Agave del cielo

Lilián Hirigoyen

Ofrecemos a nuestros lectores el cuento "Agave del cielo", publicado originalmente en 2012 en el libro "APURAPALABRA1"

Contenido de la edición 07.10.2022

 

Esta es una historia extraña, y no porque involucre a un estanque, una cosa de por sí bella. Sin embargo, si no es extraña, por lo menos es nada común, sobre todo en estos tiempos, donde nosotros los adultos, debemos estar seguros de todo, de lo que hacemos, lo que vemos y de hasta dónde queremos llegar con todo eso.

Yo era exactamente de ese tipo de mujeres: segura de mí, de lo que creía, de lo que sabía y altamente confiada en el potencial de mi inteligencia.

Desde que me había recibido de contadora con las mejores notas de mi generación y desde que mi padre me consiguió un empleo en el estudio de su mejor amigo -que le debía más de un favor, tomando en cuenta que mi progenitor era un alto funcionario del fisco-, estaba segura que nada ni nadie pararía el rápido alcance de los máximos objetivos a los que yo aspiraba.

No me detuve en minucias. Eran muchísimos los empleados de la oficina en esa época. Fui amante de mi jefe, en el momento que fue necesario; soborné, cuando debí hacerlo; pagué para que se difamara al que me entorpecía; provoqué divorcios, si tenía que quitar de en medio a algún otro; en fin, nada ni nadie se me presentó como un obstáculo.

Así, lentamente, sin apuro, pero con una determinación a la que hoy, a la distancia, veo como avasallante, llegué a ser la socia de mi amante/ex jefe, amigo de mi padre.

Mi vida se centró en ese logro -para qué voy a mentir, tenía más aspiraciones, pero decidí que por un tiempo era mejor acostumbrarme al nuevo rol de jefa/amante y acomodar a mi partenaire en el suyo de jefe/amante/socio/yerno y amigo-.

Y eso hice.

La mujercita de mi flamante socio, una rubiecita veterana de sesenta y pocos, bien conservada pero minúscula e insignificante, no me entorpecía. Era el límite perfecto que tenía para que las cosas no llegaran a mayores. No había planes de divorcio entre ninguna de las dos partes.

Pero las cosas suceden, como muchas veces, sin que una se dé cuenta, de la misma manera que transcurren los minutos que se transformarán en días sin que nosotros tomemos conciencia del tiempo ni de la trama sutil que los acontecimientos entretejen.

El tiempo siempre es un depredador que devora los momentos felices. Lo que queda después, es la necesidad de hacer algo, de remediar el triste despojo de lo que alguna vez fuimos.

En ese momento era dichosa, o por lo menos estaba contenta con mi suerte y con lo que vislumbraba para mi futuro.

Pero la felicidad, es frágil como la salud de una anciana desvalida.

Y esa mujercita tonta e insignificante, tan pequeña y deslucida como me parecía, poco a poco y de una forma arrolladora, empezó a ocupar un espacio en mi mente y en mi tiempo directamente proporcional a la tranquilidad que yo iba perdiendo.

No sé cómo llamar, aún ahora, a esa sensación pesada y densa que tomaba forma cada vez que mi amante la nombraba o que yo la intuía entre nosotros, aunque su nombre no fuera pronunciado.

El tiempo, mi aliado hasta hacía poco, fue volviéndose mi enemigo al ir despedazando de forma solapada la seguridad en que yo creía asentada mi dicha.

La imagen rubia y delgada de esa mujer empezó a interponerse en mi camino.

Entonces, hice lo que cualquier mujer en mi posición hubiera hecho. Primero recurrí a mimos y arrumacos entre sábanas y luego exigí que se me diera el lugar que por derecho me correspondía.

La respuesta se fue demorando. Con dulces evasivas al comienzo, luego con pesados silencios y finalmente, con un rotundo rechazo alegando que por nada del mundo podía cambiar una esposa como la suya.

Al principio, tragué mi orgullo. Fingí ante él, y lo que es peor aún, ante mí misma, que no me importaba. Traté de acallar con toda mi fuerza esa sensación terrible, desconocida, que poco a poco se iba instalando definitivamente y que día a día resultaba más difícil de controlar.

