Promesa ofrecida

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 11.05.2023

 

La levedad de la mañana flota sobre el alboroto sonoro de los pájaros. La tierra mojada por la lluvia recién caída desprende un olor agradablemente ocre. Los caballos y otro ganado corretean en el potrero cercano. No levantan polvareda. Se siente su galopar. Sus relinchos y bramidos son especies de celebración del proceso de germinación de pastos nuevos que crecen. Varias golondrinas pespuntean el espacio azul blancuzco del cielo.

Un hombre cetrino de baja estatura, pantalón, sombrero de hongo negro y camiseta blanca, está de espalda a una casa de barro y techo de palmas. Descansa el pie derecho sobre un alambre de púa en la cerca frontal del solar. Erguido, mira los animales que nadan en un embalse o laguna de agua marrón acumulada de las lluvias. Consume una arepa de maíz. Desmigaja el último cuarto, lanza los migajones al estanque. Lleva un anillo abultado de metal blanco opaco en el dedo anular derecho. Decenas de patos blancos, grises y negros aletean y retozan alborotadamente tras el alimento. El pozón esta inmediatamente después del cercado, lo rodea el pasto marrón también de la sabana. Siempre tiene agua, aún en los peores veranos. Junto a los patos son como lunar de identidad de esta vivienda. Entre las plantas de cambures y plátanos, se ven nidos con huevos de los palmípedos.

Adentro, en la cocina, el humo de la leña viaja hacia el exterior en los hilos de luz que entra por los agujeros en el bahareque. Una mujer de mirada larga y piel clara arrugada, procesa maíz en un molino manual, luego procede a amasarlo. Hábilmente le da forma circular. Lleva un vestido sencillo de seda blanco con florecitas que fueron negras, ahora grises, el cabello   que cae sobre su espalda como chorro de avellanas, la hace ver más espigada. Cercana a los sesenta años, cuando se sienta en los pocos momentos de descanso, evoca una sensación de entusiasmo, sino, podría parecer ser el retrato La Madre Emigrante de la fotógrafa norteamericana Dorothea Lange. Su hija de unos dieciséis años, vestido color tierra, se mantiene al lado del fogón de leña donde asa las arepas y luego procede a rellenarlas con mantequilla. Sus pies descalzos traslucen sensualidad que asusta la miseria. Es un constante trajinar todas las mañanas: asar arepas, rellenar con mantequilla, algunas veces picante.  Afuera, en el agua siguen los patos aleteando. En un nido en el pequeño platanal, un cuadrito de luz solar demarca tres de los doce huevos como si fuera un bodegón a fotografiar. 

El camino entre los arbustos termina en una construcción abierta sin paredes. En su interior se ve una especie de tarima de maderas largas que dan casi hasta el techo de palmas del galpón. En la mitad, a una altura de un metro y tantos centímetros entre las tres paredes de varas, está el piso: ramas de madera delgada separada por rendijas pequeñas entre sí.

La parte frontal es abierta, por donde un hombre de brazos largos y fibrosos vacía mazorcas de maíz. Va descalzo, con un pantalón raído, amarrado a su cintura por un trozo de mecate. Empuña un madero redondo, largo y golpea las mazorcas, tas, tas, tas. Los golpes las desmigajan. Tas... Tas... Tas. Los granos caen por entre las separaciones de los leños como lluvia de granizos amarillos sobre una lona colocada en el suelo, debajo de la troja.

En el proceso de golpear para desgranar, queda maíz adherido a las mazorcas, una mujer sentada al lado de la tarima, termina manualmente de despegarlo de la tusa. Está sudada. Los hilos de canas entre sus cabellos negros, lo vuelve grisáceo. El vestido, sin cuello, deja ver lo pronunciado de sus clavículas. Sus manos acostumbradas a esta labor no evidencian maltrato. Un pequeño lunar negro se asienta debajo de su nariz sobre unos labios delgados. En un intervalo de descanso del golpeteo para desgajar el maíz, la mujer levanta el rostro sin interrumpir su labor. Le habla al hombre de brazos fibrosos:

Me dijo mi hijo que Enoísmo está muy mal, se le bajaron las paperas.

El desgranador con el madero largo en la mano la mira en silencio. Sus ojos son dos pequeños agujeros de oscuridad. Tiene el torso cubierto de sudor. Se siente su respiración. Vuelve el Tas...Tas...Tas sobre la troja que llueve granos amarillos.

La mujer que desgranaba maíz llega a la casa de los patos. La acompaña un niño de unos siete años, flemático, rostro de media luna vertical. En la negrura de sus ojos pareciera alojarse una ausencia persistente.  Va afeitado casi al rape, con un puño de cabello al frente como el estilo marine norteamericano. Lleva una libélula viva atada por la cola con un hilo fino rojo. Lo sostiene entre los dedos de la mano. Una cometa que se eleva sola. La mujer y su hijo  se inclinan para atravesar las trancas de madera del portón de entrada. Caminan hacia la casa. Un gallo cenizo los mira desde un estacón de la cerca. Emite un quiquiriquí que se escurre en los contrastes rojizos de la tarde.

En la sala de la vivienda, cercanos a la pared del fondo, varios troncos alargados, sirven de asientos a cuatro mujeres, entre ellas, la madre y tres hombres. El niño de la libélula está entre ellos. Mira la cometa viva elevada hacia el techo de palma de la casa en forma de V invertida. No se sorprende. El hilo que ata la cola del insecto se convierte en una delgada línea roja que señala la motivación de la presencia del grupo en aquel hogar trastocado: el hombre de camiseta blanca, cuelga de los pies, de una de las vigas de madera que soporta la estructura de la casa. Su cabeza queda a unos treinta centímetros del suelo terroso. Un sombrero de hongo negro, guinda de una estaca en la pared. Debajo, casi a ras del cabello, está colocada una bacinilla blanca con circulitos azules, llena de orines de mujer rancios, amarillentos. El cuerpo del hombre, guinda de los pies, cabeza abajo para que las paperas que se le bajaron hasta los testículos, regresen al cuello del enfermo. Remedios caseros. En ese recinto con piso de tierra, la ausencia de palabras es evidente. Solamente miradas encontradas. Silencios entretejidos que zurcen la atmósfera de fraternidad y casi espíritu de semiduelo solidario. Emite un cierto sopor de escena fílmica de suspenso. Una gallina negra intenta entrar a la sala. Alguien la espanta.

El Tacatá...Tacatá... Tas, Tacatá...Tacatá...Tas en el interior del autobús anaranjado de la línea Santa Bárbara se disuelve en el  sopor de los viajeros. El hombre del anillo blanco opaco camina por el pasillo del transporte. Lleva una camisa manga larga blanca y pantalones grises. En los ojos alumbra un brillo animoso. Sostiene en las manos un nicho con espejitos en forma de óvalos adheridos a la madera roja. Lo mueve al son de los tambores. Por una ranurita del cajoncito, algunas personas introducen monedas y se persignan. Recorre todos los asientos. Alienta a los viajantes a reverenciar al santo. Desembarca por la puerta trasera. Un zarpazo de viento le saca el sombrero negro de hongo que rueda por el asfalto de la carretera. Cuatro vasallos a la orilla de la vía descargan su aliento rítmico sobre los cueros de los tambores. Casi en un lamento corean: mi padre Benito me mandó a llamar, promesa ofrecida se debe de pagar. Una hoja amarillenta se desprende del árbol de matapalo gigantesco que cobija a los Sambeniteros. Serpentea en el vacío como si bailara.  

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García


Archivo
2023-05-11T21:24:00