero? Lo premiaron en España como premian y sobrepremian a Bolaño; a los europeos les caen simpáticos los escritores latinoamericanos que se dedican a la narrativa. Lo mío no es la narrativa, a pesar de que no hago más que narrar; soy un narrador de filosofía, pero en el continente de Heidegger, Foucault, Ortega, Gramsçi, este argentino poco humilde y sin aires de localía, hace agua.

Nací en Rumania y soy judío, eso tiene cierto charme en medios literarios, no está mal ser judío y gitano como un personaje de Peaky Blinders, pero porteño....

Que se pudran. Conozco el paño, hay que tener perfil de escritor latinoamericano, ser de izquierda o un exilado, crear personajes marginales, qué sé yo. Y tener un agente, de esos que te diagraman la vida de autor, te coordinan las entrevistas, te mandan a las Ferias del Libro, te consiguen premios literarios, traducciones, vernissages, reseñas en suplementos culturales.

Mi vida no es interesante, comencemos por eso. No lo es, no tiene una épica a pesar de haber estado rodeado de bandas armadas en Dogu Bayazit, en la frontera turca con Irán; merodear por las casas de opio en Peshawar; ser uno más de los que arrojaban adoquines en París en mayo del 68; cruzarme con Muhamad Alí en una calle de Tokio (ya publiqué su autógrafo); desfilar en Carnaval con la "Barra Macanuda" de los jubilados de Carmelo por las calles de Colonia, y ver debutar en primera al adolescente Maradona. Al leer a Levrero, su vida en apariencia tampoco es heroica. Ni es Rodolfo Walsh, ni Byron, ni Gelman; es un escritor de sesenta años con varios nietos, soltero o divorciado, no muy sano, insomne, y que come guisos. Poca actividad sexual, se aburre, juega a una especie de solitario llamado golf con su computadora, le dieron una beca en dólares y con el dinero amuebla un departamento de un cuarto piso, teme ser frívolo. Tiene la presión alta y se medica con sedantes. A veces se deprime y toma ansiolíticos, consulta a un psiquiatra que le hace llenar formularios que lo irritan. Vive en Montevideo.

Lo leo, y me gusta, no sé por qué. Cuenta su vida de un modo despojado, sin adornos, no se victimiza, no se queja, no pasa gran cosa, pero las páginas fluyen.

Levrero debe haber transgredido algo para atraer tanto elogio, porque a medida en que lo sigo leyendo siempre con placer percibo que su vida es la de un señor al que siempre le duele algo, que recibe en su casa a la profesora de yoga, a la masajista, al médico que lo ausculta, a la enfermera que le toma la presión, a la amiga que le prepara los guisos, al amigo que le cuenta alguna desventura y que necesita que lo acompañe a tomar un café, que se rompe la cabeza para mejorar el funcionamiento de las aplicaciones de su computadora, que usa los dólares de una beca para comprarse dos sillones, en síntesis, no pasa nada salvo que lo cuenta de un modo que me gusta seguirlo. ¿Será eso? ¿Que cuente la nada con estilo? ¿Una vida poco interesante con una prosa interesante? No sé, vaya uno a saber; en todo caso a mí me gusta como escribe y más me gustaría que me den la bola que le dan a él los editores y los críticos, no por envidia, porque me queda chica, sino porque quiero saber este asunto del perfil que debe tener un escritor exitoso en el cono sur o en el Río de la Plata. Cómo debe hablar, en qué tono, cuánto dinero debe tener, con quién tener sexo, a quién votar, ser jetón o invisible, cómo responder en las entrevistas, o, como dice César Aira: qué mito fabricar, el mito del artista, ese mito que autoriza que una firma cree la obra de arte, como en los ready made, a lo Duchamp y su inodoro o el mismo Aira y sus relatos a las apuradas.

¿Y Levrero? Sus "acontecimientos" son los de un hombre ya abuelo, pero con una vida de estudiante becado, que solo se distingue de los becarios en que le duele de todo, por su presión alta o baja, por la edad. Quizá sea eso ser escritor, ser viejo con la misma vida de cuando era joven, o, quizá también, con las mismas ideas de cuando era joven si no es masticando con rencor o calma resignación las decepciones.

