Historias olímpicas – Capítulo II: Berlín 1936, el fenómeno Jesse Owens y las controversias del caso Bergmann-Ratjen

Matías Mateus

Concluimos hoy el tratamiento sobre los Juegos Olímpicos de 1936, iniciado en el número anterior con el capítulo Berlín 1936, la gran puesta en escena.

Contenido de la edición 22.04.2021

 

La saltadora alemana Gretel Bergmann había sido desplazada del equipo olímpico; el Tercer Reich no podía permitirse el lujo de ostentar una medalla de oro sobre el pecho de una atleta judía. Sin embargo, el velocista afroamericano Jesse Owens, en 10 segundos derribó el castillo de naipes con el que Hitler pretendía demostrarle al mundo la superioridad de la raza aria.   

La aprobación de las Leyes de Núremberg, a menos de un año de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936, generó alarma en varios países. Voces influyentes dentro y fuera del seno olímpico manifestaron la inconveniencia de celebrar los Juegos en Berlín, ante la avanzada racista y antisemita que se institucionalizó en el Congreso Anual del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, realizado el 15 de setiembre de 1935.

Una de las primeras personalidades en pronunciarse en contra fue Ernest Lee Jahncke, miembro estadounidense del Comité Olímpico Internacional. En una carta al presidente del COI, Henri de Baillet-Latour, manifestó la inconveniencia de tomar parte de una fiesta organizada por un gobierno con marcadas políticas racistas, cuestión que chocaba de frente con el espíritu fraternal explícito en la Carta Olímpica. Francia e Inglaterra también se declararon a favor del boicot. España va más allá y organiza las Olimpiadas Populares en Barcelona, evento que terminó cancelándose, puesto que pocos días antes de su inauguración estalló la Guerra Civil.

En Estados Unidos, además de Lee Jahncke, figuras del ámbito político también alzaron su voz. Fue el caso de Fiorello Laguardia, alcalde de Nueva York, que en un acto público en el Madison Square Garden enfatizó el rechazo a las políticas del gobierno alemán. Los protagonistas hicieron lo propio: Jesse Owens asumiendo el rol de portavoz de los atletas estadounidenses, dijo que su país no debía participar si en Alemania las minorías estaban siendo discriminadas.

El encargado de echar abajo el intento de boicot fue Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico de los Estados Unidos. Brundage encarnó la menguada "delegación" que viajó a Berlín para observar lo que allí estaba sucediendo. Al regresar no hizo otra cosa que dedicarle bondadosas palabras a la organización y al gobierno alemán, alegando además que el intento de boicot se trataba de una conspiración judío-comunista.

Cabe recordar, como hablamos en el capítulo anterior de Historias Olímpicas, que los nazis ascendieron al poder dos años después que Berlín fuera elegida como sede de los Juegos de la XI Olimpiada, y aunque en los planes de Hitler no se encontraba invertir dinero en la infraestructura necesaria para albergarlos, la realización del evento representó una oportunidad para desarrollar su maquinaria propagandística. Los ojos del mundo estarían apuntando hacia Berlín y esa atención les serviría para mostrar la grandeza y el renacimiento de una nación que había pasado al ostracismo después del Tratado de Versalles. No menos importante era la posibilidad que los nazis encontraron de reafirmar el mito de la superioridad aria, cosa que no solo pretendían dejar en claro en sus afiches promocionales, que exhibían los cuerpos atléticos y esbeltos de hombres musculosos, rubios y de ojos azules, sino que la intención era demostrarlo en cada uno de los escenarios en donde se desarrollarían las competencias deportivas.

El intento de boicot que ponía en riesgo toda la inversión y maquinaria propagandística los obligó a realizar un giro en la estrategia. No les quedó más remedio que mostrarse frente a la comunidad olímpica como una nación tolerante, pacífica y de brazos abiertos a todos los pueblos, sin distinción de razas o religiones.

Las Leyes aprobadas en el congreso de Núremberg les quitaba la nacionalidad alemana a los judíos, definiéndose como tal a toda persona con tres o cuatro abuelos judíos, independientemente de si practicaban o no la religión, o si se habían convertido al cristianismo. Se prohibió el casamiento y las relaciones sexuales entre judíos y personas con "sangre alemana". También se les impidió ocupar cargos públicos, les clausuraron sus negocios y se les negó la atención médica.

