Budismo equino

Tomás Abraham

Contenido de la edición 05.10.2022

 

He comprado un libro de Konrad Lorenz, el premio Nobel de Medicina o Fisiología. Es un etólogo, es decir alguien que se ocupa del comportamiento de los animales, del lenguaje de los animales, de la relación de los hombres con los animales, y de él con los animales. Hasta diría que se ocupa de mí y los animales. Porque yo tengo animales, pero animales en argentino.

La editorial Tusquets que ha traducido el libro de Lorenz Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros, nos cuenta episodios de su vínculo con grajillas o chovas jóvenes, de cómo le metían el pico en su boca y se la llenaban de gusanos tiernizados con su saliva avícola creyéndolo su madre. 

¡Un asco! Se merecía el premio Nobel.

No sé qué es una gravilla o chova; en latín es Coloeus monedula (no hay sensación más excelsa que escribir estos nombres en latín y en cursiva, como Cuvier o Darwin o Florentino Ameghino), soy ignorante. En mi granja avícola hay aves con nombres comunes: cuarenta gansos, un oco, dos mestizos de gansa y oco, catorce patos, ocho pavos, dos reales, un sinnúmero de gallinas.

No los como ni los vendo, los crío, y les hablo. Lorenz recomienda repetir el sonido que ellas hacen, por ejemplo: vrrrrrrr... gangangang. Lo intenté el otro día; estoy harto, me parece ridículo.

Les hablo en argentino. A mi pata preferida le digo: ¡hola amiga! A mi gansito preferido le digo: ¡hola gansito! A uno de los mestizos gansos veteranos que picotean a los más jóvenes le digo: ¡hijo de la remilputa! Y así.

El contacto con la naturaleza es algo muy bueno, pero no diría como Jean Jacques Rousseau que nos hace buenos; en realidad si algo nos hace es eróticos. La vida de granja con sus aves, y algunos animales más pastando en un campito, como vacas, toro ( siempre uno solo), caballos, corderos, cabras, unos perros, algún gato ladrón, o hablar de mis cinco burros (en especial el padre de todos el Dr. Selby, es su nombre),   tiene una característica que lleva un tiempo tomarla en cuenta: todos ellos están en pelotas. Con sus huevos colgando, sus culos al aire, sus pitos retráctiles y el prolongado miembro de Selby. Dicen que Rousseau era impotente; imagino que la naturaleza le producía dolor y depresión porque es como vivir en el canal Venus en medio de una jauja colectiva con la zona dormida.

La gente cree que los bichos están vestidos, pero no es así. La vaca no es un animal todo forrado de cuero. Es una visión engañosa la que considera a la desnudez de la vaca como carne con vísceras envueltas en un gamulán.

Nosotros tampoco somos animales forrados de un material apto para portalámparas. Nuestra desnudez, y la de los animales, están a flor de piel. Y el erotismo tiene que ver con esta presentación superficial. Solo poetas enfermos de una sexualidad suicida como Artaud y Bataille, o masoquistas profesionales, sádicos horripilantes, sueñan y ejercen su deseo con el desgarro de cuerpos, el flujo de sangre, el vuelco de órganos.

No hay como la piel. Pero la piel no es lisa. El escritor y editor Luis Chitarroni me decía el otro día que el pavo tiene los genitales en la cara. Es verdad, especialmente el macho plebeyo, que cada vez que se pavonea le sale en el pecho un collar de furúnculos que, junto a sus prepucios colgantes que le tapan la nariz,  se siente un monarca.

No saben la impresión que da ver por primera vez un pito de pato saliendo de un culo de pata. El pato la pisa - así se dice - a la pata, se le sube y se zarandea un rato mientras ella aburrida y sofocada cuenta las hormigas en el pasto. Luego el macho se despega y sale con una especie de tirabuzón de color crema que le queda un segundo colgando hasta que lo retrae y desaparece. Perdón por la expresión, pero esta nota trata de bestias - como dice Tusquets - perdón digo: es como una pija doblada. Un cartílago en forma de serpentina desplegada. No hablo del matrimonio de Selby y Rosa, la burra madre.

Es cierto. Ser el RRPP de una granja tiene algo de senil en el mejor sentido de la palabra; es un recuerdo de infancia practicado cuando se es mayor. Y para mí, un burro es la provincia de Córdoba, son las sierras, es Santa Rosa de Calamuchita, es la mica en las piedras de Río Segundo, son las piernas de una amiguita, es el paraíso antes de la Caída, es decir del colegio.

¿Dónde encontrar un burro en la República Oriental del Uruguay? Hace unos años lo fui a ver a Pedro, un burro vecino. No era caro, pero era un monstruo enfermo de lujuria. "Te lo vendo completito" me dijo la dueña, que en idioma lugareño es no castrado.

Completito es poco, una morcilla gruesa, larga y desesperada, dura como piedra en busca de un hoyo, de cualquier hoyo. Ya se había difundido el rumor de que Pedro se montaba hasta a su propia sombra. Vacas, ovejas, yeguas, lo quería todo, enloquecido el pobre Pedro por falta de burra. Pobre la Bombilla, mi yegüita virgen, destrozada por semejante animal. Jamás permitiría semejante tortura. No lo adquirí. Más tarde conseguí a la pareja del Doctor y Rosa, en la localidad de San Pedro, Colonia.