Un diario es algo privado, parece que no siempre. No es una autobiografía ni memorias, es un eterno presente; en un diario, se fechan los escritos. Levrero hasta marca la hora en que escribe; por ejemplo, las cinco de la mañana, que es la hora en la que se acuesta y yo me levanto. Ahí ya hay una diferencia marcada, una separación entre la bohemia y la vida burguesa.

Levrero no tiene voluntad, repito lo que dice en su novela luminosa que cada vez me gusta más. Quiero saber más de él, y veo que no es solo un escritor que tiene lectores y críticos que elogian sus libros sino que quieren al escritor; es querible, son sus amigos, no necesariamente personales, sino amigos de Levrero escritor porque se lo imaginan persona y les gusta que no tenga voluntad, que viva como un pordiosero, que tenga soriasis, que su mejor amiga le saque las cascaritas de la frente y de la cabeza pelada y se las coma, que no se duche, que huela, que a los sesenta años ya abuelo gane una beca Guggenheim que le permite alquilar un departamento y comprarse dos sillones para dormir y leer, que juegue solitarios hasta la mañana, que tome ansiolíticos y no salga a la calle durante días; esta vida de mierda le gusta a sus devotos lectores no solo por como lo cuenta sino porque la vive.

Yo no sé si sería amigo de un personaje que no se baña, como tampoco lo sería de otro que se baña tres veces al día. No sé si sería amigo de un personaje sin dientes que solo come arroz con leche; le prestaría plata para que se haga un tratamiento con mi dentista. No digo que esté bien lo que hago y digo, pero es lo que me saldría, y probablemente mal, al cohete, al pedo, voluntarismo puritano si se quiere ayudar a alguien que con la plata que le doy para el dentista se la juegue al bingo, o que me regale la ilusión de una nueva dentadura pero que lo compense con la pérdida de su trabajo, o con algún otro traspié de su debacle existencial, o por el destino de fracaso que tiene incorporado en su inconsciente.

Me gustan los amigos depresivos; mis mejores amigos siempre fueron solitarios y melancólicos. Me gusta su sentido del humor, el humor del resignado; para mi es el mejor, a lo judío, un sentido del humor que es muy bueno, a veces igual o mejor que el de la distancia irónica de los ingleses. El de los judíos no es aristocrático, por ser de un pueblo elegido es especialmente gracioso, no tiene ninguna coronita, está más cerca del esclavo que salió de Egipto que del arrogante israelí.

En fin, Levrero cae bien, sus oficios cotizan, se dedicó a la historieta y a la parapsicología, a las palabras cruzadas, algo de cine, su postura no es nada intelectual, lo que no cae mal porque no afirma casi nada, ni predica nada, ni sabe nada. Lo que más le gustan son las novelas policiales; no habla de Proust sino de nombres que nunca oí porque me aburren las novelas policiales y las de ciencia ficción, que Levrero leía con fruición. Pero me gusta su inofensiva misantropía. Su novela luminosa es brillante, muy buen título para alguien que casi nunca ve la luz solar, que vive en las penumbras de su departamento que a veces alguien viene a limpiar.    

Son interesantes algunas cosas que dice sobre el modo en que conduce sus talleres literarios. Les pide a los alumnos que escuchen su voz interior; suena una zalamería dicho así, pero entiendo lo que dice porque soy profesor de filosofía y a pesar de que jamás dije a nadie que escuche su voz interior, al menos así, lo que sí dije, siempre, y lo digo, es que hay que decir lo que uno piensa, en filosofía es así. No lo que uno cree, sino lo que piensa, no lo que le parece, sino lo que piensa, pero para pensar, en filosofía, hay que leer lo que han pensado otros filósofos, claro, y no filósofos. Los filósofos sirven porque no han hecho otra cosa que pensar sobre lo que han pensado otros.