Cada vez que trataba de explicar o, mejor dicho, racionalizar ese sentimiento de impotencia, lo único que conseguía era bajar el rendimiento de mi trabajo y perder horas de sueño.

Ya pocas veces me reía y las veces que lo hacía, lo sentía como una mueca forzada.

Mi padre, con el que me ligaba un cariño especial, empezó a preocuparse por mis cambios de humor y temió que mi salud se resintiera por lo que él atribuía un exceso de trabajo.

Mi madre, más práctica y ejecutiva, solía traerme tisanas calientes, que según ella -aún hoy lo sigue pensando- tienen propiedades curativas.

En fin, el tiempo, al que generalmente se considera benevolente por curar todas las heridas, se volvió una alimaña, un depredador que me roía las entrañas con esa especie de odio/celos/impotencia que se volvió absolutamente inmanejable.

Y tuve que encarar, como dice mi prima cuando las situaciones que la enfrentan lo ameritan. Tuve que asumir, tristemente por cierto, que por las buenas nada conseguiría y que lo más lógico sería empezar a delinear mi estrategia.

Mi madre, sin sospecharlo, fue la que indirectamente, me dio la idea.

Según me había contado mi amante, que en el trabajo se comportaba estrictamente como mi socio, a la señora menuda e insignificante, Ella, como yo la llamaba desde hacía tiempo, pensando tal vez, con una especie de razonamiento mágico que si no la nombraba dejaría de existir, tenía una especial predilección por las tisanas y era su "hobby" coleccionar todo tipo de yuyos para después prepararse las más exóticas infusiones. Seguramente ese tipo de bebidas, el té, por ejemplo, resultaba muy popular para la generación que correspondía a la de mi madre y Ella, ambas de la misma edad. Mi padre y su amigo -que generalmente era mi amante y a veces mi socio- eran un par de años mayores y ya rondaban los sesenta y cinco.

En las noches de insomnio, largas e interminables, solía pensar, no sin cierto espíritu práctico, que la dueña del estudio y de toda la fortuna de ese matrimonio desgraciado era Ella. También solía dejar en libertad mi imaginación, pretendiendo posiblemente acortar la duración de las horas, y me veía ya en el altar con quien sería viudo si todavía no tuviera como esposa a esa menuda e insignificante mujercita. Sabía que padecía de un trastorno cardíaco y que detestaba consultar a los médicos porque confiaba mucho más en sus hierbas que en todos ellos juntos. Pero me resultaba muy difícil sentarme a esperar que su corazón dijera basta y dejara de latir.

Tal vez las noches en vela acompañadas con los tés que me preparaba mi madre fueron las desencadenantes de lo que después vislumbraría como la solución.

Y fue del Mar de las Antillas desde donde vino el remedio.

Mis padres, en todos los eneros desde que tengo memoria, suelen renovar sus votos amorosos viajando -en lo que ellos llaman jocosamente "reciclaje de miel"-  hacia los destinos más variados.

Quiso el azar que ese año se decidieran por las Antillas, algo de México y el exotismo de las islas de Antigua y Barbuda junto con una pequeña excursión a la diminuta isla rocosa de Redonda, centro de las fantasías de mi madre y de sus delirios monárquicos. Su fascinación se debía a la historia del loco banquero que compró la isla y logró, vaya a saber con qué artilugio, que la reina Victoria de Inglaterra lo nombrara rey de ese pedazo de tierra deshabitada.

Unas semanas antes que se fueran, departíamos amablemente en una cena en casa donde mi amante -ese día cumpliendo a las maravillas el papel de íntimo amigo de mi padre-, comentó al pasar que su esposa -palabra que me hizo erizar de rabia-, gran coleccionista de yuyos e hierbas, estaba convencida de poder sacar una infusión de cualquier planta que se le cruzara delante, siempre y cuando la bebida proviniera de una hierba que hubiera crecido en su hábitat natural. Decía ella que, en caso contrario, el sabor puro de la fibra se perdería. En uno de sus viajes por el Caribe, habían adquirido unas hojas de una planta que les había resultado sumamente atractiva a ambos por el increíble color celeste grisáceo de sus hojas.