Pero ante la amenaza de boicot, el gobierno alemán maquilló las prohibiciones contra los judíos. Se quitaron los carteles antisemitas que tapizaban las calles y desaparecieron las publicaciones racistas en los medios de prensa. La fachada con la que pretendían demostrar que en el país se respetaban los derechos de las minorías alcanzó para convencer a las autoridades olímpicas que se trasladaron a Berlín. Al parecer, en la majestuosa villa olímpica que se estaba construyendo, habría lugar para todos los deportistas sin excepción alguna.

Joseph Goebbels, ministro de Ilustración y Propaganda del Tercer Reich, hizo su propia jugada a la interna de las federaciones deportivas. A los atletas judíos que habían sido marginados, los convocó a las pruebas clasificatorias para que compitieran "en igualdad de condiciones" por un lugar en la delegación oficial. 

Ese fue el caso de la saltadora Gretel Bergmann. Ella tuvo que emigrar a Inglaterra al ser expulsada de su club, en tierras británicas ingresó a la universidad y se coronó en algunos campeonatos. Su familia fue amenazada para que Bergmann regresara a Alemania y se presentara en las pruebas clasificatorias. Al tratarse de una atleta destacada, su preselección cuajó como coartada ante la opinión internacional.

 Gretel Bergmann (Archivo/El País de Madrid)

A pesar de realizar un salto de metro sesenta en las pruebas clasificatorias, con el que igualó el record nacional, recibió una carta fechada el 16 de julio de 1936 -a menos de dos semanas del inicio de los Juegos-, con la noticia de que no había sido seleccionada para formar parte del equipo oficial. Según declaró la propia Bergmann, el insultante mensaje escrito en la misiva que la volvía a marginar, decía: "Debes haber sabido por tí misma que no eras lo suficientemente buena".  El Reich no podía permitirse el lujo de que una atleta judía irrumpiera en el Estadio Olímpico y se hiciera con una presea dorada. El equipo de salto de altura femenino quedó compuesto por Elfriede Kaun, con quien Bergmann compartía el record nacional, y Dora Ratjen.

La definición por la medalla de oro fue muy ajustada. Las tres saltadoras que ocuparon un lugar en el podio lo lograron después de saltar 1.60 metros -la misma marca que había realizado Bergmann en las pruebas clasificatorias-. Fue así que la húngara Ibolya Csák ganó el oro, al saltar el listón en menos intentos que sus competidoras. La plata fue para la británica Dorothy Odam y Elfiedre Kaun terminó quedándose con el bronce.

Dora Ratjen, que sustituyó a Bergmann, logró un meritorio cuarto puesto, con una marca de 1,58 metros. Luego de los Juegos siguió compitiendo bajo la bandera del Reich y en el campeonato europeo de 1938, celebrado en Viena, logró alzarse con el oro de la especialidad al establecer récord mundial en 1,70 metros.

Dora Ratjen (Archivo/El País de Madrid)

Pero el periplo de Ratjen comenzaría después de alcanzar la cima deportiva, en su viaje de regreso a la ciudad de Colonia, cuando un oficial de las SS la detuvo en la estación de Magdeburgo. Habían denunciado que en uno de los vagones viajaba un hombre vestido de mujer, algo terminantemente prohibido durante el nazismo.

La controversia de su caso tiene más de una versión, y aún hoy no existe una posición unánime al respecto. Por un lado, sobreviene la historia que parte desde la detención en la estación de Magdeburgo y se remite al propio nacimiento de Ratjen, en el que se le asignó el sexo femenino, a pesar de las dudas que le generó a la partera y la propia familia. Así las cosas, fue criada como niña y bautizada con el nombre de Dora. A los 10 años Dora notó, en efecto, que había desarrollado genitalidad masculina.  

Al otro día de la detención, cuando se le realizó la revisión médica, se constató que poseía órganos sexuales masculinos. En el informe se explicitó que las características anatómicas de Ratjen le impedirían tener relaciones sexuales u orinar de pie.