Es muy bueno lo que dijo Levrero sobre el ocio. Quizá el encanto del diario es que no cuenta su vida como si anotara banalidades al modo de Abelardo Castillo o Ricardo Piglia en sus diarios con sus ready made confesionales, ni anota pensamientos que parecen epitafios cultos de futuro suicida a la manera de Pavese, sino que saca conclusiones sobre actos mínimos que van de un detalle a una idea de alcance universal. Dice que, para frenar la mente, o detener cualquier tipo de fatiga, se ha inventado el ocio en oposición de su negación: el negocio. Es un lugar común, etimología elemental del latín.

Pero analicemos a qué tipo de ocio se refiere. No hacer nada puede ser muy cansador, detener toda actividad para vacacionar, mirar el cielo y escuchar los pajaritos, puede ser muy destructivo, agotador. La mente es rebelde; ya que estamos con el latín, "cogito" tiene que ver con "coagitatio", para calmar esa agitación, se inventó el rezo, la oración continua, repetida, agotadora, maníaca. Los cientos de padrenuestros, perdones a Jehová, mantras, genuflexiones, se inventaron para concentrar a la mente en una repetición sin sentido cuyo efecto es desacostumbrarla de su compulsión al remolino obsesivo y purgarla de sus vicios. La mente está enamorada de sí misma.

Levrero se da cuenta de esto lavando los platos, esa actividad lo saca de sí mismo, no tiene otro sentido que el bruto hecho de llevar a cabo una tarea, y que no piensa en otra cosa que en pasar la esponja con detergente por un plato y ensartarlo en el escurridor.

El corolario es que para dejar de hacer hay que hacer, pero hacer algo en lo que la mente no tenga interés, es necesario conducirla a una actividad desinteresada. Yo lo hago todos los días; me refiero a lavar los platos en franca competencia con ese robot primario que se llama lavavajillas, un aliado de mi esposa con el que compito más aún porque de acuerdo a su tabla de valores higiénicos, deja los platos más limpios que los míos. Pero actividades que descansan nuestra mente las puede haber otras, y en mi caso no son menos nimias que lavar platos.

Levrero se va a la cama alrededor de las siete de la mañana, creo, no queda claro, lo que sí anota es que a las cinco de la mañana está en su computadora jugando a un video juego al que califica de imbécil y que se duerme después del amanecer. Le pide a su amiga del alma y ya no del cuerpo que lo llame a las dos de tarde porque tiene que madrugar para atender al taller literario que le exige un gran esfuerzo dos veces al mes.

Ayer me cansé de Levrero; lo leo todos los días porque me gusta como escribe y lo que cuenta, esa rutina que tiene de almorzar y cenar al mismo tiempo, de siempre comer guisos y milanesas, de irse a la cama a las siete de la mañana, que le duele una cosa o la otra, que con la presión en catorce de máxima ya refuerza sus pastillas - ¿no será hipocondríaco? -, su adicción a los videojuegos, sus batallas con el disco duro, su no salir a la calle durante días, el tener la rara sensación de tener frío en Montevideo en donde basta una campera para abrigarse, pero me pasa lo que a él le pasa, o al menos, creo que le pasa, me aburro.

Tengo ganas de informarme de algo que no sean sus guisos y los yogures que se le arruinan, que me hable de algo que piensa de lo que pasa en el mundo que no lo reduzca a su cuarto con dos sillones, que pase algo más que su lectura de Sommerset Maughan, que, en realidad, lo destaco  porque fue mi lectura de adolescente, y en inglés, tanto de "The razor's edge" como "The human bondage", porque era lo que me daba para leer mi profesor de inglés, así que dejé el libro de  Levrero y volví a la adolescencia de Thomas Bernhard en la que su prosa sin freno me habla de algo que pasa en el mundo y que tiene alguna gravedad, la ciudad vienesa en la posguerra en la que los maestros y tutores nacionalsocialistas se convierten en católicos. Pero pasa en Austria en la posguerra, un país que después de la debacle del 14, es la sede del nazismo y cobra por partida doble. Ese es el país de Bernhard, el heredero del gran imperio de la belle époque que es diezmado dos veces, mientras que en el Uruguay de Levrero no hay guerras, de acuerdo, pero algo debe pasar más allá de las milanesas y de los medicamentos, de la barba blanca que no se afeita, de la ducha que no usa y de las comidas de las que a veces se olvida.