Al mostrarme interesada por el tema, se siguió la conversación, explicándonos que la planta en cuestión era el Agave del cielo -científicamente, Agave scabra-, de la que se consigue el tequila y el pulque y de la cual su esposa estaba determinada, si no obsesionada, a beber una tisana. Sin embargo, debido a los avatares del viaje, habían perdido las hojas, cosa que derivó en un motivo de disgusto para su "brujita de los yuyos", como a veces cariñosamente la llamaba. Comentó también, solo como anécdota, que esa planta tenía crecimiento muy lento, que su maduración se alcanzaba alrededor de los diez años y que solo florecía una vez en su vida emitiendo un larguísimo tallo que surgía del centro, para morir después.

Mi padre, solícito como siempre, se ofreció a reparar la pérdida y a traer algunas hojas del hábitat natural de la planta, en México, porque este país sería el que quedaría para sus últimos días de viaje.

Cuando mis padres partieron, lo de "brujita de los yuyos" -para mí Ella no era otra cosa que una bruja maldita- se me había quedado hundido en los huesos.

Si debía de luchar con ella en su mismo terreno, estaba dispuesta a hacerlo. Si debía volverme bruja, lo haría. Si tenía que familiarizarme con la flora del universo, no le escaparía al reto. Nunca lo había hecho. Siempre llegaba donde debía llegar con paciencia y perseverancia.

Así que, la siguiente semana me dediqué en mis horas libres a buscar en internet, y no paré hasta encontrar en las librerías del Centro y Pocitos todo el material disponible sobre yuyos, hierbas, pócimas e infusiones.

Incluso, di parte de enferma en el trabajo por una semana, alegando un estado febril, decaimiento y una disfonía que pude perfectamente fingir por teléfono. Mi socio -que se cuidó muy bien de no ser mi amante por una semana, no fuera que la pasión terminara en contagio- se limitó a llamarme por teléfono de noche, mandándome infinidad de besos y deseos de restablecimiento.

En uno de mis arrebatos lectores de información exhaustiva sobre las hierbas, cayó en mis manos un artículo sobre la Conium maculatum -mejor conocida como cicuta-.

Entonces, en ese preciso momento, la inspiración, al igual que la luz le llega al poeta con su obra maestra, llegó a mi vida y a mis desvelos. Fui un Baudelaire en éxtasis ante su planta, su creación, sus Flores del Mal.

Aguardé los días que restaban para el regreso de mis padres con una desesperación perfectamente disimulada. Me reintegré al trabajo con un aplomo digno de una profesional. Seguimos encontrándonos con mi amante en apurados e intensos intercambios. Mientras esto sucedía en la vida real, en mi mente era la creación la que adquiría forma y cada flor, cada hoja del veneno, la que se asimilaba a un verso o a una estrofa de una obra inconclusa.

La imaginación es el óvulo y la realidad, lo que damos a luz. Por loca que pareciera la frase, esa fue mi premisa mientras seguía adelante.

Así fueron transcurriendo las semanas, estudiando todo lo referente a la Conium maculatum -prefiero su nombre científico- conociendo sus flores, sus propiedades, su toxicidad fulminante y la forma de conseguirla.

Pero a veces las cosas suceden y no hay tiempo de preguntarnos el motivo -alcanza con que pensemos en la casualidad-, y finalmente se convierten en la columna del poema o en el espermatozoide que fecunda la imaginación y la vuelve realidad.

Tenía un gran amigo de la infancia, amigo de años y antiguo novio de una prima, también amante ocasional cuando mi prima lo descartaba por otro más codiciado, aunque indefectiblemente, harta de la nueva conquista, volvía más temprano que tarde a ese primer amor. Entonces dejábamos nuestras prácticas eróticas, que más se parecían a descargas que a hacer el amor. Él volvía feliz a ella, y yo seguía en paz con lo que quisiera hacer. Era este amigo biólogo y se encontraba haciendo investigaciones sobre esta planta, junto con colegas de otras disciplinas, perfeccionando los usos medicinales que todavía tiene. A tal efecto habían traído del norte, de las tierras donde crece con más potencia y virulencia, las cantidades necesarias para su estudio.

