A las cuatro

Lilián Hirigoyen

Brindamos a continuación a nuestros lectores el texto A LAS CUATRO, de nuestra colaboradora Lilián Hirigoyen, que integra el volumen EL ÁRBOL QUE HABLA y otros cuentos (2015)

Contenido de la edición 23.03.2023

 

Todavía faltaban unos cuantos minutos para las cuatro. El reloj de la estación parecía estar en silencio. El tic tac que en otra ubicación -por ejemplo, la mesita de luz de algún dormitorio o la pared de un comedor- lo hubiera hecho evidente y sonoro, allí, en esa pequeña sala despojada y aséptica, lo volvía invisible.

La oficina en el extremo norte habría dado la impresión de estar deshabitada si no hubiera sido por el golpeteo monótono y seco de una máquina de escribir que delataba la presencia de un empleado.

Rodeado de paredes blancas y pulcras, solo podía distinguirse a un hombre sentado en un banco. Las rodillas juntas y el pantalón evidentemente gastado y lustroso le daban un aspecto un tanto inusual a su porte digno y austero. Un saco de color indefinido, una camisa raída y una corbata de un brillante color rojo completaban la vestimenta. No llevaba maleta.

La cabellera, coronada con abundantes hilos de plata, lo hacía parecer de mediana edad. Pero era su mirada, intensa, penetrante, oscura, la que permitía adivinar al que lo observara de frente, el crepitar incansable de un fuego interior que no se traslucía en su pose.

Así, como en un cuadro de pobrísimos tonos, o mejor aún, en un friso esculpido en mármol, donde ni siquiera el tic tac de un añoso reloj interfería en el conjunto, transcurría la tarde a la par del silencio de la calle y del golpeteo monótono de una máquina de escribir, marcando los segundos de ese hombre impávido e inmutable.

 

Le había dicho que volvería. Ella se lo había dicho antes de salir.

-No más de tres horas. Antes de las cinco, regreso.

Pero fueron las cuatro las que quedaron eternas, a pesar de que solo significaban dos horas desde el momento de la breve despedida. Dos míseras horas que se transformaron en días y meses; tantos y tan profundos como todas las brechas que separan a la vida de la muerte.

El lecho, quedó vacío sin ella. La sábana, desnuda. El espacio, inabarcable. La muerte, repentina, injusta, sorpresiva, lo ocupó todo.

El único recuerdo, breve contacto con el cuerpo que ya no estaba, era el reloj, el latido de la máquina diciéndole cosas en lenguaje de tic tac, una especie de jerga que traducía un idioma ininteligible escondido en las estúpidas agujas del aparato.

Se acostumbró a la parquedad de las paredes del cuarto, a la monotonía del trabajo, en fin, a la vida que le quedaba, que le había dejado ella, como un resto lastimoso de una muerte prematura que no quiso compartir.

- ¿Por qué andás así, muchacho? ¿No ves que no tiene remedio? Se murió. Tan simple como eso. Olvidala.

Pero no lo hizo. No era fácil. Sobre todo, para alguien como él, que se prendía a lo que amaba como a la madre un niño pequeño. Además, estaba el reloj, ese único regalo que le recordaba el tiempo: el tiempo del amor; el brevísimo tiempo del hasta luego; el tiempo de la espera y, por último, este otro, el definitivo, el de la soledad.

Se ocupó del trabajo como siempre; de los vecinos, igual; de los hijos de ella, muchachos que ya vivían solos y lo ignoraban olímpicamente, como si fuera un padre; del mantenimiento de la casa, para que diera gusto volver después del cansancio, aunque sabía que ya nada daba gusto.

La estación seguía en silencio. El golpeteo de la máquina había enmudecido. Se hubiera podido escuchar, en el caso que lo hubiese, el zumbido de un mosquito. Pero nada se movía, ni las piernas, ni la mirada, ni las manos, solo el parpadeo, con la rítmica secuencia del tic tac en un reloj de carne y hueso.