Las autoridades sentenciaron que Ratjen era hombre, se la acusó de fraude, se le retiró la medalla de oro obtenida en el campeonato europeo y se eliminó el record establecido. Pero meses después el Reich retira los cargos porque se entendió que no tuvo intención de lucrar ni se trataba de una estafa al gobierno. A partir de allí Ratjen abandona toda práctica deportiva, adopta el nombre de Heinrich, recibe un carnet de trabajador y es enviado a Hanover. Después de la guerra regresa a Bremen para hacerse cargo del bar que su familia tenía en la ciudad.

La otra versión difundida habla de un plan nazi, en el que Ratjen fue obligado a travestirse para sustituir a Bergmann y así pelear por una medalla. Esta postura es recogida en un artículo de la revista Time fechado el 16 de setiembre de 1966, en la que presuntamente el propio Ratjen confiesa que su caso de intersexualidad -el término empleado fue "hermafroditismo", concepto incorrecto en nuestros días-,  fue todo un invento del gobierno, confirmando así la conspiración nazi.

La verdad detrás del caso Ratjen, como mencionamos, aún genera controversias y ninguna de las dos posiciones que prevalecen nos permite arribar a una conclusión plausible. Lo cierto en toda esa trama es que Ratjen pasó de ser una celebridad para el Reich a una vergüenza digna de olvidar; en tanto, a Gretel Bergmann se le cercenó la posibilidad de participar en los Juegos Olímpicos y competir por una medalla.

Finalmente Bergmann se exilió en Estados Unidos en el año 1937, allí continuó su carrera atlética, quedándose con los campeonatos de la Amateur Athletic Union (AAU) de 1937 y 1938. Poco después se casó con el velocista alemán Bruno Lambert, nacionalizándose estadounidense en 1942 con el nombre de Margaret Lambert.   

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El régimen nazi pretendía utilizar los Juegos Olímpicos para promover el mito de la superioridad aria; en tal sentido se incluyó por primera vez el medallero olímpico, en donde se establece el ranking de naciones. Alemania fue el país que ocupó el primer lugar; no obstante, el descollante desempeño de atleta afroamericano Jesse Owens, sirvió para echar abajo ese frágil castillo de naipes.

Si bien James Cleveland Owens nació en Alabama, se mudó a los nueve años junto a su familia -huyendo de la segregación racial que vivían en el sur de Estados Unidos- al estado de Ohio. Allí, el primero en poner el ojo sobre el joven Jesse fue el entrenador del secundario al que asistía, Charles Riley.

Owens no tardó en destacar en las disciplinas de 100 y 200 metros, provocando que varias universidades se disputaran su fichaje. Fue la Universidad Estatal de Ohio la que logró reclutarlo, pero eso no implicó que su vida gozara de mayores privilegios. Por tratarse de un estudiante negro no podía vivir en el campus universitario y, por el mismo motivo, durante los viajes a las diferentes competencias por el medio este estadounidense, tampoco podía sentarse a comer en restaurantes junto al resto del equipo.

Bajo la tutela de Larry Snyder, quien incorporó la utilización de música durante los entrenamientos para estimular el ritmo de los movimientos, las condiciones innatas de Owens fueron potenciadas por la perfección técnica, convirtiendo al atleta en una máquina invencible sobre la pista. Para muestra de ello sirve la performance que demostró en el Campeonato Big Ten Conference de 1935, disputado en Ann Arbor, Michigan. En dicha competencia y en un lapso de 45 minutos, Jesse Owens rompió los records mundiales de 200 metros llanos, 200 metros vallas y salto en largo, e igualó el record mundial de 100 metros llanos.

Los antecedentes del portento afroamericano lo convertían en el favorito a llevarse varios oros en los Juegos de Berlín, presión que cargó sobre sus hombros al cruzar el Atlántico, pero de la que no pareció acusar recibo cada vez sonaba el disparo que daba inicio a las carreras.

El segundo día de competencias, celebrado el 3 de agosto de 1936, Jesse Owens se quedó con la primera medalla de oro, con una marca de 10,3 segundos en los 100 metros llanos.