Apenas mi prima, con la que me encontraba cada tanto para saborear un café, me puso al tanto de los quehaceres de su novio eterno, tuve la sensación de que algo tan intangible como la musa de los poetas se corporizaba. Baudelaire juntando el ramillete de sus Flores y yo cortando las mías se fueron uniendo en una sola imagen inconfundible que solo mi mente y la precisa puesta en marcha de mi estrategia -hábiles parteras en este parto- permitirían dar a luz esa única y terrible realidad que yo buscaba: la desaparición de Ella, desaparición de la odiosa "brujita de los yuyos".

No me costó mucho visitar en su laboratorio a mi viejo amigo; no me costó tomarme el tiempo para observar dónde tenía cada cosa y qué resultaba peligroso tocar sin guantes y qué no lo era. Tampoco me costó mucho distraerlo y poder hacerme, con las previsiones del caso, de la cantidad de cicuta que precisaba -¡cómo me disgusta esa palabra!-, habida cuenta que no se necesita más que unos pocos gramos de su frutos verdes para sacar de circulación a lo que molesta. Debo agradecer que, debido a sus investigaciones, mi amigo guardaba en un recipiente estéril una pequeña cantidad de sus frutos molidos, cantidad, por otra parte, que a mí me resultaba más que suficiente.

En un momento de descuido, guardé el frasco sin necesidad de usar los guantes de látex que llevaba en mi cartera y luego, despidiéndome cariñosamente, me alejé del lugar feliz y agradeciendo a la vida tanta fluidez.

Ya en mi casa, puse el polvo letal en un armario y me dediqué a vivir sabiendo que lo que esperaba para el resto de mi vida lo tenía al alcance de mi mano.

Cuando mis padres llegaron, traían consigo una enorme valija repleta de regalos y una caja conteniendo unas hojas de un color celeste grisáceo. Habían podido pasar la caja muy oculta en la maleta, tapada y envuelta con ropas y regalos, teniendo mil precauciones y rezando para que no fuera detectada en el aeropuerto. Ambos tenían claro que no está permitido pasar plantas ni comidas, pero decidieron arriesgarse por el amigo, sabiendo que el único castigo hubiera sido que se las quitasen.

A partir de ahí tuve que aguzar el ingenio para seguir adelante. Me hice de la cajita y las hojas con la excusa que se las entregaría a mi socio y él se haría cargo de dárselas a su esposa.

Esa noche, en la última luna llena de agosto, a las doce, jugando a las brujas y en la hora en que ellas se despiertan y la claridad lunar da su toque de fantasma a las sombras, iluminada solo por un rayo que daba en mi ventana, esparcí en las hojas el polvo que tenía e impregné con cicuta el poco jugo que tenían en el tajo donde las habían arrancado de la planta madre. Luego envolví cuidadosamente la caja con papel de regalo y con un precioso moño de cinta roja que me llevó un buen rato arreglar como yo quería. Lo hice de tal forma que nadie se tentara a abrirlo hasta que llegara a manos de la destinataria.

A la mañana siguiente fui a mi trabajo de muy buen humor, sin olvidarme de la cajita, que, en todas las formas posibles, se me había aparecido en sueños.

En cuánto llegué, se la entregué a mi socio de parte de mis padres para que, sin demora, se la diera a su "brujita de yuyos". En ese momento sentí como si me sacara un peso de encima, como si toda la tensión acumulada se hubiera disipado en el aire. Supongo que así deben sentir los poetas luego de terminada su obra y cuando la inspiración que hasta ese momento los había poseído, súbitamente los abandona. Así debió sentirlo Baudelaire cuando las Flores que cultivó en sus versos abrieron sus pétalos y esparcieron sus perfumes mortíferos.

Mi socio/amante se rió de mis palabras y se explayó a sus anchas comentando las tisanas deliciosas que hacía su mujer con las hojas de las plantas y que el mote de "brujita" que él amistosamente le había puesto, bien lo tenía llevado. Agregó que tenían en su casa, que era enorme, una pieza al fondo junto al estanque que había mandado construir especialmente para ella. En esa pieza la "brujita" había hecho su propio herbario, juntando hojas y flores de todas las especies que encontraba en sus viajes, con el único objeto de experimentar nuevos sabores y delicias, así que, estaba seguro, disfrutaría al máximo del lindo regalo de mis padres. Luego me dio un apasionado beso y con el paquete en la mano se fue de la oficina.