No salía con los amigos. Alguna amante circunstancial solo cuando el cuerpo reclamaba, nada importante. Paseos solitarios por la rambla o caminatas por el Prado. Eso era su vida.

Eso, y el reloj que seguía con su tic tac descontando segundos en un lenguaje intraducible y mecánico.

Aunque por momentos sintiera que lo enloquecía, era el único nexo que le quedaba con el sentimiento, un pequeño obsequio de amor eterno, pero la eternidad se deshizo en una lápida y al fuego de la pasión se encargó de apagarlo la muerte con un balde de agua helada.

Lo cotidiano se traducía en tedio, en momentos que se repetían como si fueran un calco, con independencia de la circunstancia exterior. Solo importaba que, por dentro, todo era lo mismo.

-Pero, mi amigo, ¿hasta cuándo ese bajón?

Generalmente no había respuesta. Una sonrisa apenas esbozada que tenía más de mueca que de sinceridad.

El tiempo fue pasando. Las horas, los minutos y segundos, se marcaron por un reloj infatigable, tan indestructible como su amor.

A veces, cuando regresaba temprano y mientras se preparaba un mate, haciendo de esto una ceremonia donde rememoraba tiempos idos y felices, acariciaba el reloj como si fuera ella y buscaba en la memoria las palabras exactas:

-Mi amor, me encantó en cuánto lo vi. Lo compré para vos. Ojalá cada tic tac marque nuestro tiempo juntos. Que nada lo calle, desde ahora hasta quién sabe cuándo. ¿Te gusta?

Y la oía reír con una frescura que aún hoy le asombraría si no fuera porque entonces estaba muerta y enterrada desde hacía cinco meses, cinco largos meses, cinco terribles, despiadados y monótonos meses.

Eso era lo que le quedaba de ella, un regalo imprevisto y loco que ahora solo le marcaba el tiempo que ya no compartirían.

Sin embargo, a veces suceden cosas pequeñas, aparentemente insignificantes: una modificación en la rutina, un pequeño cambio de recorrido, un paseo no programado, una compañera nueva en la oficina, cosas que pueden transformar lo que parecía estar destinado a ser inmutable.

Así, una mañana de sol lo descubrió sonriendo con ganas; una tarde nublada, con deseos de volver al club; una noche estrellada, imaginándose en el boliche con un vaso de cerveza fría.

Se vio en paseos no programados, cambiando rutinas que tenía incorporadas, modificando recorridos que había asimilado, todo eso... y solo por complacer a la nueva compañera de trabajo.

Poco a poco, aunque lo creía improbable, fue encontrándole el gusto al diario vivir.

Cada mañana, se sentaba frente al desayuno y se perdía en el interior del pocillo, en el líquido oloroso y oscuro, en el misterio de un sorbo, en los círculos concéntricos que se formaban alrededor de sus labios cuando bebía, como si su boca fuera una piedra que se arrojara a un estanque espeso e intenso con olor a café.

Alternaba una lágrima y una sonrisa mientras atrás, sobre la cajonera del living, el tic tac del reloj marcaba los segundos, los minutos, el tiempo que lo separaba de la entrada al trabajo y de la nueva compañera.

Noviembre los encontró viviendo juntos. No era lo mismo que antes, pero era lindo igual. Las mañanas con el café compartido, las tardecitas con el mate calentito, las noches, abrazados.

- Pero, ¡qué bien lo veo, amigo! Buena muchacha. ¿Vio que era posible? La vida sigue y la felicidad está a la vuelta de la esquina...

La felicidad no está a la vuelta de la esquina, no. Pero él se reía del comentario tonto y con esa risa parecía aprobar.

El reloj siguió marcando con su tic tac interminable, los minutos y las horas.

Un día, limpiando la cajonera, se cayó. Sonó con estrépito, como si todas las horas y minutos que faltaban se hubieran confabulado para hacerse oír al unísono. Sin embargo, no se rompió. Ni un cristal, ni una aguja. Pero el tic tac enmudeció y el tiempo, ahora invisible y mudo, se deslizó como un fantasma entre las paredes de la casa.