Hablando de equinos. Cada animal tiene su encanto y su idiosincrasia. Los gansos desfilan en columna de uno respetando un rango. En mi granja primero pasa el oco y último un ganso crespo (los hay lisos y crespos). Los patos son más amigables con los hombres y algo más caóticos en su agrupamiento. Las pavas se desviven por la cría y toman confianza de a poco. Así se suceden los atributos hasta el infinito en este mundo inacabable que se llama reino animal.

De los caballos, lo que más me llama la atención es su tamaño y su silencio. Son silenciosos, no digo mudos porque relinchan de vez en cuando; tampoco quietos, porque al atardecer, a la puesta del sol, por un misterioso motivo mientras las aves le rinden quietas culto al astro rey, bichando el horizonte rojo, los caballos comienzan a jugar y correr. Pero durante el día están callados, con la cabeza gacha.

Las vacas también, pero son distintas de los caballos; esta es una lección sabia de la vida del campo, esto de no confundir a las especies. Lo que quiero decir es que ni siquiera las vacas son tan silenciosas, porque para empezar, la vaca madre, si está separada de su ternero, muje hasta que le deseamos la muerte, o sea su devenir bife. Del ternero ni hablar. El toro gime desaforado porque no sabe qué hacer con su libido desatada, no puede cuernear a nadie, montar y trepar tampoco porque a las señoras a veces les duele la cabeza.

Pero los equinos se callan; eso me atrae, el silencio. Me acerco a la Ñata, vieja potra que no hizo más que laburar toda la vida y que desde que la tengo pasta y medita. Tiene un paso de una nobleza tal que ni lo mejor del haras de los Zorreguieta tiene con qué darle. Me acerco a la Ñata y se viene la Bombilla, posesiva y celosa. Las tengo a las dos encima. Bamboleante se acerca la Tobiana con su andar quebrado, ya que me la vendieron con su hígado enfermo, y su bazo trasero izquierdo destrozado. Ahí estoy en medio del campo con las tres cabezas casi en mis hombros. Los caballos, recuerdo, son más grandes que el hombre, en este caso yo. El Indio, caballo capado que tenía futuro hípico denegado por la estrechez de sus caderas - mi última adquisición - viene sigilosamente. Somos cinco ensimismados en medio del campo. Resuelvo ante esta situación estanca, retroceder un paso, y así se hace un círculo, en realidad una estrella con cinco puntas. En el medio nada, un vacío. Los caballos quietos miran el centro con su cabeza levemente inclinada esperando alguna orden o una nueva disposición. Yo me quedo quieto, pero no espero nada. Escucho el silencio campestre con sus chillidos de teros y cotorras, me llega el sonido de la brisa y sigo en ese ambiente irresuelto de póker de horses sin mesa ni cartas. Seguimos los cinco, me relajo. Estoy bien, me siento bien. Cierro los ojos un momento; es lo mismo que hacen ellos, parpadean, mueven de a ratos la cola para espantar alguna mosca y un ligero temblor recorre su flanco.

Para mí que estamos meditando, no digo que sea una meditación trascendental clásica, pero se le debe parecer. Alguna vez lo hice con humanos, pero esta me gusta más. Pasan los minutos, tengo la sensación de no pensar en nada, es raro, la mente en blanco es un imposible para un sistema nervioso con la sinapsis impulsada por una activa mente analítica y crítica. Pero sin haber llegado al Nirvana, el placer no es poco, aunque tampoco pensemos en una iluminación. Mejor dicho, y no es una broma, un rayo ilumina mi mente quieta, un borbotón de sílabas me ocupa los oídos e interrumpe este círculo de silencio, es una voz de mujer apenas audible, dulce y firme a la vez, una mezzosoprano en mi oído interno, mi cuerpo vacila...Godín está lesionado...

No lo puedo creer. ¿Qué pasa? ¿De dónde vino esta frase que brotó de la nada? Es un día del mes de setiembre a la tarde, en medio del campo con los equinos en silencio y en pelotas, meditando y, de repente, mi pantalla ciega y muda se ve perturbada por una inquietud más que inesperada, ridícula. ¿Qué dice Krishnamurti sobre este tipo de fenómenos? ¿Y Sai Baba? ¿Leguizamo?

¿Qué pasó con el defensor uruguayo que no juega en mi equipo, Vélez Sarsfield, el Fortín de Villa Luro, después de ser pedido por el técnico, el Cacique Medina, otro oriental? Dejo el círculo, me dirijo preocupado a la casa, pasa mi mujer y la paro:

- "Decime, ¿qué pasó con Godín?"

Abre bien los ojos y me mira, "la verdad que no sé", responde. Cuando se aleja, da vuelta la cara con la frente algo fruncida y me mira otra vez.

 

TOMÁS ABRAHAM

Filósofo - Argentina

Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires/Doctor Honoris Causa de la Universidad de Tibiscus, Timisoara (Rumania). Sus más recientes publicaciones: El deseo de revolución (Tusquets, 2017); La máscara Foucault (Paidós, 2019); Aburrimiento y entusiasmo (Ed. Digital, Indie, 2021); La matanza negada -autobiografía de mis padres (El Ateneo, 2021). 

 

Imagen de portada: adhocFOTOS/Pablo Vignali


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2022-10-05T14:29:00