Estaba hecho.

Ahora, solo restaba esperar.

No estaría con Ella, no la vería morir, yo solo me sentaría a ver pasar las horas hasta que el momento de la libertad final llegara. Imaginaba, percibía y tal vez, por qué no, disfrutaría.

Ese día hice mi trabajo como siempre, llené los formularios, di órdenes sobre varias gestiones y supervisé algunas reuniones importantes. Después me fui.

Como no me encontraba en condiciones de manejar, dejé el auto en el garage de la oficina y me tomé un ómnibus hasta mi casa. Sentada junto a la ventanilla, comprendí que la espera podría ser de horas o días, no demasiados porque las hojas no se mantendrían frescas por mucho tiempo. También podía suceder que no decidiera probar con ellas, o que simplemente las olvidara hasta que se echaran a perder. Preferí no pensar ni sacar conclusiones de lo que no sabía. 

La noche se hizo eterna. Sentí el ulular del viento y por momentos no supe diferenciar si era una lechuza que hacía escuchar su grito. La luna no se dejó ver. Unas nubes densas y oscuras como la negra tapa de un féretro sellaron la luz de las estrellas. Un gato se detuvo a maullar en mi ventana. Dormí poco y mal, atenta a cualquier sonido.

Finalmente, el día llegó. La mañana despertó con un sol espléndido, sin una nube. Una hermosa mañana de un invierno casi primaveral.

Me levanté cansada y de mal humor. Había pasado el resto de la noche pensando en la agonía, la paralización de los músculos, la asfixia y después... el final... la nada... o lo que fuera.

Llegué al trabajo más tarde de lo habitual, sin haber casi desayunado -solo una taza de café, para despabilarme- y sin maquillarme. No podía pensar en el labial que me haría juego con la camisa y el tailleur.

Me puse en el escritorio un manojo de papeles, pétalos blancos de una flor que no se abría. La progresiva parálisis de los músculos, agonía sin movimiento; el corazón dejando de latir, un puño rojo en el pecho; los ojos abiertos e inmóviles, medallones sin valor para pagarle su peaje a la muerte. Traté de leer algo de lo que tenía adelante. Las piernas duras e insensibles, los centros respiratorios bloqueados... el teléfono sonó.

Aún hoy me pregunto cómo no tuve miedo. Cómo supe con una seguridad absoluta que todo saldría impune y que nadie sospecharía de esa muerte. Sabía con una certeza que aún hoy me asombra que no pensarían que la "brujita de los yuyos" sería víctima de la pócima de otra bruja que ambicionaba su estatus y su marido.

No me equivoqué. El sospechoso fue el delicado corazón de una mujer muy frágil. Pero ese sospechoso, no tuvo rejas para pagar su culpa.

En un principio todo quedó conmocionado con aquella muerte: la oficina, mis padres, mi amante, el vecindario. Era una buena mujer, decían, como si no se supiera que después que la muerte se las lleva, todas las almas son buenas y hubiera que resaltarlo, tal vez en un intento burdo de redimirse sintiendo compasión por un prójimo al que nada de este mundo le importa.

Hubo que acomodar la oficina, pasar todos los papeles que tenían su nombre a nombre de mi socio. También fue necesario limpiar la mansión de sus cosas, deshacerse de esos yuyos, dejar vacía la pieza del fondo donde Ella los guardaba, sacando de circulación todas las hierbas que coleccionaba para sus experimentos gustativos. Mi socio, que con cada día que pasaba dejaba atrás su condición de amante por la de algo más formal, se había repuesto mucho más rápido de lo esperado.

Luego del primer mes del aciago desenlace, empezamos a no disimular nuestro vínculo y pasados los tres meses, ya visitaba mi casa como la de su prometida. Mis padres, no demasiado conformes por la gran diferencia de edad -yo rondaba los treinta y dos y él los sesenta y seis-, aceptaron de todas formas nuestra relación y se hicieron a la idea de que tarde o temprano el matrimonio sellaría nuestro afecto (no se atrevían a llamarlo amor).