En la jornada siguiente, durante la ronda clasificatoria en salto de longitud, Jesse ejecuta dos saltos nulos; su principal rival, el alemán Lutz Long le sugirió que trazara una línea imaginaría antes de la tabla para asegurarse la marca que lo depositara en las finales. Así fue que Owens alcanzó, en el último intento, una marca de 7,60 metros. La final fue un contrapunto entre Owens y Long, en el que se superaban mutuamente en cada salto; pero el oro finalmente se lo quedó el estadounidense, al romper el record mundial con un salto de 8.06 metros.

A diferencia de lo que se podría suponer, el estadio completo celebró la actuación del fenómeno afroamericano después de la premiación cuando Lutz Long, en otro gesto de grandeza, lo tomó del brazo y lo llevó a dar una vuelta por el estadio para que recibiese el aplauso del público.  La relación de amistad entre los dos atletas continuó fuera de la arena deportiva, hasta que el alemán murió durante la Segunda Guerra Mundial, en la batalla de San Pietro, en 1943.

Jesse Owens y Luz Long (Entrepeneur)

El 5 de agosto se disputó la final de los 200 metros llanos. Los espectadores corearon el nombre de "Ovens" al verlo ingresar a la pista, generándole una pequeña y simpática confusión por la pronunciación de su apellido. Poco importaba si decían "Ovens" u Owens o Jesse, lo cierto es que no defraudó al público alemán que se alineó detrás de su figura una vez que tomó la línea de salida.  Esta vez impondría el record olímpico, con la marca de 20,7 segundos.

James Cleveland Owens había arrasado. Quedándose con los tres oros que disputó, ganándose el cariño del público y la amistad de otro gran atleta. Sin embargo su participación no había terminado. El día 9 de agosto debía disputarse la final de los relevos 4x100. La cuarteta estadounidense, favorita a quedarse con la victoria, estaba conformada por Frank Wykoff, Foy Draper, Marty Glickman y Sam Stoller. Los últimos dos atletas fueron marginados a último momento y sustituidos por Jesse Owens y Ralph Metcalafe; el motivo que dio el cuerpo técnico refirió a cuestiones estrictamente deportivas. Pero Glickman y Stoller eran judíos y allí se hallaba la verdad detrás de este cambio a último momento, que respondía a presiones ejercidas por los nazis. El desenlace de la carrera estaba cantado, la cuarteta estadounidense se quedó con el oro y con el record mundial al congelar el reloj en 39.8 segundos.

Luego de los Juegos Olímpicos, Avery Brundage gestionó una gira por algunos países europeos con el fin de recaudar fondos para la Amateur Athletic Union (AAU); en dicha gira algunos atletas se sintieron explotados por la intensidad esta, el poco tiempo de descanso y la deficiente alimentación. Fue el caso de Owens que decidió regresar junto con su familia después de estar más de tres meses fuera de casa, cuestión que le valió la suspensión por parte del Comité Olímpico Estadounidense.

El éxito en la pista no tuvo nada que ver con el trato recibido en su estadía en Nueva York. Con su esposa e hija no pudo encontrar un hotel en donde alojarse, los contratos que le habían ofrecido en Berlín se habían disuelto al atravesar el océano, y tampoco fue recibido en la Casa Blanca por el presidente Roosevelt, como sí hizo con otros deportistas.

La figura que fue celebrada y vitoreada en la Alemania nazi, volvía a ser humillada y discriminada en su país natal. De colgarse cuatro melladas doradas en la mayor fiesta del deporte, se convirtió en un fenómeno de circo, al tener que correr contra caballos de carrera para poder subsistir. Como si fuera poco, el gobierno terminó demandándolo por evasión de impuestos, al no declarar los ingresos obtenidos en las exhibiciones contra animales.

La figura de Jesse Owens, vilipendiada y en bancarrota, pasó al olvido por más de dos décadas. Recién en los años 60 algunas marcas entendieron oportuno desempolvar al viejo fenómeno y ofrecerle algunos contratos publicitarios. Pero el daño ya estaba hecho. El hombre que pulverizó todas las marcas existentes antes de su irrupción en el atletismo, falleció a los 65 años, de cáncer de pulmón. Recién cuatro años después de su muerte, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, Carl Lewis pudo igualar el record de medallas de oro obtenidas por James Cleveland Owens.

 

MATÍAS MATEUS

Escritor

 

Imagen de portada: Jesse Owens (Runner's World)


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2021-04-22T00:17:00