Ayer a la noche, después de dejar la novela de Levrero, "La ciudad" (no es muy buena pero mejor que Nick Carter), retomo su novela luminosa y vi lo que no esperaba ver, el por qué, la causa, el motivo, pero mucho mejor aún, el modelo de la novelística de Levrero, un Eureka que, modestamente, solo el ojo de un estudioso de la filosofía puede ver. Cito, página 117 de "La novela luminosa": "Compré otra vez 'América' de Kafka, treinta y cinco pesos. La edición de Emecé, bastante bien conservada. No volví a leerlo, desde aquella primera vez en 1966, cuando me inspiró para convertirme en escritor".

Nada más, y nada menos; ahora entiendo, entiendo por qué ¨América¨ es su modelo. Esa novela inconclusa de Kafka es un rara avis de una obra de un escritor que de por sí era un rara avis, no solo por su escritura sino por la cara de pájaro que tenía; es una novela que no tiene el ambiente cerrado de "El castillo" ni de "El proceso", no tiene una historia sino varias entreveradas, geografías que sumadas dan un paisaje marciano, una aduana en Nueva York, una habitación, un pariente, mujeres, pasillos, unos suburbios, un circo, todos fantasmáticos; no es futurismo, no es gótico, no es nada que pueda traducirlo, es un universo irreal escrito con cierta precisión, y un protagonista que es un títere de las circunstancias, una novela que no termina porque el autor se olvidó de terminarla y yo me olvidé de su trama. No es un relato que se pueda recordar, es un libro que se puede volver a releer como Levrero que lo compra más de una vez y que, ahora, lo repito, ahora entiendo que sea su modelo para "La ciudad", y quizá de alguna otra novela que no leí. Pero, hay un pero, cuando se lee "América", se lee a Kafka, y se ha leído, lo escribo sin entrecomillados, La metamorfosis, La Muralla china, El proceso, El castillo, La carta al padre, Ante la ley, sus cartas y diario, es Kafka; su América es kafkiana porque si no lo fuera, sería casi una novela de Levrero, que no es kafkiano, pero se le parece.

Le falta algo que a Kafka le sobra, no es judío, y los personajes de Kafka tienen un aura siniestra típica de la Mitteleuropa, ciudades que parecen castillos por estar amuralladas aunque estén divididas por un río y no un Montevideo a orillas del Mar Dulce, y con personajes que parecen sombras escurridizas, autoridades policiales, abogados, inspectores, con cara dura, quijadas cuadradas, mujeres frías, otras calientes, y el protagonista de Kafka que no sabe dónde está, ni por qué está en dónde está, no sabe por qué habla, con quién habla, por qué busca a alguien a quien busca, por qué no se va, en donde no sabe nada y se deja llevar por accidentes; en Kafka es oscuro, en Levrero no, es más soleado, no es centroeuropeo y se nota, sus parroquianos no son sospechosos de no se sabe qué, ni ocultan un secreto, ni son amenazantes, son personajes de estación de servicio como en "La ciudad" pero no se trata de un cotejo entre Kafka y Levrero sino de una fuente de inspiración.

Kafka es interesante, Levrero también, me gusta asociarlos y compararlos ahora que Levrero confesó el origen de su vocación, las mujeres de Kafka con las que se escribe cientos de cartas para no verlas, las de Levrero, su eterna compañera Chl que lo baña, lo limpia, le cocina, lo pasea; su ex mujer que es médica y atiende todos los dolores reales e imaginarios, actuales o virtuales; pero el checo vive en Praga en la que hay un castillo como en todas las ciudades centroeuropeas, ese paraíso gris en el que viven comunidades de diferente religión y lengua husmeándose con sigilo bajo la tutela imperial, y Levrero no muy lejos del Teatro Solís y 18 de julio, Montevideo, ciudad en donde el único monumento imponente es el estadio Centenario.   