- ¿Por qué no lo tiramos, mi amor? Ya no sirve.

No quiso. Le recordaba a ella, todavía. A la primera. Muy levemente. Deshacerse del aparato hubiera sido como desechar una parte de su vida, menospreciar un recuerdo querido, olvidarse de lo que fue.

Lo dejó donde estaba, en silencio, como un testigo inválido con un único ojo fragmentado por dos agujas que marcaban las cuatro menos dos minutos, que no se movían más.

Alguna que otra vez, mientras tomaba el café de la mañana, se olvidaba del pocillo y se perdía en la contemplación del círculo del aparato, único ojo de cíclope, que parecía observarlo todo.

Ese sábado de verano vendrían a cenar unos amigos. Él se quedó preparando el parrillero en el fondo. Ella se ocupaba de las compras.

Entró al living para tomar un libro y sentarse a leer afuera, a la sombra del árbol de la vereda. El calor era agobiante. Ella seguramente no demoraría.

Sacó una silla y empezó la lectura. Los cuentos lo fueron atrapando. Un mundo de fantasía le hizo perder la noción del tiempo.

La sensación de aire fresco lo hizo levantarse y entrar para buscar un abrigo.

Al pasar frente a la cajonera, el tic tac clarísimo, fuerte, se dejó oír, como un enfermo que repentinamente recobrara la salud; igual a un niño que jugando a las escondidas, surgiera de golpe gritando "¡aquí estoy!". El reloj sonaba ahora como si nunca se hubiera callado. Tic tac tic tac...

El asombro lo invadió por un par de minutos. No tuvo tiempo de preguntarse nada. El chirrido ensordecedor de un freno seguido de un grito proveniente de la calle, lo hizo darse vuelta horrorizado.

Las agujas del reloj marcaban las cuatro.

Parecía que todo hubiera ocurrido en un mundo paralelo. Que todo había sido un cuento más de los que había estado leyendo aquella tarde. Pero no, el auto había frenado de golpe y no pudo evitar golpearla con fuerza. El cordón de la vereda hizo el resto.

Había sido como un déjà vu. Otra vez los amigos compadeciéndolo.

- Pero ¡qué cosa, loco! ¡Qué racha! Contá conmigo para lo que precises. Para eso están los amigos.

Otra vez la sonrisa ambigua ante el comentario que sonaba estúpido, ante la lástima que odiaba.

- ¡Che! Ya hace más de seis meses que pasó aquello, ¿hasta cuándo el duelo? Mi mujer tiene una amiga que está buenísima, ¿no querés que te la presente? ¡Dale! Venite a casa y después salimos los cuatro.

El reloj seguía marchando como si nunca se hubiera roto.

- ¿No te parece que tendrías que afeitarte?

-Pienso dejarme la barba, ¿o acaso no se puede?

- ¡No lo tomés así, loco! Decía nomás.

Las canas eran como una aureola en su cabeza, una especie de santidad que llevaba a cuestas en honor a las dos mujeres. Sus muertes habían blanqueado la cabellera renegrida. Aún parecía bastante joven, cuarenta y cinco o cincuenta, pero se sentía de cien.

Y el reloj sobre la cajonera, con su ojo de espía mirando y su vocabulario de dos sílabas repitiendo hasta el cansancio...

Tic tac. Tic tac. Tic tac...

- ¡Un año, loco! ¡Un año! ¿Cuándo vas a dejarte de cosas y empezar a vivir de nuevo? Y bueno... te pasó dos veces, ¿qué le vas a hacer? A algunos nos toca perder dos veces el laburo con cincuenta años. Y seguimos adelante, con tres hijos y una esposa que se queda en la casa cuidando a los chiquilines, como debe ser. Vos perdiste dos veces a tus mujeres... Ta bien... La vida es eso. Pérdida y renovación. Seguir adelante, aprender, llorar y volver a reír. Es una especie de espiral, gira y gira; para atrás o para adelante, se mueve. ¡Dale viejo! Ya encontrarás otra mina por ahí que te pegue fuerte.