Empecé a frecuentar su casa, quedándome a dormir. Ya me dirigía a sus domésticos como si fuera la dueña. En uno de nuestros habituales paseos por el amplio fondo, por primera vez fijé mi mirada en el estanque que se encontraba junto a la pieza de las hierbas. Era un jardín bonito y el toque del agua cristalina le daba al lugar el aspecto de un Edén sin serpientes ni manzanas. Pensé que tendría peces, pero me equivoqué. Solo era un estanque lleno de agua transparente. Notando mi intriga, mi prometido me contó que había sido construido para su esposa, a pedido expreso de ella. La difunta, dijo él, decía que las hojas de todas las plantas tenían sus ninfas o pequeñas duendecillas traviesas y malévolas, a las que había que apaciguar con libaciones de agua pura. Por supuesto, no tenía idea del rito al que hacía referencia la antigua dueña.

Finalmente, la fecha de la boda se eligió y estando todos conformes, se determinó sería un mes después de cumplido el año de viudez.

Como nuestro lugar de residencia sería esa gran casa, unos días antes de consumarse el matrimonio por vías legales, nos dedicamos a las modificaciones que consideramos pertinentes para lo que sería nuestro nuevo hogar. La pieza del fondo, lugar donde Ella guardaba sus yuyos, la habíamos destinado para sala de lectura por encontrarse separada del resto y rodeada de un ambiente plácido y acogedor. La mayoría de las hierbas ya habían sido retiradas por las mucamas hacía mucho, pero un sector, todavía tenía acumulado un pequeño número de frascos y cajas en buen estado, que debíamos clasificar si se optaba por retenerlos o simplemente tirarlos, si de ellos era imposible obtener provecho.

Limpiando la pieza, mientras mi futuro esposo daba órdenes a los empleados en otra parte de la casa, llamó mi atención una caja arrinconada. Sin pensarlo mucho, me acerqué y retiré la tapa. En su interior, se encontraba en perfecto estado a pesar del año transcurrido, un trozo de una de las hojas traídas de México por mis padres. El color celeste grisáceo -que tan bien retenía en mi memoria- se había intensificado adquiriendo un brillo que jamás hubiera imaginado en una planta. Pensé, no sin cierta lógica, que tal vez el polvo de Conium maculatum que le había esparcido encima -la cicuta molida, que tanto disgustaba recordar- potenciara su conservación y su belleza. Después de todo, yo solo me había detenido en estudiar los efectos de las plantas sobre los humanos, no sobre ellas mismas. Pero en ese momento, eso estaba en el pasado, la totalidad de mis libros sobre hierbas habían desaparecido, o mejor dicho me había encargado personalmente de hacerlos desaparecer. Si la planta molida, que a esta altura ya había perdido su efecto venenoso, embellecía o no a otras, no importaba. Lo que sí le agradecía era el efecto que había tenido en la difunta.

En una reacción que aún hoy me asombra, tiré el contenido de la caja en el estanque y a esta, la coloqué con la basura para que se deshicieran lo antes posible de la molestia.

El día de la boda llegó con todo pronto: la casa, impecable; los novios, radiantes; los suegros -mis padres-, no tanto. La fiesta fue espléndida, como debía ser.

Aún recuerdo nuestro brindis de enamorados y la tierna mirada que selló el amor que nos unía; el baile de novios, girando ambos en un vals de pasión y encuentro; el aplauso y las risas de todos augurando felicidad para siempre...

Hace un mes cumplimos diez años de casados, nuestra "boda de aluminio", como diría mi madre, que a cada aniversario le adjudica un nombre -por ejemplo, mis padres, que cumplirán cuarenta y seis, estarían en sus "bodas de nácar"-.

Mi marido, con setenta y ocho recién cumplidos, vive en su mundo de ilusiones y no hace otra cosa que cantar y hablar solo. Me resultaba tan molesto compartir el cuarto con él, que ordené que le armaran un dormitorio en otra habitación, para que ambos estuviéramos más cómodos, él dedicado a sus arias y yo a dormir.