Además, Kafka ha dado lugar a una tropa de intérpretes que se disputaron su literatura, que la descuartizaron en nombre de la Ley, del judaísmo, de la burocracia capitalista, de la burguesía europea, en nombre del padre, del devenir animal, de la culpa, desde Marthe Robert a Gilles Deleuze pasando por otros cientos o miles, una fuente inagotable que permite que tantos críticos depositen en Kafka sus propias obsesiones y hallazgos.

Con Levrero creo que hay otro universo hermenéutico; no se convierte en cucaracha, vive con cucarachas que no es lo mismo. El amigo de Kafka, Max Brod, dice que esos cuentos tan profundos que nos dan tanto material para pensar, los leía su autor a su grupo de amigos riéndose porque le parecían cómicos, y Levrero escribe libros cómicos como su Nick Carter que a sus amigos les parecen muy serios y profundos.

Otra cosa que no soporto de mi amigo Levrero es que me cuente sus sueños, no porque sus sueños no sean interesantes, que no lo son, porque los sueños son interesantes para el que sueña, sino porque todos los sueños que a los escritores se les ocurre contar son como la doble ficción que arruina el relato. No me hace ningún placer el juego especular o caleidoscópico de una imagen dentro de otra imagen, o de una ficción duplicada, lo que me importa es mi ensoñación cuando leo este diario en el que su autor me cuenta las milanesas y los guisos que come, pero cuando me cuenta sus sueños me aburre porque me pide que lo mire dormir y que me haga objeto pasivo de su inconsciente traducido por su vigilia, lo que hacer sonar un timbre que me saca de mi ensoñación y la neutraliza.

Me aburren los sueños de otros, no hay nada más privado que los sueños; los psicoanalistas que les piden a sus pacientes que les den sus sueños es porque creen que pueden llegar a soltar las amarras de la represión inconsciente, pero yo no soy el analista de Levrero, apenas un lector más, y en nada me atrae la ciencia ficción ni las novelas policiales ni nada de lo que aparentemente le atrae a Levrero, amén de contar sus sueños en su libro.

Que escriba un diario para otros, un diario que se lo lee a una amiga para que le corrija el estilo, ¿era el proyecto de novela para la beca Guggenheim? Pero si se convirtió en un diario entonces ni siquiera debería haber lector, tampoco se escribe un diario para un editor, ¿o sí?, ¿un editor fantasma?, sino para sí mismo, con fines de autocuración, o de acompañamiento, o de cajita de secretos, un libro póstumo de un escritor fantasma, o quizá sí, un libro para todos y para nadie como decía otro fantasma, esta vez filósofo, Nietzsche,  un diario para otros ¿por qué no?, ¿no es el mejor ejemplo de arrojar una botella al mar?

¿Cuántas botellas al mar hay en la historia de la literatura? La botella de Montaigne, la de Rousseau, la de Flaubert, la de Nietzsche, la de Kafka, la de todos aquellos que escribieron cartas personales, diarios íntimos, papeles secretos, confesiones, escritos póstumos, que otros develaron o que el autor dejó a la vista por un "por si acaso".

Ana Frank llamaba a su Diario "Kitty", como si fuera su osito de peluche; ¿qué era su novela con formato de diario para Mario? Le agradezco que me haya permitido ser testigo de su vigilia privada, pero de lo que recuerda de lo soñado una vez despierto, no sé, prefiero que me hable de los guisos y de los aire acondicionados fallados, de las palomas muertas en el aire y luz frente a su ventana, de la Rotring que cuida como a un talismán, de los mechones de pelo que se le caen en el baño, del miedo a que lo asalten en la esquina de su casa, como quizá el improbable lector de estas páginas prefiera a esta altura que ya no le escriba o le hable de mi lectura de Levrero.

 

TOMÁS ABRAHAM

Filósofo - Argentina

Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires/Doctor Honoris Causa de la Universidad de Tibiscus, Timisoara (Rumania). Sus más recientes publicaciones: El deseo de revolución (Tusquets, 2017); La máscara Foucault (Paidós, 2019); Aburrimiento y entusiasmo (Ed, Digital, Indie, 2021); La matanza negada -autobiografía de mis padres (Ed El Ateneo, 2021). 

 

Imagen de portada: eternacadencia.com.ar


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2022-06-28T12:53:00