¡No me mires así, como si fuera un desalmado! Yo tengo a mi señora conmigo desde hace veinte añitos y la verdad, la verdad... a veces pienso que me gustaría cambiarla... pero bue... ¡Es lo que hay, valor! Si, ya sé, las dos se fueron al otro mundo a las cuatro de la tarde. Ta. Una casualidad. A veces, las casualidades son lindas. ¡No me digas que no! Ayer, por ejemplo, me encontré con una exnovia, ¡no sabés! ¡Está lindísima! Quedamos que mañana tomaríamos un café. Mientras busco un nuevo laburo, no está de más una buena distracción, ¿no?

¡Dale, viejo, dale! Metele ganas...

Después de los discursos amistosos, su sonrisa de siempre. La sonrisa de "Sí. Puede ser. Capaz que tenés razón", aunque en el fondo había otra cosa: hastío y bronca, tronco único que echaba raíces oscuras y profundas. Con el sol de cada mañana, se ramificaba y crecía. En las noches, con la luna y las estrellas, hundía más y más las raíces en el diafragma.

Y su mirada se le fue quedando negra a pesar de los amigos y las buenas intenciones.

Tic tac tic tac...

Se puso su camisa blanca gastada y la corbata de brillante color rojo.

El reloj de su casa latía y su ojo insomne, fragmentado en doce horas igualmente crueles, lo observaba con atención.

Salió lentamente, la mirada brillante y decidida.

Sentado en el banco de la estación, se acordó de ellas. Una, rubia y pequeña; la otra, morocha y alta. Las dos, dulces y compañeras. Las dos, a las cuatro.

Las risas rubias, las palabras morenas... las despedidas que no existieron... las partidas rápidas, sin un beso de consuelo, sin una caricia, sin adiós. La soledad...

Escuchó el tren. Estaba llegando.

Se paró despacio. Se acercó al andén. Miró el reloj. 

El ruido atronador de la locomotora era una voz ronca y malhumorada. Lo llamaba. Ellas se fueron a las cuatro. Ahora venían a buscarlo en el tren de las cuatro. No podría decir de dónde había sacado la idea. Tal vez de un sueño o de un pensamiento recurrente, o de ambos. Una revelación. Ellas vendrían. Sabía que volvían de un túnel oscuro al igual que la locomotora y pasarían por ahí en un minuto que había que aprovechar. El minuto justo donde el tiempo se detiene y la muerte y el tren con él. Después seguirían de largo, como los días y las horas, como la vida. Las adivinaba en las ventanillas, saludándolo. Una risa rubia y una voz morena, ambas esperándolo en un hueco en que todas las cuatro de todos los días se juntaban y formaban una sola, las "cuatro" de los tres -de ellas y él-. Un agujero en el tiempo del reencuentro, coordenadas de la vida que se cruzaban para unirlos otra vez en una única hora entrelazada. Un cruce único y divino que llama...

La espiral de la que hablaba su amigo. Nunca en el mismo lugar. Ni la muerte, ni la vida, ni él.

El reloj de la estación, que ahora se veía fatídico y enorme, habló. Fueron cuatro campanadas, monocordes, pesadas, oscuras. El tren llegaba.

Entonces, saltó...

 

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta y actual directiva de la Casa de los Escritores del Uruguay

 

(*) A LAS CUATRO, publicado originalmente en "EL ÁRBOL QUE HABLA y otros cuentos", Ediciones Dixi, mayo 2015. "Este es un libro de cuentos que surge de la fantasía o, mejor dicho, del porcentaje que nos toca de ella en la vida cotidiana. Está inmerso en el espíritu de los cuentos antiguos, en la magia que se lleva adentro desde tiempos pretéritos, en los miedos profundos e inexplicables que toman formas de lo fantástico".

 

Imagen de portada: adhocFOTOS/Pablo Vignali


 

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2023-03-23T16:39:00