Sigo trabajando en la oficina, dirigiendo a todos y llevando la casa adelante. Continúo segura de mí misma y de mis métodos, sabiendo hacia dónde voy, qué busco y cómo llegar a la meta.

La mansión, que ahora se mantiene gracias a mi esfuerzo y a mi mano dura para con la servidumbre, es mi orgullo. He redecorado las habitaciones, cambiado los cortinados y la platería. Todas las habitaciones son hermosas, están equipadas con un gusto exquisito, pero ninguna me resulta tan cómoda ni necesaria como la antigua pieza de los yuyos, con su vista al enorme jardín del fondo y al estanque de las ninfas, como lo bauticé.

Justamente hace unos días, sentada plácidamente en la sala de lecturas -la pieza de los yuyos, como todavía la llamo-, cuando la luna llena de agosto iluminaba el jardín como si fuera una lámpara de plata, me di cuenta por primera vez de algo que debió haber sido evidente mucho antes.

En el medio del estanque donde, pensaba Ella, las malévolas ninfas de las hojas gustaban zambullirse, había crecido un tallo fino y enorme con numerosas flores tubulares. Muy sorprendida, salí al jardín a ver la planta que yo no recordaba haber visto nunca. Cuando me acerqué quedé helada. Era la flor del Agave del cielo. La misma planta de la que me deshice tirando el resto de sus hojas en el estanque, diez años atrás. ¿Cómo podía ser que no la hubiera visto, habida cuenta que el tallo superaba en más de un metro la superficie del estanque? ¿Cómo podía ser, si nada se me escapaba de la casa? ¿Cómo había crecido, si ese tipo de Agave -según mis antiguos conocimientos- necesita climas semisecos para desarrollarse y yo la había arrojado en medio del agua?

Quedé ahí, observando, durante un largo rato, mientras la luna llena se reflejaba temblando. Cantidad de minúsculas mosquitas, duendecillos de una noche húmeda y fría, merodeaban alrededor del Agave.

Finalmente, me fui a dormir, habiéndole preguntado a las mucamas y al ama de llaves por el tallo. Todas lo habían visto y creían que yo también, debido a que hacía un tiempo que la flor tenía ese tamaño. Ninguna sabía cómo había crecido ni por qué.

Esa noche dormí inquieta, aunque no tenía motivos reales. Me acordé en sueños de la planta que florece a los diez años y luego muere. En sueños vi la luna llena de agosto y las ninfas diminutas del estanque de Ella, vi una tisana caliente de hojas de Agave y cicuta prontos a ser bebida por unos labios.

Hace ya unos días que descubrí ese tallo gigante. Hace varios días que esa miríada de mosquitas revolotea alrededor de la flor. En todo momento. Pero de noche es peor. Cuando leo, cerca de las once y el silencio es absoluto, parece sentirse un murmullo, una especie de rezo multiplicado por miles de vocecitas que vinieran del estanque. No siempre hay luna, sin embargo, la planta parece brillar con un tono celeste grisáceo. Todos están fascinados y dicen que tiene un toque mágico y que el jardín adquiere la belleza de las mil y una noches. Yo trato de evitarlo, procuro sentarme dándole la espalda a la ventana e intento concentrarme en la lectura, pero ese canto, que en nada se parece a la voz de mi marido, me perturba. No sé a quién le rezan, no sé a quién invocan, pero las escucho.

A veces pienso en las ninfas de las que hablaba Ella, de las deidades de las hojas que deben ser acalladas. A veces pienso que cada hoja lleva su espíritu de la planta madre, y que, si se la separa, se rebela, se enfurece y vaga como una ninfa minúscula o una mosquita. A veces, creo que tal vez la cicuta no solo potencia la muerte, sino multiplica la belleza y el odio y reproduce a las ninfas de las hojas para que canten e invoquen y enloquezcan a quien las escucha y no las sabe aplacar.

 

 

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta y actual directiva de la Casa de los Escritores del Uruguay

 

 

(*) Agave del cielo. Lilián Hirigoyen. Publicado originalmente en APURAPALABRA1, Ediciones Dixi, 2012


Archivo
2022-10-07T11:39:00